– ¿Por qué?
– La verdad, no sigo mucho el tema. He pasado fuera la mayor parte de estos últimos días.
– ¿Y está cerca de aquí?
– ¿Marwell? A unos veinte kilómetros. -Alzó la mano como si quisiera comprobar que no le temblaba-. Pero, dado que hay tres batallones desplegados entre ellos y nosotros, yo diría que estamos bastante seguros…
Jean se giró hacia él. Podía sentir el suave mareo provocado por el alcohol.
– Imagina que no lo estamos. Imagina que todo terminará para nosotros esta noche. ¿Dirías que… que has vivido lo suficiente?
– ¡Uau, menuda preguntita!
– ¿Lo dirías? ¿Crees que estás preparado para morir?
El entrecerró los ojos y sonrió.
– ¿Hablas en serio?
– Sí.
– Bueno, vale. Si tuviera que… que morir, digamos que éste sería tan buen o mal momento como cualquier otro. Hace un par de años que mi madre se ha vuelto a casar y es feliz por primera vez desde… desde que tengo memoria. Y tengo una hermanita diecisiete años más joven que yo, ¿te lo imaginas? ¡Diecisiete años más joven!, y no ha tenido realmente oportunidad de conocerme porque sólo tiene un año, así que supongo que mi muerte no le afectaría y seguiría teniendo a mi madre para cuidarla y quererla. Y no he empezado a hacer nada serio con mi vida o mis estudios, así que tampoco podría quejarme de haber perdido el tiempo… Tomando todo eso en cuenta, la respuesta es sí. Creo que éste es tan buen momento como cualquier otro.
– ¿Y qué me dices de tu padre? Tu verdadero padre.
– Bueno… Nos abandonó hace años, cuando yo era pequeño. Puede decirse que nunca se ha interesado realmente por nosotros… -Se frotó los ojos-. Lucy, me gustas, de verdad, pero… ¿por qué estamos hablando de esto?
Ella sacudió la cabeza, incapaz de enfocar la mirada. Empujó su jarra de cerveza hacia él.
– ¿Quieres…?
– Sí, claro.
En su cabeza, ella oía un distante rugido, como si hubiera aplicado contra su oreja una caracola gigantesca. El día anterior había matado a un muchacho como aquél -incluso su edad era similar- con una silenciosa pistola rusa. Le había sonreído y, acto seguido, apretado el gatillo. Sintió el leve impacto del amortiguado retroceso y vio como la cabeza del chico explotaba y se vaciaba en un rincón del maletero de su coche. Ahora había renacido, era una Hija del Paraíso, y por fin comprendía lo que su instructor en Takht-i-Suleiman encontraba siempre tan divertido; tanto que normalmente terminaba balbuceando incoherencias.
Había vuelto de entre los muertos. Aquel momento, tal como le habían prometido, lo cambiaba todo. Había pulsado un interruptor en su interior, cerrado los circuitos, paralizado los enlaces sinápticos. Temía que las sensaciones fueran tan intensas que la bloquearan, pero resultó infinitamente peor: no sentía nada. La noche anterior, por ejemplo. Faraj y ella no habían sido más que zombis retorciéndose uno en los brazos del otro, como ranas recibiendo descargas eléctricas en una clase de ciencias.
Y después estaba Jessica. Apartó a un lado el tema del bebé. Agachó la cabeza hasta posar los labios sobre su antebrazo, entreabrió la boca y mordió, mordió con tanta fuerza que sus dientes se encontraron a través de la carne. Cuando se relajó, las dos marcas en forma de media luna rezumaban sangre. No es que no le doliera, es que no le importaba. Por un instante, por una fracción de segundo, sintió la oscura presencia de su perseguidora.
– … otra pinta para mademoiselle Lucy. Oye, por casualidad no estarás casada, ¿verdad?
– No, no lo estoy.
– Pues dime, chica no casada, ¿dónde te alojas exactamente y por qué te haces invitar a los pubs por completos desconocidos?
Ella vio que la familiaridad y el atrevimiento lo habían envalentonado. Agachó la cabeza lentamente hasta que su frente tocó la jarra.
