– ¿No declaraste en la investigación?
– ¿Para qué? ¿Para atraer la atención sobre mí? Todos sabíamos cuál sería la conclusión. No; en cuanto mis heridas se curaron, volví a Mardan.
– ¿Y eso fue hace dos años?
– Hace casi exactamente dos años. Ahora me siento muerto por dentro. Todo lo que me queda es la necesidad de vengarme. Es una cuestión de izzat, de honor. En la madraza me mostraron todas sus simpatías, incluso más que eso. Me enviaron a uno de los campamentos de la frontera noroeste durante unos meses y después me hicieron cruzar a Afganistán. Trabajé en una parada de camiones que servía de tapadera a una de las organizaciones yihaidistas y, unos meses después, me presentaron a un hombre llamado Al Safa.
– ¿Dawood al Safa?
– El mismo. El se interesó por mi historia. Hacía tiempo que planeaba vengarse por la masacre de Daranj, no mediante una acción genérica, sino a modo de represalia, con un objetivo concreto. Al igual que ellos fueron a nuestro país para bombardear, arrasar y matar, nosotros haríamos lo mismo. Los norteamericanos y sus aliados no tendrían dudas acerca de las posibilidades de nuestro alcance y de lo inexorable de nuestras intenciones. Al Safa había visitado recientemente el campo de entrenamiento de Takht-i-Suleiman, y allí el destino le obsequió con una perla inapreciable, una combatiente valiente, una joven inglesa lo bastante atrevida como para tomar el nombre de Asimat (la novia de Salah-uddin) y la espada de la yihad. Una inglesa con un conocimiento altamente especializado, con una información que permitiría llevar a cabo una venganza exquisitamente apropiada…
– No sabía nada de todo eso -dijo Jean-. ¿Por qué no me informaron?
– Por tu propia seguridad y la de nuestra misión.
– ¿Y ahora ya lo sé todo?
– Todavía no. Cuando llegue el momento, confía en mí, lo sabrás.
– Será mañana, ¿verdad?
– Confía en mí, Asimat.
En ese momento, el goteo de la lluvia bajo el puente era todo su mundo. Si aquélla iba a ser su última noche, que así fuera. Ella alargó la mano y se topó con la aspereza de su mejilla.
– No soy Farzana -dijo tranquilamente-, pero si quieres seré tuya.
Silencio. Y desde más allá de la quietud que los rodeaba, le llegó el largo suspiro del viento en las marismas.
– Entonces ven aquí -aceptó Faraj.
– Bueno, al menos ahora estamos seguros de cuál es el objetivo -dijo Jim Dunstan. Tras él se oyó un susurro hidráulico mientras se cerraba la entrada principal del hangar.
– Me temo que nunca hubo ninguna duda de que tenía que ser una de las bases aéreas norteamericanas -sentenció Bruno Mackay, abriendo el número de marzo de la revista de la RAF. Por una vez, todos los teléfonos del hangar permanecían silenciosos.
– Entonces, ¿es cierto que el AC-130 involucrado en el incidente de Daranj es uno de los estacionados en Marwell? -preguntó Whitten.
– Según el informe, no hay ninguna duda -corroboró Liz.
– ¿De quién es el informe? -preguntó Mackay, un poco irritado-. ¿Puedes decirnos eso por lo menos?
– Todo lo que contiene, excepto la participación de Faraj Mansoor, es de dominio público -contestó Liz evasivamente-. En su momento, el asunto pasó desapercibido (la autonomía de Irlanda del Norte se suspendió y Saddam no dejaba de hacer declaraciones acerca de sus armas de destrucción masiva), pero la prensa en árabe que se publica en este país lo convirtió en noticia de primera página. -Se giró hacia Mackay-. Me sorprende que esos informes no llegaran hasta tu mesa.
– Lo hicieron -confesó él-. Y por lo que recuerdo, el Barras y Estrellas de Islamabad también le sacó tajada. Pero me extraña lo de Mansoor, su nombre no se mencionaba en ninguno de los expedientes de nuestro contacto en Pakistán, ni en los de nuestros agentes sobre el terreno.
