Steve Berry - La conexión Alejandría

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La legendaria biblioteca desaparecida esconde el futuro de tres religiones.
Fundada en el siglo III a.C., la biblioteca de Alejandría era la mayor fuente de conocimiento del mundo entero. Pero hace 1.500 años desapareció entre el mito y la leyenda sin dejar rastro arqueológico alguno. Su saber ha sido desde entonces codiciado por académicos, buscadores de tesoros y aquellos que creen que sus secretos esconden la llave del poder. Cotton Malone, el ya célebre agente del gobierno norteamericano, vive retirado en Copenhague, donde regenta una librería de segunda mano. Pero su tranquila vida se ve truncada de repente: su hijo es secuestrado y alguien prende fuego a la librería. Cotton Malone tiene una valiosa información capaz de revelar los secretos de la desaparecida biblioteca de Alejandría, y alguien parece dispuesto a cualquier cosa para conseguirla.

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– ¿Quién es?

– Un abogado que trabaja para otro bufete. Es un socio importante.

– ¿Cuánto hace que sois pareja? -Sonó como si le importara, pero no era así.

– Unos meses. Vamos, ¿cómo iba a saber él que pasaría todo esto? Me regaló el reloj hace semanas.

Él quería creerla, pero no era la primera vez que utilizaban a la esposa de un agente. Cogió el teléfono y se puso en contacto con Atlanta, con el Magellan Billet. Le dijo a la voz del otro extremo quién era y qué quería, y le pidieron que esperara. A los dos minutos una voz de hombre le dijo:

– Cotton, soy Brent Green. Me han pasado su llamada.

– Necesito hablar con Stephanie.

– No se encuentra disponible. Esto está bastante revuelto. Tendrá que hablar conmigo.

– ¿Qué hace el fiscal general metido en los asuntos del Billet? Suele mantenerse al margen.

– Es complicado, Cotton. Stephanie ha sido relevada de su cargo, y ambos estamos en medio de una batalla.

A Malone no le sorprendió.

– Y tiene que ver con lo que yo ando haciendo aquí.

– Exactamente. Alguien de la Administración puso en peligro a su hijo.

– ¿Quién?

– No estamos seguros, eso es lo que intenta averiguar Stephanie. ¿Puede decirme qué está pasando ahí?

– Lo pasamos en grande, una fiesta tras otra. Lisboa es un desmadre.

– ¿Tiene alguna razón para ser sarcástico?

– Se me ocurre un montón, pero quiero que haga algo: investigar a un tipo llamado James McCollum. Afirma haber estado en el Ejército, fuerzas especiales. -Le dio a Green una descripción física-. Necesito saber si existe, y su historial. -Mientras efectuaba la petición miraba fijamente a McCollum, pero éste ni se inmutó-. ¿Qué pasa con Stephanie?

– Tardaría demasiado en explicárselo, pero tenemos que saber qué está haciendo. Eso podría ayudarla.

– No sabía que le preocupara tanto.

– No acierto a entender por qué todo el mundo cree que esa mujer me cae mal. A decir verdad tiene muchos puntos fuertes. Sin embargo en este momento se encuentra en apuros. Llevo varias horas sin saber nada de ella ni de la señorita Vitt.

– ¿Cassiopeia está ahí?

– Con Stephanie. La envió su amigo, Henrik Thorvaldsen.

Green tenía razón. Aquello estaba muy revuelto.

– También tengo un problema con mi ex mujer. Por lo visto, los israelíes la han estado siguiendo.

– Lo sabemos. Un tipo al que veía en Atlanta era simpatizante de los israelíes. El Mosad le pidió que le diera unas cosas: un reloj, un guardapelo, un anillo ostentoso. Todos localizables por GPS. Siempre podía llevar algo de eso encima.

– Lo que significa que los israelíes sabían lo que le pasaría a mi hijo, así que se prepararon para aprovechar el movimiento.

– Es una conclusión acertada. ¿Sigue intacta la Conexión Alejandría?

– No sabía que estuviese al tanto de eso.

– Ahora lo estoy.

– Los israelíes se ocuparon de ella ayer, de una vez por todas, y hace un rato estuvieron a punto de acabar con nosotros. -Ahora sí que necesitaba pensar-. Debo irme. ¿Tiene un número al que pueda llamarle directamente? -Green se lo dio-. No se mueva, le llamaré en breve.

– Cotton -dijo Green-. Ese abogado al que veía su ex ha muerto. Le pegaron un tiro hace unos días. El Mosad limpió su rastro.

Él captó el mensaje.

