Stella Rimington - La invisible

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La impactante novela escrita por la directora del servicio de inteligencia británico.
Cuando la agente Liz Carlyle se dirige a la reunión semanal del servicio de antiterrorismo del MI5 -el servicio de inteligencia británico- no puede imaginarse la noticia que va a abrir la mañana: el Sindicato Islámico del Terror puede estar preparando a un invisible, un terrorista originario del país objetivo, en este caso Gran Bretaña. Carlyle y su equipo se embarcarán en una carrera contra el reloj para evitar un atentado terrorista en Inglaterra. El personaje de M, jefa de James Bond, está claramente inspirado en Stella Rimington.Con sus novelas, Rimington nos da una visión realista del trabajo de los servicios de inteligencia británicos.

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– Entonces ¿qué sugiere? -preguntó Whiten, aplastando su cigarrillo en el cenicero.

– Que tracemos dos círculos en torno a Marwell. Primero, un círculo interior con un radio de ocho kilómetros y que saturaremos de policías, soldados y personal de la reserva, con gafas de visión nocturna, reflectores y todo cuanto necesiten para que ni siquiera una mosca pueda pasarles inadvertida.

Un hombre calvo y con estrellas de teniente coronel hizo un rápido cálculo con un bolígrafo.

– Eso nos da unos doscientos kilómetros cuadrados en total. Si concentramos todas nuestras patrullas de búsqueda del sector noroeste y traemos otro batallón…

– Y paralelo a éste, un nuevo anillo de ocho kilómetros más -prosiguió Dunstan-, lo que nos da un área de quinientos dieciocho kilómetros cuadrados, que nosotros y nuestros amigos de la RAF sobrevolaremos toda la noche utilizando sensores térmicos. -Barrió con la mirada a todos los presentes buscando su aprobación-. ¿A alguien se le ocurre una idea mejor?

Sólo le respondió el silencio.

– ¿Qué les parece, caballeros y señora? -preguntó a los oficiales del ejército.

– Bastante bien -aceptó el teniente coronel, girándose hacia sus hombres con una ligera sonrisa-. Que no nos puedan acusar de no saber proteger a nuestros aliados norteamericanos de una estudiante de idiomas y un mecánico paquistaní.

El personal del ejército sonrió levemente; los policías se mantuvieron serios. Dunstan retomó la palabra.

– Comisario Goss, me gustaría que se desplazase a Marwell y actuase de enlace con el coronel Greeley. Lo llamaré ahora mismo para ponerlo al corriente.

Goss asintió y abandonó el hangar a la carrera, alzando una mano a modo de despedida al pasar frente a Liz. Kersley y el oficial del PO-19 lo siguieron para informar de las novedades a sus respectivos equipos.

Liz se quedó mirando las carreras de los distintos grupos de hombres, y pudo escuchar el crescendo del rotor del Gazelle que se llevaba a Steve Goss hacia Marwell. De una forma que no podía definir, los acontecimientos parecían escapárseles de las manos. Había demasiada gente involucrada y demasiados servicios representados. Y, sobre todo, el instinto le gritaba que habían cometido un error en alguna parte. Aceptaba que Mansoor y D'Aubigny podían estar preparados para inmolarse en el transcurso de la operación, pero hasta el momento sus actos no tenían nada de suicidas. La idea de que estuvieran dispuestos a lanzarse contra una inexpugnable base de las fuerzas aéreas norteamericanas y acabar hechos pedazos no encajaba, de eso estaba segura. El plan tenía que ser otro.

De pronto recordó que seguía sin leer su mensaje, así que levantó la tapa de su portátil y lo conectó. El mensaje en cuestión, una vez descodificado, era extenso. Sobre todo para ser de Wetherby.

Liz: adjunto informe que requiere su atención inmediata, la de Mackay y la de Dunstan. La fuente es secreta pero fiable.

La mujer sonrió ante el familiar estilo críptico y abrió el documento adjunto.

TOP SECRET – ÚNICAMENTE PERSONAL AUTORIZADO

RE: MANSOOR FARAJ

En la medianoche del 17 de diciembre de 2002, en respuesta a unos informes sobre posible actividad del SIT en la frontera afgano-paquistaní cerca de Chaman, un AC-130 de transporte y combate despegó de una base norteamericana en Uzbekistán (posiblemente Fergana) en misión de búsqueda y destrucción. A bordo del AC-130 iba la tripulación habitual más doce hombres de Operaciones Especiales…

– ¿Una taza de té? Parece que tienen Earl Grey en deferencia a nuestros paladares metropolitanos. Y existen rumores sobre unos mantecados que…

Liz alzó la vista del informe.