– Una buena pregunta, pero muy difícil de contestar.
– Inténtalo -insistió él.
Jean bebió un trago de cerveza. Y luego, otro más.
– O no -susurró el chico, dándose por vencido.
El alcohol corría por las venas de Jean. En los viejos tiempos, con Megan, tampoco aguantaba mucho. Un par de copas y ya estaba volando.
– Si yo te dijera que la conversación que acabamos de tener ha sido la más importante de tu vida…
– Es posible -aceptó él encogiéndose de hombros.
Ella vio en sus ojos la comprensión de que aquella noche no iba a terminar de forma mágica. Era una chica rara y difícil que no estaba hecha para él. Jean le cogió la mano. Era grande, cálida y estaba húmeda por la condensación de la jarra. Le examinó la palma y, mientras lo hacía, algo -todo, en realidad- se hizo cegadoramente obvio. Estalló en carcajadas.
– ¡Mira -exclamó-, tu raya de la vida es larga!
– Somos una familia de longevos -bromeó él.
– Déjame las llaves del coche, necesito mi bolso -pidió Jean sonriéndole.
Fuera, junto al coche, se puso el bolso en bandolera y cerró la cremallera de la parka. Cuando volvió, Denzil la miró con resignación.
– Vas a desaparecer, ¿verdad? Y nunca llegaré a conocerte de verdad.
– Ya veremos -respondió ella. Y acariciándole ligeramente la mejilla, se marchó.
En el exterior, la omnipresente lluvia resbaló suavemente por su cara. No sentía los pies, le daba la impresión de estar flotando, de que una levedad de espíritu que jamás había sentido la mantenía en el aire. No pensaba racionalizar lo que tenía que hacer para justificarlo o para justificarse a sí misma, era que… sencillamente, no iba a hacerlo. Ya no sentía la necesidad de obedecer a nadie, ni seguir las directrices de ningún credo. Nunca más. No podían matarla. Ni Faraj y su gente, ni su perseguidora y sus hombres. Ya estaba muerta.
No sabía cuánto había caminado, no más de quince minutos probablemente. Tenía ganas de orinar, y mientras se agachaba junto a la carretera con sus pantalones militares por los tobillos -un recuerdo de Takht-i-Suleiman-, vio pasar el Honda Accord de Denzil con el chico al volante. Siguió caminando, pero era como si permaneciera inmóvil y la carretera se moviera bajo sus pies. Sonreía y, al mismo tiempo, las lágrimas corrían por sus mejillas mezclándose con las gotas de lluvia.
Al principio, apenas oyó el zumbido de los helicópteros. Y cuando se convirtieron en una furia rugiente, taladrante, ya se encontraba en el campo de criquet, iluminada desde el cielo por potentes focos. Una escena de una belleza teatral, irreal. En el centro, siseando suavemente, como pavoneándose, apareció un Puma del ejército británico, del que emergió un grupo de soldados vestidos de negro que se desplegaron rápidamente para tomar posiciones. «Llevan Heckler and Koch MP5 -pensó con aprobación-. Son SAS.» Y en la carretera, más allá de ellos, entre el parpadeo azul de los coches patrulla que iluminaban intermitentemente la fachada de estilo georgiano, figuras corriendo y el eco de una estridente sirena.
Jean d'Aubigny siguió caminando. Le habría gustado detenerse y llorar, pero la belleza de todo aquello y la atención a los detalles eran demasiado para ella. Débilmente, en el límite de su conciencia, oyó los múltiples chasquidos de los fusiles automáticos preparándose para disparar. «Tiradores de la policía», pensó, pero se olvidó de ellos rápidamente porque en el centro del escenario, iluminada por el foco de un helicóptero, descubrió una figura delgada, decidida, que reconoció al instante. La mujer llevaba el pelo recogido dejando su cara al descubierto, y la cazadora de cuero cerrada hasta la barbilla por una cremallera.
Jean sonrió. De alguna manera, todo le parecía muy familiar. Era una escena que había repetido una y mil veces en su mente.
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