– Yo la vigilaría de cerca -le advirtió el fiscal-. También es un cabo suelto.

– O algo más.

– En cualquier caso es un problema.

Malone colgó, y Pam lo miró con fijeza.

– Tu amante ha muerto. Israel se encargó de él. Colaboraba con ellos.

La conmoción le descompuso el rostro, pero a él le importó un bledo. Aquel hombre había contribuido a poner en peligro a Gary.

– Es lo que pasa cuando tienes de mascota a una serpiente de cascabel. Me preguntaba cómo nos localizaron en el hotel en Londres. Es imposible que nos siguieran desde el apartamento de Haddad.

Él vio lo afectada que estaba Pam, pero no había tiempo para atender a sus sentimientos. Preocuparse por las cosas sin solución podía acarrear la muerte. Se encaró con McCollum:

– Ya me ha oído. Le estoy investigando.

– ¿Ha terminado con el teatrillo? Recuerde que aún tengo el resto del texto de la búsqueda, y no sabemos adonde ir desde aquí.

– ¿Quién lo dice? -Sacó la foto que había arrancado del libro de la tienda de regalos y la desplegó-. «Encuentra el lugar de la dirección sin lugar, donde se encuentra otro lugar.» Vale, hemos dado con el sitio donde la plata se convierte en oro. ¿Qué tiene una dirección pero no un lugar? -Señaló el computador-. Montones de direcciones y ningún lugar asociado a ellas. Direcciones web. -Se sentó ante el aparato-. Los Guardianes debían tener una manera de controlar las pistas. No me parecen de los que sueltan algo y lo dejan ahí sin más. Cuando un invitado o un extraño hubiese llegado hasta aquí tendrían que contar con una forma de detener la búsqueda si lo deseaban. ¿Qué mejor modo que depositar las pistas finales en un sitio web que pudiesen controlar?

Tecleó «belém.com», pero lo dirigieron a un sitio comercial lleno de propaganda. Probó con «belém.net» y se encontró con más de lo mismo. Después escribió «belém.org», y la pantalla se volvió blanca y en ella apareció una pregunta en letras negras:

«¿Qué buscas?»

El cursor parpadeaba bajo la pregunta, sobre una línea negra destinada a la respuesta. Malone puso: «la biblioteca de Alejandría». La pantalla titiló y cambió.

«¿Nada más?»

Él escribió lo que pensaba que querrían oír;

«Conocimiento.»

La pantalla volvió a cambiar.

«28° 41’25” N»

«33° 38’ 26” E»

Malone sabía lo que representaban esos números: «Encuentra el lugar de la dirección sin lugar, donde se encuentra otro lugar.»

– Éste es el otro lugar.

– Coordenadas de GPS -apuntó McCollum.

Él coincidía, pero tenía que ubicarlas sobre el terreno, de manera que encontró un sitio web de mapas e introdujo las coordenadas.

A los pocos segundos apareció un mapa.

Él reconoció la forma en el acto: un triángulo isósceles invertido, una cuña que separaba África de Asia, hogar de una combinación única de montañas y desiertos rodeados por el estrecho golfo de Suez al oeste; el golfo de Aqaba, más estrecho aún, al este; y el mar Rojo al sur: el Sinaí.

Las coordenadas del GPS identificaban un lugar en la región más meridional, en las montañas, cerca del vértice del triángulo invertido.

– Creo que hemos dado con el sitio.

– Y ¿cómo pretende llegar hasta allí? -le planteó McCollum-. Es territorio egipcio, patrullado por Naciones Unidas, cercano a Israel.

Malone echó mano del teléfono.

– No creo que sea un problema.

CUARTA PARTE

57

Viena

22:30

Thorvaldsen estaba sentado en el gran salón del ch â teau , pendiente del desarrollo de la asamblea de invierno de la Orden. Él, al igual que los otros miembros, ocupaba una antigua silla dorada. Se encontraban alineados en filas de ocho, el Círculo de cara a ellos, Alfred Hermann en la silla central, sobre ella una seda azul. Todo el mundo parecía tener muchas ganas de hablar, y la discusión no había tardado en centrarse en Oriente Próximo y lo que el comité político había propuesto la primavera anterior. Entonces los planes sólo eran provisionales, pero ahora las cosas habían cambiado. Y no todo el mundo estaba de acuerdo.

Lo cierto es que había más disconformidad de la que esperaba Alfred Hermann. La Silla Azul ya había intervenido dos veces en el debate, lo cual era poco común. Thorvaldsen sabía que, por regla general, Hermann permanecía en silencio.

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