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Stella Rimington: La invisible

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Stella Rimington La invisible

La invisible: краткое содержание, описание и аннотация

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La impactante novela escrita por la directora del servicio de inteligencia británico. Cuando la agente Liz Carlyle se dirige a la reunión semanal del servicio de antiterrorismo del MI5 -el servicio de inteligencia británico- no puede imaginarse la noticia que va a abrir la mañana: el Sindicato Islámico del Terror puede estar preparando a un invisible, un terrorista originario del país objetivo, en este caso Gran Bretaña. Carlyle y su equipo se embarcarán en una carrera contra el reloj para evitar un atentado terrorista en Inglaterra. El personaje de M, jefa de James Bond, está claramente inspirado en Stella Rimington.Con sus novelas, Rimington nos da una visión realista del trabajo de los servicios de inteligencia británicos.

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– Hola, Barney -saludó Dave-. ¿Cómo va el mundo de la extrema derecha? Por el corte de pelo y la ropa diría que después tienes una cita.

– Sí, en East Ham. Una conferencia sobre la tradición pagana europea.

– ¿Qué es?

– En esencia, propaganda hitleriana new age.

– ¡Excelente!

– ¡No es justo! Intento parecer lo bastante desagradable como para encajar con mis nuevos amigos, pero no tan horrible como para que me revienten la cabeza los de la Liga Antinazi.

– Yo diría que has conseguido el punto medio -concedió Liz.

– Gracias. -Sonrió-. ¿Puedo enseñaros una cosa, chicos?

– Eso suena a exhibicionismo. Date prisa, tengo un buzón abarrotado de mensajes.

Barney rebuscó bajo su mesa y sacó una máscara de goma y un pedazo de fieltro rojo.

– Es para la fiesta de Navidad. He encontrado un taller donde hacen estos disfraces, ya tengo unos cincuenta.

– ¡No! -exclamó Liz, contemplando la máscara.

– ¡Sí!

– ¡Es genial! Exactamente igual que él.

– Lo sé, pero no digáis nada. Quiero que Wetherby se lleve una sorpresa. Nadie de este departamento es capaz de guardar un secreto más de cinco minutos, así que no voy a repartirlos hasta que llegue el día señalado.

Liz estalló en carcajadas, olvidando por un momento la situación de Sohail Din ante la idea de que su jefe de sección -habitualmente el último en llegar- se enfrentaría a cincuenta David Shayler con sombreros de Papá Noel.

6

Cuando Liz volvió a su sótano de Kentish Town, tuvo la impresión de que éste le dirigía un mudo reproche. No estaba tanto desorganizado como abandonado; la mayoría de sus cosas seguían allí donde las dejara a principios de semana: el CD polvoriento emergiendo del reproductor, el mando a distancia en medio de la alfombra, la cafetera medio llena, las páginas del Saturday Evening Post desparramadas por todas partes…

En el aire flotaba un ligero aroma a funeral. El ramo de jazmines que su madre le diera y que ella pensó poner en agua la noche anterior, antes de acostarse, era ahora una triste maraña de tallos sobre la mesa; a su alrededor, en el suelo, yacía una constelación de moribundos pétalos de cinco puntas. En el contestador automático parpadeaba una pequeña luz roja.

¿Por qué estaba tan frío el apartamento? Revisó el calefactor central y descubrió que el reloj del temporizador iba dos horas atrasado. ¿Se habría cortado la luz durante el fin de semana? Era posible. A Liz le daba la impresión de que los termostatos -y aparatos similares- siempre parecían sufrir el influjo de un poder extraño y caprichoso que los desactivaba periódicamente. Graduó el temporizador a las 19.30, y oyó que la caldera se encendía con un satisfactorio resoplido.

Durante la siguiente media hora, mientras el calor se expandía por el pequeño sótano, se dedicó a ordenarlo un poco. Cuando estuvo lo bastante arreglado para sentirse cómoda, tomó una lasaña del congelador -¿se habría descongelado y vuelto a congelar a causa de la falta de electricidad, si eso había ocurrido?-, hizo unas cuantas incisiones en el plástico protector, metió el paquete en el horno y se tomó una tónica con vodka.

En el contestador automático tenía dos mensajes. El primero, de su madre: Liz se había dejado una falda de ante y un cinturón colgados tras la puerta de su dormitorio en Bowerbridge. ¿Se los enviaba o los guardaba hasta su próxima visita?

