John Gardner - Scorpius
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– ¿A dónde vamos a ir, James? -Se acercó tanto a Bond que éste pudo percibir otra vez el olor de su pelo. Pero ahora toda traza de cordita había desaparecido, quedando reemplazada por algo mucho más fragante. Se preguntó en silencio de dónde habría sacado aquel perfume.
– En primer lugar, lo mejor será que el hombre que va a trabajar con nosotros nos lleve a efectuar un recorrido turístico por el último lugar que los Humildes utilizaron como domicilio. Está en Berkshire, cerca de Pangbourne.
– De acuerdo.
Su voz sonaba entrecortada y de repente la al parecer imperturbable señorita Horner apretó la cara contra el hombro de él y empezó a llorar, estrechándolo con fuerza.
Casi sin darse cuenta, Bond la atrajo hacia él y enseguida notó cómo su cuerpo reaccionaba ante la presión de aquellos senos y de aquellos muslos. Le dio unos golpecitos cariñosos en la espalda al tiempo que murmuraba en su oído:
– ¡Vamos, vamos, Harriett! ¿Qué le pasa? ¡Harriett!, ¿a qué viene todo esto?
Sin dejar de sollozar, ella lo arrastró hacia el sofá de color granate. Seguía pegada a Bond mientras él se sentía como un imbécil emitiendo susurros distantes.
Finalmente, a los diez o quince minutos, Harriett pareció recobrar la calma y, apartándose de Bond, tragó saliva varias veces al tiempo que se secaba los ojos con el dorso de la mano.
– Lo siento, James -lamentó con un hilo de voz.
Bond se dijo que aquella joven estaba profundamente trastornada o era una buena actriz. Tenía la cara enrojecida y el maquillaje de los ojos le corría por las mejillas en negros y sinuosos manchurrones. Su nariz estaba también húmeda y encarnada. Se levantó y entró en el dormitorio para volver de allí provista de una caja de pañuelos de papel con los que empezó a limpiarse la cara.
Bond se sentía perplejo. Por regla general no le gustaban las mujeres llorando, pero sin saber por qué aquel caso parecía distinto. Una vez más se preguntó el motivo.
En las mejillas de Harriett aparecieron dos círculos brillantes y sus pupilas relampaguearon coléricas a través de las lágrimas.
– ¿A qué cree que viene todo esto, James? -Sus palabras fueron acompañadas de otro sollozo-. ¿Cuál le parece el motivo?
– Ha sido un día muy duro realmente…
Ella dejó escapar una leve risita burlona que se desintegró en un sollozo.
– Lo dice usted muy finamente. En realidad soy una espía muy bien adiestrada. He tardado semanas, y aun meses, para entrar en contacto con los Humildes. Pero ahora, de pronto, por vez primera en mi vida me he enfrentado a la violencia y a la muerte… y no sólo una vez, sino dos. ¿Se da cuenta de lo que eso significa…?
– No quiero ser duro con usted, Harriett, pero se trata de algo que…
– ¡De algo con lo que tendré que aprender a vivir! Eso es lo que nos dicen durante el adiestramiento, pero honradamente no sé si lo voy a conseguir. -Aspiró el aire con fuerza, estremeciéndose-. Ese hombre…, Hathaway… ¿Lo… lo maté, James?
– La han adiestrado muy bien, Harriett. Se trataba de usted o de él…, o de mí, para el caso. E hizo exactamente lo que cualquier otra persona en su caso habría hecho.
– ¿Lo maté? -Ahora sus lágrimas quedaban reemplazadas por algo distinto: ¿Cólera? ¿Remordimiento? Bond había visto ya aquella expresión en otras ocasiones, pero siempre en hombres, no en mujeres.
– Sí -le contestó con firmeza, dando a su voz un leve tono de crueldad-. Lo mató, Harriett, igual que hubiera hecho cualquiera que se dedique a lo mismo que usted. Lo mató, y si quiere continuar viviendo en este ambiente tendrá que olvidar ese episodio; borrarlo de su mente, ya que de lo contrario la próxima vez será usted la que quede tendida en una losa del depósito de cadáveres. Olvídelo -repitió.
– ¿Cómo? -casi gritó ella.
