Steve Berry - La conexión Alejandría

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La legendaria biblioteca desaparecida esconde el futuro de tres religiones.
Fundada en el siglo III a.C., la biblioteca de Alejandría era la mayor fuente de conocimiento del mundo entero. Pero hace 1.500 años desapareció entre el mito y la leyenda sin dejar rastro arqueológico alguno. Su saber ha sido desde entonces codiciado por académicos, buscadores de tesoros y aquellos que creen que sus secretos esconden la llave del poder. Cotton Malone, el ya célebre agente del gobierno norteamericano, vive retirado en Copenhague, donde regenta una librería de segunda mano. Pero su tranquila vida se ve truncada de repente: su hijo es secuestrado y alguien prende fuego a la librería. Cotton Malone tiene una valiosa información capaz de revelar los secretos de la desaparecida biblioteca de Alejandría, y alguien parece dispuesto a cualquier cosa para conseguirla.

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Los dos pistoleros surgieron de un arco que se hallaba a unos treinta metros y empezaron a disparar.

Por el claustro resonaron unos ruidos semejantes a los que hacen los globos al reventar.

Malone se agachó, empujando a Pam consigo. Se sirvió del ángulo que le ofrecía la arquitectura del claustro para cubrirse.

– Vayan por ahí -propuso McCollum-. Yo los mantendré ocupados.

Un banco de piedra recorría el perímetro exterior, uniendo los arcos y formando como una balaustrada. Agazapados, Malone y Pam echaron a correr. McCollum ya estaba disparando a los dos tiradores.

Las balas silbaban y rebotaban en la piedra, unas detrás, otras delante. Malone comprendió lo que estaba pasando: sus sombras, proyectadas por las luces que iluminaban tenuemente la galería, los delataban. Agarró a Pam, se detuvo y se pegó al suelo. Después abrió fuego y se cargó las luces de tres balazos.

Ahora la oscuridad los envolvía.

McCollum había dejado de disparar.

Y los pistoleros también.

A una señal de Malone, ambos reanudaron la marcha, aún agachados, protegiéndose con los arcos, la tracería y el banco de piedra.

Llegaron al extremo de la galería.

Delante, a su derecha, se extendía la siguiente galería. No había puertas. Al fondo se veía una pared, y justo a su izquierda se alzaban otras puertas de cristal, una abierta de par en par, como invitándolos a entrar. Un letrero informaba de que se trataba del refectorio.

Hizo un gesto y entraron.

Tres golpes sordos acribillaron el cristal. Ni una sola lo atravesó: los cristales también eran blindados. Loado fuera el que había elegido las puertas.

– Cotton, tenemos un problema -anunció Pam.

Él escrutó el refectorio: en medio de una oscuridad quebrada únicamente por las tenues luces que se colaban por las ventanas vio un amplio rectángulo coronado por un techo nervado, parecido al de la iglesia. Una cornisa baja de piedra ceñía la estancia, y debajo discurría un vistoso mosaico de azulejos. No había ninguna puerta, y las ventanas se hallaban a tres metros de altura: imposible llegar hasta ellas.

Sólo entrevió dos aberturas.

Una estaba al fondo, y cuando corrió los quince metros que lo separaban de ella constató que en su día tal vez había sido una chimenea, pero ahora tan sólo era un hueco decorativo.

La otra era más pequeña, de alrededor de un metro veinte por un metro y medio, y daba a un cuartucho. El refectorio había sido el comedor de la abadía, así que quizá fuese allí donde se preparaba la comida.

Pam estaba en lo cierto: tenían un problema.

– Súbete ahí -le ordenó él.

Ella no discutió, y se acomodó como pudo en una repisa adosada al muro.

– Debo de haber perdido el juicio para estar aquí.

– Es un poco tarde para darse cuenta.

Malone tenía la vista fija en las puertas que daban a la galería superior. Una sombra aumentó de tamaño. Vio que Pam se encontraba a salvo en el hueco y él se subió a la repisa, pegando la espalda a la oquedad todo lo posible.

– ¿Qué vas a hacer? -le preguntó ella al oído.

– Lo que debo.

McCollum vio que los hombres se dividían: uno fue en pos de Malone y el otro se metió en el arco por el que se volvía a la iglesia. Decidió que estaría mejor en terreno elevado, así que avanzó con cautela hacia la misma puerta, con la esperanza de que llevara al coro alto, donde antes se hallaban Malone y su ex mujer.