El segundo era de Mark. Había llamado a las 12.46 desde Nobu, en Park Lane, donde tenía que compartir una carísima comida con una actriz norteamericana. La actriz llegaba tarde, como era de esperar. Mark estaba famélico y su mente había vagado hasta el sótano de Inkerman Road, NW5, y la posibilidad de pasar allí la noche con la propietaria del apartamento después de tomar una copa y comer un poco, quizás en el Eagle de Farringdon Road.

Liz borró ambos mensajes. La idea de ir al Eagle, el tugurio predilecto de los periodistas del Guardian , era una locura.

Habría hablado de ella con los chicos del periódico? ¿Sería de conocimiento público que tenía el accesorio periodístico más chic de todos, una amante espía? Aunque no le hubiera dicho nada a nadie, estaba claro que la relación sobrepasaba el riesgo aceptable para entrar en la pura locura. Estaba jugando con ella, empujándola hacia su propia autodestrucción.

Dio un largo trago a su bebida y lo llamó al móvil. Iba a hacer lo correcto, terminar con aquel asunto de una vez por todas. Le dolería lo suyo y se sentiría muy mal, pero quería recuperar su vida, volver a tenerla bajo control.

Le salió el buzón de voz, lo que probablemente significaba que estaba en su casa, con Shauna. Donde debía estar, pensó amargamente. Paseando por el apartamento acabó frente a la lavadora con su semicírculo de agua gris. La colada de la semana anterior llevaba allí dos días y medio. Desesperada, se acercó al botón de encendido y entonces la máquina volvió a la vida.

7

Anne Lakeby despertó y vio a Perry frente a la ventana abierta del dormitorio, contemplando el jardín que se extendía hasta el mar. El día era claro, impresión agudizada por una sugerente brisa marina, y su esposo parecía casi sacerdotal embutido en su larga bata china. Tenía el cabello empapado y casi brillante, gracias a los dos cepillos gemelos con mango de marfil del vestidor. También parecía haberse afeitado.

El viejo gilipollas se había cepillado a conciencia, pensó, y no era normal que se tomase tantas molestias a una hora tan temprana del día. Le echó un vistazo al despertador y vio que apenas eran las siete de la mañana. Perry podía haber sido un apasionado admirador de Margaret Thatcher, pero nunca compartió su predilección por levantarse tan pronto.

Mientras su marido se apartaba de la ventana, Anne cerró los ojos y fingió dormir. Perry salió del dormitorio cerrando la puerta tras él, y cinco minutos después reapareció con dos tazas de café y sus respectivos platitos en una bandeja. Eso sí era realmente alarmante. ¿Qué diablos habría hecho en Londres para que hoy se sintiera obligado a tener un gesto como aquél?

Colocando la bandeja en la alfombra con un ligero traqueteo, Perry tocó suavemente el hombro de su esposa. Anne fingió despertar.

– Qué sorpresa más… agradable. -Parpadeó simulando somnolencia, y estiró el brazo hacia la mesita de noche para alcanzar el vaso de agua que siempre tenía allí-. ¿A qué debo…?

– Échale la culpa al calentamiento global -respondió Perry con buen humor-. Esperaba una resaca titánica, pero una deidad benigna me ha protegido bajo su ala. Además, brilla el sol. Es un día perfecto para la gratitud y, posiblemente, para quemar las últimas hojas del otoño.

Anne se irguió en la cama hasta quedar sentada, acomodó las almohadas y se recostó en ellas, luchando por controlar sus pensamientos. No estaba segura de creerse aquella versión tan considerada y servicial de su marido. Algo ocurría, estaba segura. Sus modales intimidatorios le recordaron la época en que la había obligado a comprar aquel sistema de seguridad Corliss. Según su experiencia, cuanto más calmado estaba, más se acercaba la tormenta.

– Realmente son un verdadero incordio, ¿verdad? -prosiguió Perry.

– ¿Quiénes? ¿Dorgie y Diane? -Dorgie era el apodo que le daba Anne a sir Ralph Munday, cuya nariz le recordaba el morro de los corgi-dachshund de la reina. Puesto que los Lakeby y los Munday eran propietarios de dos enormes fincas en Marsh Creake, se consideraban «vecinos», aunque en realidad sus casas estaban separadas casi un kilómetro.

– ¿Quiénes si no? Toda esa horrible cháchara… ese tono de voz… Seguro que podía oírse a cincuenta metros de distancia… Y además, parece que todo lo hayan aprendido de un libro. Y ella es todavía peor, con ella…

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