John Gardner - Scorpius
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– Bien -aprobó Bond haciendo una señal de asentimiento-. ¿Cuánto hacía, pues, que se marcharon?
– Un par de días, a mi modo de ver. Probablemente las cosas pesadas se las llevaron antes. Y luego fueron saliendo en grupos de dos y de tres. Nada de aglomeraciones ni de prisas. Seguramente los recogieron luego en coches o en furgonetas. Estuve hablando con la gente de la taberna local…, o mejor dicho, me dediqué a escucharlos. Estoy seguro de que obraron así. Salieron por las buenas encaminándose hacia algún punto de reunión o hacia un lugar de partida para otras operaciones.
La enormidad de lo que había estado contando Pearlman afectó profundamente a Bond.
Por su parte, M dejó escapar un gruñido.
– ¡Dios nos asista! -exclamó.
– ¡Amén, jefe! -subrayó Pearlman.
El teléfono volvió a sonar y M trasmitió unas cuantas instrucciones en voz baja. Luego dirigióse a Bond:
– ¿Quiere dar sus órdenes al sargento?
– No puedo hacerlo, señor. Primero tengo que preguntarle si las va a aceptar.
– Bien…, bien, pero dese prisa porque Bailey ha regresado y nuestro amigo está esperando.
– Pearly -empezó Bond sonriendo al hombre del SAS-, ¿quiere continuar ayudándonos?
– Si me necesitan, desde luego.
– Pues entonces lo espero mañana por la mañana a las nueve en punto. -Le indicó un lugar cerca de su piso en las proximidades de King Road-. Volveremos a investigar la casa de Pangbourne.
– Allí estaré, jefe. ¿Es eso todo?
Bond hizo una señal de asentimiento mientras M levantaba una mano señalando la puerta.
– Primero que pase Bailey -dijo M una vez Pearlman se hubo marchado-. Según dice, tienen pruebas de cómo se cometió el atentado. Posee un vídeo. Parece que se lo han mandado para acá, porque él no ha salido del edificio.
Bailey parecía más afectado aún que antes. Llevaba un aparato de vídeo que colocó junto al televisor de M.
– Hemos pasado la cinta con lentitud y nuestros especialistas consiguieron ampliar la escena concentrándose en la parte principal.
– ¿Y qué más? -preguntó M, que había estado mirando la instalación del aparato con cierta suspicacia.
– Creo que debe verlo por si mismo, señor. Esta es la cinta original. -Apretó el botón de funcionamiento y la escena que tanto los había trastornado la vez anterior volvió a aparecer en la pantalla: los coches acercándose a la entusiasta multitud, el anciano político ayudado a apearse saludando con la mano y sonriendo. Luego el súbito estallido de la explosión.
– Y ahora quiero que vean esto -anunció Bailey.
Volvió a apretar el botón de funcionamiento. Ahora pareció como si hubieran tenido una cámara enfocada sobre un pequeño sector de los espectadores que se apretujaban para ver mejor. A cámara lenta, la capota del Rover apareció en la pantalla.
– Miren a ese joven que lleva un anorak verde -indicó Bailey casi en un susurro.
Le vieron perfectamente. Era un joven de cabello oscuro, que a juicio de Bond, tendría unos treinta años, pero no más. De repente, al lento movimiento de la proyección, pudieron ver cómo el joven se echaba hacia adelante, casi abalanzándose sobre la capota del coche. Al hacerlo se metió una mano bajo el anorak y al instante saltó en pedazos desapareciendo en medio de una inmensa bola de fuego, carne, huesos y sangre, desintegrándose en el aire.
– ¡Dios mío! -exclamó M, incorporándose en su asiento-. ¡Dios mío! Ese individuo se ha hecho explotar a sí mismo. ¡Es horrible, horrible!
– Horrible pero cierto, señor -expresó Bailey casi en un murmullo-. Lo ocurrido en Glastonbury no ha sido otra cosa que la explosión de una bomba humana al lado de Sam Mills.
Volvió a pasar la escena. Y esta vez Bond casi estuvo a punto de vomitar.