Le gustaba la caza, sobre todo cuando la presa suponía un desafío. Se preguntó quiénes serían esos tipos. ¿Israelíes, como pensaba Malone? Tenía sentido. Sabía por Jonah que habían enviado a unos ejecutores a Londres, pero a George Haddad ya lo habían despachado. Había oído el encuentro en la cinta, y Malone se lo había confirmado. Entonces ¿qué hacían allí los israelíes? ¿Iban por él? poco probable. Pero, si no iban por él, ¿por quién iban?

Dio con la puerta y entró.

A su izquierda, la escalera bajaba a la iglesia. En la negrura oyó pasos, debajo.

Se metió en el coro, se paró donde la balaustrada confluía con el muro de piedra y miró abajo con cuidado. En la fachada sur de la iglesia las altas ventanas resplandecían con la luz del exterior. La figura ennegrecida de un hombre con un arma en la mano avanzaba por el pasillo que formaban los bancos. Caminaba hacia el coro bajo.

McCollum hizo dos disparos.

Los ahogados estallidos retumbaron en la cavernosa nave. Uno acertó, y el hombre pegó un grito, se tambaleó y se dio contra un banco. McCollum apuntó de nuevo, lo que no era fácil en la penumbra, y con dos disparos más el hombre cayó al suelo.

No estaba mal.

Se desprendió del cargador y lo sustituyó por otro que se sacó del bolsillo.

Dio media vuelta para marcharse. Era hora de dar con Malone.

Ante sus narices apareció un arma.

– Tire la pistola -le ordenó una voz en inglés.

Él vaciló e intentó encontrarle un rostro a la voz, pero la oscuridad sólo le reveló una sombra. Entonces cayó en la cuenta de que el tipo llevaba una capucha. El frío aguijonazo del cañón de otra arma se clavó en su cuello.

Dos problemas.

– Por última vez, tire el arma -insistió el primero.

No tenía elección. Dejó caer su arma ruidosamente al suelo.

La pistola que le apuntaba a la cara bajó, y acto seguido algo giró en el aire y se estrelló contra su cabeza. Antes de que su cerebro registrara algún atisbo de dolor el mundo enmudeció.

55

Malone empuñó la automática y se dispuso a esperar. Se arriesgó a asomar la cabeza por el hueco en el que se ocultaban él y Pam.

La sombra seguía aumentando de tamaño a medida que se acercaba el pistolero.

Él se preguntó si su atacante sabría que por allí no había salida. Supuso que no. De lo contrario, no estaría ahí. Lo más sencillo era aguardar en la galería. Sin embargo había aprendido hacía tiempo que a muchos de quienes se ganaban la vida matando los perdía la impaciencia. Querían hacer el trabajo y largarse. Esperar sólo incrementaba las posibilidades de error.

Pam respiraba con dificultad, cosa que él comprendía perfectamente. Él también estaba jadeando. Se dijo que se calmara. «Piensa, estate preparado.»

La sombra ahora se extendía por la pared del refectorio. El arma en ristre.

Su visión inicial fue la de una estancia oscura y vacía desprovista de mobiliario. La oquedad del fondo llamaría su atención de inmediato, seguida del otro hueco de la pared. Pero Malone no esperó: salió de su escondrijo y disparó.

La bala pasó rozando su blanco y rebotó en el muro. El tirador pareció aturdido un instante, pero se recuperó deprisa y apunto con su arma a Malone. En ese mismo instante pareció darse cuenta de que quedaba expuesto.

Iba a ser un duelo.

Malone hizo fuego de nuevo y el proyectil acertó al hombre en el muslo.

El pistolero profirió un grito de dolor, pero no cayó al suelo.

Malone le hundió una tercera bala en el pecho, y el pistolero se tambaleó y se desplomó de espaldas.

– Es usted difícil de matar, Malone -dijo una voz al otro lado de la entrada.

Reconoció la voz: Adán, del apartamento de Haddad. Sí, eran israelíes. Pero ¿cómo habían dado con él?

Oyó pasos que se alejaban.

Titubeó y a continuación corrió hacia la entrada con la intención de terminar lo que había empezado en Londres.

Se detuvo y echó un vistazo.

– Por aquí, Malone -lo invitó Adán.

El aludido observó el claustro. En el otro extremo estaba Adán, bajo uno de los arcos. Su rostro era inconfundible.

– Es un buen tirador, pero no tanto. Ahora sólo estamos usted y yo.

Malone vio que Adán desaparecía por la puerta que bajaba a la iglesia.

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