John Gardner - Scorpius
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Se volvió otra vez y cerró el ojo como un príncipe que diera por terminada su audiencia.
Bond apagó el magnetófono, hizo una seña con la cabeza a Orson y al otro individuo y salió del cuarto. A mitad del camino por el corredor oyó pasos apresurados tras él. Era Orson que le hacía señales para que se parara.
– Malas noticias, señor.
– ¿Qué hay?
– El viejo lord Mills.
– ¿Qué le pasa a lord Mills?
Todo el mundo en el país conocía y estimaba a lord Mills, fueran cuales fueran las diversas convicciones políticas. Lord Mills de Bromfield, antiguamente el señor Samuel Mills, había sido dos veces primer ministro. Era muy duro en sus críticas, incluso contra su propio partido si llegaba el caso. Su sabiduría y su carisma seguían conmoviendo a auditorios extensos aun cuando hubieran alcanzado ya la elevada edad de ochenta y siete años.
– ¿Qué pasa con lord Mills? -repitió Bond.
– Acabo de enterarme: ha sido asesinado.
– ¿Cómo?
– Y otras quince personas han muerto también. Me parece que ha sido una bomba.
– ¿Cómo? ¿Cuándo?
– Estaba en camino hacia un acto electoral en el West Country. Se paró en Glastonbury para estirar las piernas y charlar con unas cuantas personas que se habían reunido allí.
– ¿De modo que ha ocurrido en Glastonbury?
– Sí; ha sido terrible. Una verdadera carnicería.
Bond echó a correr hacia los ascensores repitiéndose el nombre de Glastonbury. Estaba claro que los Humildes habían llegado hasta el rey Arturo. La pequeña población de Glastonbury, con su gran montículo rocoso rematado por una torre, albergaba las ruinas de la abadía en la que se conservaba el arbusto espinoso que, según creencia popular, había brotado del bastón de José de Arimatea, el hombre en cuyo huerto creían los cristianos que había sido enterrado Jesucristo y desde donde resucitó. Era aquél el lugar que muchos estudiosos del tema de Arturo identificaban como la legendaria Avalón, en cuya abadía estaba enterrado el propio rey. Tuvo que ser allí precisamente donde el bienamado lord Mills muriera asesinado junto con otros varios inocentes. Conforme bajaba en el ascensor, Bond se sentía trastornado y como entumecido. ¿La sangre de los padres? ¿La inmensa rueda de la venganza? Los Humildes habían ido a donde estaba el rey Arturo para matar violenta y vengativamente.
10. En busca de los diablos
«Se hace difícil describir la carnicería que ha ocurrido aquí, en lo que antes era la plaza del mercado de esta tranquila y pacífica ciudad del West Country. La policía y los servicios de socorro están aún inspeccionando los destrozos, y en el momento actual la lista de bajas asciende a treinta heridos, diez de ellos graves, y a veinte muertos, entre los que desde luego se incluye a lord Mills. El primer ministro ha aplazado una reunión electoral que debía tener lugar esta noche con el fin de trasladarse aquí a Glastonbury y visitar después a lady Mills.
»Lord Mills inició su larga carrera política en 1920 al presentarse por vez primera al Parlamento y ser elegido miembro por…»
Bond apagó violentamente la radio del coche, poniéndola otra vez en onda corta y apretó el botón que daba paso a la frecuencia de escucha. Conducía con cuanta rapidez le era posible por entre el tráfico vespertino, mientras un centenar de preguntas se atropellaban en su mente.
Inevitablemente todo lo llevaba de nuevo a los inicios del caso. A la muerte de la joven Emma Dupré y a cuanto vino después. Enormes signos de interrogación gravitaban sobre muchas cosas, sin olvidar a los vehículos que le habían venido siguiendo cuando Pearly lo trajo desde Heresford. Alguien debió de saber exactamente dónde se encontraba, del mismo modo que alguien supo también cómo se había llevado a Harriett al refugio de Kilburn Priory, que a partir de entonces habla dejado de ser secreto.