– Estoy segura de que la fuente es fiable -insistió Liz, consciente de que Don Whitten estaba disfrutando de lo lindo con la incomodidad de Mackay.
– Y mañana es el aniversario de las Torres Gemelas -recordó Jim Dunstan-. ¿Creéis que intentarán algo?
– El simbolismo y los aniversarios son muy importantes para el SIT -explicó Mackay, intentando recuperar su autoridad-. El once de septiembre era el aniversario del Mandato británico en Palestina y la proclamación por parte de George Bush padre del «nuevo Orden Mundial». El doce de octubre, cuando volaron el club nocturno en Bali y atacaron el USS Cole, era el aniversario de la apertura de las conversaciones de paz de Camp David entre Egipto e Israel. Esto es más local y sin duda personal, pero podemos contar con que removerán cielo y tierra para realizar el atentado.
– ¿Descartamos la posibilidad de una bomba sucia? -preguntó el teniente coronel calvo-. Si pensaran detonar una de ésas, ni siquiera tendrían que acercarse a la base. Bastaría con hacerlo a unos kilómetros con viento a favor.
– No encontramos ni rastro de material radioactivo en el bungalow ni en el Vauxhall Astra -repitió Whitten-. Hemos vuelto a revisarlo.
– Apuesto a que utilizarán C-4 -aseguró Mackay-. Es la firma del SIT como todos los aquí presentes sabemos, y también sabemos que sus ingredientes se pueden comprar fácilmente en cualquier comercio. La pregunta es: ¿cómo planean detonarlo? Ni siquiera un ratón de campo podría atravesar los cordones de seguridad que rodean esa base.
– Jean d'Aubigny -dijo Liz-. Ella es la clave.
– Siga -invitó Jim Dunstan.
– No me creo que los controladores de Mansoor malgastaran una baza como ella en un asalto insensato a una instalación de alta seguridad. Me reafirmo en lo que ya dije: ella ha de tener algún tipo de información privilegiada.
Pero, como también había dicho, no estaba completamente segura de que ése fuera el caso. Malgastar agentes en misiones suicidas era una especialidad del SIT.
– ¿Tu gente sigue sin poder entrar en esa escuela de Welsh a la que asistió D'Aubigny? -preguntó Mackay.
– Ya lo ha hecho. Me enviarán una lista de sus compañeros en cuanto puedan.
– Pues se lo están tomando con calma, ¿no?
– Todo lleva su tiempo -replicó Liz. «Como bien sabrías si tuvieras un mínimo de experiencia en ese tipo de asuntos», podría haber añadido. Sus colegas habían tenido que conseguir una orden de allanamiento firmada, informar a la policía local, enviar un equipo de investigación a Gales, desconectar el sistema de alarma de la escuela, forzar las cerraduras de la puerta delantera y los archivos… y todo eso antes de enfrentarse con el caótico sistema de archivo de Price-Lascelles.
– Francamente -aseguró Jim Dunstan-, no veo en qué diablos puede ayudarnos el expediente escolar de esa jovencita. Yo creo que ya tenemos toda la información que necesitamos. Sabemos quiénes son los terroristas y qué aspecto tienen. Sabemos el objetivo, el motivo y la fecha. Tenemos una contraestrategia y personal suficiente para llevarla a cabo. Lo único que nos queda es esperar, así que ¿por qué no duerme un poco, señorita?
«No creo que sea de su estilo», había dicho Whitten acerca de Jim Dunstan. Llegó a pensar que se equivocaba, pero resultaba que el veterano comisario tenía razón. El viejo resentimiento persistía, y los policías veteranos, acostumbrados a tener que dar la cara y asumir su responsabilidad públicamente, desconfiaban de los servidores secretos del estado. Y el hecho de que ella fuera una mujer probablemente añadía más prejuicios en su contra por parte del subjefe de la policía. Tampoco ayudaba que la única mujer -aparte de ella- que se encontraba en la sala fuera Wendy Clissold, que en ese momento le traía obedientemente una taza de té a Don Whitten. Sin leche, con una cucharada de azúcar.
Читать дальше