– ¡Hay que ir por ellos, James! -exclamó M con los dientes apretados-. Es preciso atraparlos. Matarlos, borrarlos de la faz de la tierra si es preciso. Si así sucede, negaré haberlo dicho. Pero ahora salgan y localicen a esos diablos.
11. «Llámeme Harry»
El zumbido del radiodespertador se introdujo en lo más hondo de su sueño como el cuchillo de un criminal. James Bond abrió los ojos súbitamente con todos sus sentidos aguzados al iniciarse el nuevo día. Podía oír la voz de su ama de llaves May, que se afanaba en la cocina. Sintió la tentación de permanecer tendido unos minutos más, si no por otra cosa, para compulsar datos y una vez combinados con su intuición, establecer un orden en su mente. Pero podía hacerlo igualmente mientras llevaba a cabo sus ocupaciones matinales. En aquel momento eran las siete y media.
Como siempre que se hallaba en su piso, el ritual de Bond por las mañanas no cambiaba casi nunca. Una vez hubo saltado de la cama, practicó veinte lentas flexiones de brazos y luego, rodando sobre sí mismo para ponerse de espaldas, empezó una serie de levantamientos de piernas que continuaron hasta que, como alguien anotó cierta vez en un archivo confidencial, «su estómago empezó a lanzar gritos». Una vez de nuevo en pie, se tocó las puntas de los dedos veinte veces antes de encaminarse hacia una ducha todo lo caliente que podía soportar, seguida de un giro del grifo para ponerla al máximo de frío hasta que el chorro helado le cortó la respiración.
May conocía sus costumbres y comprendió en seguida que aquél no era un día para mucha charla. Le sirvió su café De Bry y un huevo que había hervido exactamente tres minutos y un tercio, puesto en su huevera azul oscuro con el borde dorado. Junto a la tostadora se encontraban la acostumbrada mantequilla Jersey, de un amarillo oscuro, y los tarros de mermelada Tiptree Little Scarlet Cooper's Vintage Oxford, así como la miel de helecho noruego. Como de costumbre, el desayuno era su comida favorita, que convertía en un verdadero placer siempre que estaba en casa. Aparte de dar alguna que otra señal de su presencia, Bond hizo caso omiso de May, que volvió a su cocina riéndose interiormente de la mala costumbre de su pupilo de volver a altas horas de la madrugada para levantarse a la mañana siguiente con un horroroso dolor de cabeza. Porque la noche anterior Bond había llegado muy tarde. Después de haber visto el impresionante vídeo con el asesinato de lord Mills, se había trazado el primer esquema de lo que haría para localizar a los Humildes y a su guru. Luego asistió a la entrevista con Wolkovsky, ya que M había insistido en que también estuviera presente, lo que producía siempre una situación difícil. Porque Bond estaba en muy buenas relaciones con David Wolkovsky, mientras que el miembro de la CIA era insoportable para M.
La reunión fue muy fría y M presentó una queja formal concerniente a la señorita Horner, agente encubierto de la Oficina de Impuestos de Estados Unidos, al tomar parte en una operación no autorizada dentro de territorio británico. M adoptó un aire de gran rigidez, mientras Wolkovsky intentaba mostrarse relajado y natural.
– Señor, permítame decirle que nada tengo que ver con una operación montada por la Oficina en este país. Está usted dando palos de ciego. Si existe alguna queja formal, deberá presentarla a través de nuestro embajador en la Corte de St. James, y no de mí.
– Creo que vale más ahorrarse esa gestión -indicó M sin dejarse convencer.
– Magnífico, señor. Se evitará un enorme papeleo.
– ¡Al diablo con los papeles, Wolkovsky! Los conozco a ustedes bien y sé que puede contactar con la Oficina en Estados Unidos en sólo dos minutos si considera que el asunto vale la pena.
Wolkovsky extendió las manos.
– ¿Es eso lo que quiere que haga?
Luego de una larga pausa, M respondió:
– Sí. -Otro silencio-. En cuanto a ese canallesco ataque terrorista…
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