Se preguntó si sería Pearly. Desde luego podía haber revelado a alguien el viaje a Londres, pero ¿qué habría sacado con ello? Había sido un trayecto plagado de peligros, tanto para el sargento como para él mismo. En cuanto a Harriett y el refugio secreto tendría que comprobar si Pearly encajaba en el esquema…; es decir, si conocía la existencia de la casa, la de Harriett y el hecho de que la joven se guareciera allí.
Esto último le pareció improbable. Sólo unas cuantas personas lo sabían, y si es que se habían valido de un agente infiltrado -no quería llamarle espía-, esa persona debería ser alguien muy concreto. Porque hubiera tenido que enterarse de lo del viaje desde Hereford y también dónde había sido alojada Harriett. Y a su modo de ver, los únicos que encajaban en ello eran M, Bill Tanner, la señorita Moneypenny y él mismo. ¿Y David Wolkovsky? Estuvo dudando. El agente de la CIA en Londres casi nunca se perdía nada. Podía ser posible. Pero Bond siguió dudando de ello.
Se las arregló para alejar de su mente otros pensamientos perturbadores, como el horror de Glastonbury y el hecho innegable de que por lo menos dos personas sabían que el hecho iba a suceder, aun cuando en el caso de Trilby Shrivenham la idea sólo se alojara en lo más profundo de su subconsciente. Bond no dudaba en absoluto de que el autor de aquella atrocidad era el padre Valentine Vladimir Scorpius, a través de la Sociedad de los Humildes. En cuanto al motivo, tratábase de otra cuestión.
La sede central parecía puesta en pie de guerra. M, sentado tras su mesa, tenía la cara tensa y la mirada triste y fatigada como la de un hombre a punto de sufrir un ataque de nervios. Estaban esperando que los informes más recientes llegaran desde Glastonbury en la región de suaves colinas que forma la región de Somerset.
– ¿Está usted totalmente seguro de que nadie le siguió cuando trasladó a esa chica al refugio de Kilburn? -preguntó M por enésima vez.
– Totalmente, señor. Ya se lo he dicho. Me declaro culpable de haber llevado a la señorita Horner a Kilburn sin autorización. De actuar primero y de pedir permiso después. Pero me sentía muy preocupado por su seguridad.
Estaba convencido de haber obrado bien, pero sabia que en su oficio nada es totalmente cierto y como decía aquel viejo proverbio italiano: «El que más sabe menos cree.»
– ¡Hum! -gruñó M-. Le he dicho a Wolkovsky que venga otra vez desde Grosvenor Square -anunció casi como si hablara consigo mismo-. Hasta aquí parece que su señorita Horner es lo que nos ha dicho y persona de confianza. Pero hay algunos detalles que me siguen preocupando.
– Dos de ellos me preocupan también a mí, señor.
Bond no había explicado todavía a su superior lo de Trilby y el miembro superviviente del asalto a la casa en Kilburn.
Estaba a punto de poner en marcha el magnetófono cuando entró Bill Tanner utilizando su puerta particular.
– Dentro de dos minutos darán información completa y detallada por todos los canales.
Atravesó la habitación hacia el pequeño televisor portátil que había sido instalado en el despacho. La cuestión debía ser grave para que hubiera allí un televisor porque M mostraba una gran aversión hacia dicho medio. Lo mismo le pasaba con las computadoras, pero éstas le habían sido impuestas por la fuerza, lo que no ocurría con la televisión.
Las escenas que aparecieron en la pantalla mientras iba informando detalladamente de los daños causados por la bomba eran espeluznantes. La zona alrededor del mercado de Glastonbury estaba tan destrozada como si una gigantesca máquina demoledora hubiera excavado un cráter en medio de la carretera. Veíanse por doquier grotescas piezas retorcidas de metal que antes fueron vehículos. Algunas de las viejas casas tenían sus fachadas derruidas, mientras otras habían escapado con sólo desperfectos en las ventanas. Los explosivos no conocen las leyes naturales en un espacio abierto. Una persona puede encontrarse próxima al centro del desastre y o bien resultar hecha pedazos o sobrevivir aunque quede sorda y desnuda. Una explosión puede arrancar las ventanas de una casa dejando intacto el resto, mientras la estructura vecina se desploma.
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