Bond estuvo pensando unos segundos. Luego le contestó:
– Antes mencionó usted el modo en que la Oficina de Impuestos apresó cierta vez a Al Capone. Pues bien, se cuenta algo de aquella época que quizá ayude a hacerla comprender. Aquella gente, los de la vieja banda, eran unos asesinos despiadados. En nuestro asunto, esa actitud es también la que cuenta. El famoso Bugsy Malone asesino, dueño de varias casas de juego y de todo lo que usted quiera, cierta vez se volvió hacia alguien que le molestaba en público y pronunció las palabras más estremecedoras que pueda imaginar. Le dijo: «Dese por muerto.» Y en efecto, a aquel hombre no se le volvió a ver jamas. Harriett, en episodios como los de hoy tiene que mostrar esa misma frialdad. Decir a Hathaway «Dese por muerto.» Y mátelo también en su recuerdo.
Ella lo miró. Su cara estaba enrojecida y poco atractiva después de su llanto. Los minutos discurrían lentamente. De pronto volvió a aspirar el aire con fuerza.
– Tiene razón, James. Sí que la tiene. Se trata sólo…, bueno, de que al ser la primera vez me ha afectado mucho.
– Pues recupere la calma, Harriett, porque de lo contrario voy a hacer que la tengan encerrada en la oficina o que la devuelvan a Washington. Hemos de trabajar juntos y no puedo permitirme incertidumbres ni sentimentalismos.
Ella hizo una breve señal de asentimiento.
– Todo irá bien. Gracias, James.
Se aproximó a él y lo besó en plena boca pasándole la fina y húmeda lengua por los labios y las encías. Una vez más, James se hizo atrás. Pensó que sería muy fácil caer en brazos de aquella mujer, pero hasta que estuviera seguro de su comportamiento, el riesgo a correr era demasiado grande.
– Harriett, lo siento pero tengo que marcharme.
Ella hizo una señal de asentimiento mientras le dirigía una sonrisa llorosa.
– Todo irá bien -repitió-. Lo siento. ¡Ah! Mis amigos me llaman Harry.
Él la miró como si quisiera infundirle confianza, seguridad y calor.
– El sol, la luna y Harry, ¿eh? Muy tentador.
– Quédate, James, por favor.
– No; tengo trabajo. Tú necesitas descansar. Veamos lo que pasa cuando hayamos profundizado un poco más en este asunto, Harry. ¿No te parece?
Ella hizo un ligero mohín y luego le sonrió.
Convinieron en que la recogería por la mañana diez minutos después de la hora en que había quedado para encontrarse con Pearlman. Luego la tomó en sus brazos, la apretó con fuerza contra sí como para consolarla y la besó en ambas mejillas.
– ¡Okey , Harry! Buenas noches. Que duermas bien y no tengas pesadillas.
– Lo intentaré.
– Entonces, hasta mañana.
– Sí, mañana será otro día. El recorrido hasta Pangbourne nos parecerá un paseo agradable después de estas últimas veinticuatro horas. Hasta luego, James.
Al salir del edificio, Bond distinguió la furgoneta solitaria que se hallaba al final de la calle, y también pudo ver cómo uno de los miembros de la patrulla salía del portal de una casa para hacer acto de presencia. Todo el estaba en su sitio.
Cuando ponía el coche en marcha, Bond se dijo que su confianza en Harriett Horner era equivalente a la que sentía por Pearly Pearlman. Es decir: no representaba gran cosa. Sonrió al pensar que su primera visita al día siguiente no iba a ser a Manderson Hall, Pangbourne. Porque se había elaborado unos planes mucho más complejos y sería interesante averiguar si alguien soplaba la noticia de su proyectada visita a Pangbourne.
Ahora, conforme se preparaba para la jornada, seguro dentro del pequeño castillo que era su morada, empezó a ponderar los pros y los contras de la situación.
Al llegar al piso después de la una de la madrugada, se dijo que lo mejor era dejar la mente en blanco y permitir que la compleja computadora de su subconsciente actuara mientras él dormía. Con frecuencia aquello le parecía el procedimiento ideal para resolver un problema o aclarar cualquier pequeña inconsistencia que se hubiera despertado en su cerebro durante la jornada. Pero en esta ocasión el sueño no le había aportado ninguna respuesta satisfactoria.
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