– Gracias, Bruno. Me encantaría tomar una taza de lo que sea. Y estoy hambrienta, así que si no te importa…

– Dalo por hecho. ¿Alguna noticia interesante de la Estrella de la Muerte?

– No estoy segura. Te lo confirmaré cuando vuelvas con esos mantecados y ese té. Con dos terrones de azúcar.

– ¿Dos? No te imaginaba tan golosa.

– No lo soy. Es que estoy enamorada de mi dentista.

El se alejó agitando la cabeza y balanceando su propio portátil con la mano derecha. De camino a la mesa forrada de plástico que delimitaba la zona de la cantina, se encontró con Wendy Clissold, que se masajeaba las sienes y contemplaba cómo se disolvía un Alka-Seltzer en un vaso de plástico.

– No tendrá nada contra el dolor de culo, ¿verdad? -le preguntó en un tono lo bastante alto como para que Liz lo escuchara.

Ella sonrió y volvió a centrarse en el mensaje de Wetherby. No obstante, a medida que lo leía, su sonrisa fue desapareciendo. La actividad que la rodeaba pareció remitir y el rumor imperante en el hangar desvanecerse. Cuando Mackay regresó, ella miraba fijamente al frente, sin expresión y con las manos cruzadas.

52

– ¿Cuánto crees que saben? -preguntó Faraj.

– En mi opinión, debemos asumir que saben quiénes somos -respondió Jean tras pensarlo un instante. Hablaban en urdu-. Los eslabones débiles de la cadena son el conductor del camión, ya que te vio, y los otros ilegales.

– Ellos no saben nada sobre mí. Todo lo que les dije era falso.

– Pero pueden reconocerte, igual que la mujer que me alquiló el bungalow puede reconocerme a mí. Saben quiénes somos, créeme. Estamos hablando de británicos, y los británicos son gente vengativa. No les importa ver cómo sus ancianos mueren de hambre en asilos estatales o de negligencia en sucios pasillos de hospital, pero cáusale daño directamente a alguien, como el pescador, la anciana, el dueño del MGB… y te perseguirán hasta el fin de los tiempos. Nunca, jamás se rendirán. Estoy segura de que la gente que dirige esta operación contra nosotros son los mejores que tienen.

– Ya veremos. Deja que envíen a sus mejores hombres contra nosotros, no podrán detenernos.

Jean frunció el ceño.

– Han enviado a su mejor hombre. Pero su mejor hombre resulta que es una mujer.

Faraj cambió de postura en el estrecho sendero que recorría el margen del río bajo el puente. Una hora antes se habían cambiado de ropa y puesto la muda seca que Jean guardara en las mochilas aquella misma mañana. Se dieron la espalda para hacerlo a causa de un instintivo sentido del pudor, pero cuando una desnuda Jean movió los brazos y tocó a Faraj sin querer, sólo los reflejos de él impidieron que ella cayera al río. El la sostuvo un segundo antes de soltarla. Ninguno de los dos dijo nada, pero el incidente quedó allí, entre ellos, sin resolverse.

– ¿Qué quieres decir? ¿Una mujer?

– Han enviado a una mujer. Puedo sentir su sombra.

– ¿Te has vuelto loca? -exclamó Faraj, irguiéndose sobre un codo-. ¿Qué estupidez es ésa?

Ella se encogió de hombros, aunque sabía que el gesto era invisible para él.

– No importa.

Oyó un resoplido de irritación. Estaban casi cabeza contra cabeza, envueltos con las delgadas mantas que Diane Munday ofrecía a sus inquilinos. Ahora que Jean no se sentía empapada, el frío no le parecía tan terrible. Peor lo había pasado en el campamento de entrenamiento. Y sobre terreno más duro.

– Hoy hemos matado a dos personas -susurró ella, con la destrozada cabeza del chico flotando otra vez ante sus semicerrados ojos.

– Fue necesario. No tuvimos elección.

– No soy la misma persona que era esta mañana, cuando despertamos.

– Eres una persona más fuerte.

Quizá. ¿Sentía esa fuerza? ¿Aquella duermevela, aquel distanciamiento de los acontecimientos era fuerza? Quizá sí.

– El paraíso nos espera -aseguró Faraj-. Pero todavía no.

Ella se preguntó si él creía realmente sus palabras. Algo en su voz -una débil nota de ironía- hizo que dudara.

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