Entonces dio con un pasaje interesante:
Al parecer un extraño fenómeno ocurre en ciertos momentos del año, cuando los rayos del sol inciden de manera extraordinaria en la iglesia. Durante veinte días antes del equinoccio de primavera y treinta días después del equinoccio de otoño, desde la hora de vísperas hasta el ocaso, los dorados rayos solares, que entran por el oeste y salvan una distancia de 450 pasos, atraviesan en línea recta el coro y la iglesia, y llegan hasta el sagrario, convirtiendo la plata en oro. Uno de los párrocos de Belém, gran estudioso de la historia, observó hace tiempo que «el sol parece pedirle a su Creador permiso para ausentarse de tan ilustre cometido unas cuantas horas de la noche, prometiendo volver de nuevo y brillar al amanecer».
Malone les leyó el párrafo y dijo:
– Por lo visto los Guardianes están bien informados.
– Y calculan bien -apuntó Pam-: Han pasado dos semanas desde el equinoccio de otoño.
Malone arrancó la foto del libro y pensó en el resto de la pista:
– «Encuentra el lugar de la dirección sin lugar, donde se encuentra otro lugar.» Es lo siguiente. Y más complicado.
– Cotton, seguro que ya has visto la relación.
Así era, y le satisfizo ver que el cerebro de Pam también estaba en funcionamiento.
– «Donde un astro que retrocede halla una rosa, atraviesa una cruz de madera y convierte la plata en oro. Encuentra el lugar.» -Ella señaló la imagen del libro-. La puerta del sagrario, Belém, la Natividad. Recuerda lo que leímos esta tarde en Londres. Y ¿qué escribió Haddad? «Los grandes viajes a menudo comienzan con una epifanía.»
– Creo que vas a llegar al final -observó Malone.
Entonces se oyó ruido de cristales rotos, a lo lejos.
– Viene del claustro -aseguró McCollum.
Malone fue directo al interruptor y apagó los halógenos. La oscuridad volvió a engullirlos, y sus ojos necesitaron un instante para adaptarse.
Más estrépito.
Malone se deslizó hasta la puerta abierta y determinó la procedencia del sonido: el extremo más alejado del claustro, en diagonal, abajo.
Vio movimiento en la penumbra y divisó a tres hombres que salían de otras puertas de cristal.
Cada uno de ellos con un arma.
Se desplegaron en abanico por la galería inferior.
Washington, DC
14:45
Stephanie le entregó al empleado la entrada y pasó al Museo Nacional del Aire y el Espacio. Green no las había acompañado, ya que la presencia del fiscal general en un lugar público no habría pasado inadvertida. Stephanie había elegido ese sitio por las numerosas paredes transparentes del edificio, su fama de ser el museo más visitado del mundo, la abundancia de personal de seguridad y los detectores de metal. Dudaba que a esas alturas Daley fuera a recurrir a algo oficial que pudiera suscitar preguntas embarazosas, pero podía llevarse a Heather Dixon y a los amigos árabes de ésta.
Se abrieron paso entre la multitud y echaron un vistazo al interior del museo: unas tres manzanas de acero, mármol y cristal. Con más de treinta metros, los techos eran vertiginosos, lo cual creaba un efecto hangar. Allí se exhibía la historia de la aeronáutica, desde el vuelo de los hermanos Wright hasta la nave espacial Apollo 11 pasando por el Spirit of St. Louis, de Lindbergh.
– Hay un montón de gente -comentó Cassiopeia.
Dejaron atrás un cine IMAX ante el cual había una larga cola y entraron en el concurrido Salón del Espacio. Daley se hallaba cerca de un módulo lunar de tamaño real, similar a una araña, que se exponía como había estado en la Luna, con un astronauta en equilibrio sobre la escalerilla de descenso.
Daley parecía tranquilo, considerando las circunstancias. Ni un solo cabello fuera de sitio gracias a su gel fijador.
– Otra vez con ropa -dijo ella al aproximarse.
– Te subestimé, Stephanie. Un error que no volveré a cometer.
– ¿Te has dejado en casa a tus escoltas?
Stephanie sabía que Daley rara vez iba a alguna parte sin guardaespaldas.
– A todos menos a uno.
Hizo un gesto y ella y Cassiopeia se volvieron. Heather Dixon apareció por el otro extremo.
– No hay trato, Larry -dijo ella.
– ¿Quieres información sobre la Conexión Alejandría? Ella será quien te la proporcione.
Dixon se dirigía hacia ellos esquivando el gentío. Un grupo de ruidosos niños estaban apiñados en torno al módulo lunar, acodados en la barandilla de madera que rodeaba el artefacto. Daley las llevó cerca de un estrecho pasillo en la parte posterior, paralelo a una pared de cristal, al otro lado la bulliciosa cafetería del museo.
– Sigues estando muerta -le espetó Dixon.
– No he venido aquí para que me amenacen.
– Y yo sólo estoy aquí porque mi gobierno me lo ha ordenado.
– Lo primero es lo primero -afirmó Daley.
Dixon sacó un dispositivo electrónico del tamaño de un teléfono móvil y lo encendió. A los pocos segundos movió la cabeza:
– Están limpias.
Stephanie sabía cómo funcionaba el aparato. Los agentes del Billet los utilizaban rutinariamente. Agarró el detector y apuntó con él a Dixon y Daley.
Negativo también.
Se lo devolvió a Dixon.
– Muy bien, ya que estamos solos, habla.
– Eres una zorra -escupió Dixon.
– Estupendo. Y ahora ¿podrías ir al grano?
– Lo bueno si breve… -terció Daley-. Hace treinta años George Haddad leía un ejemplar de una gaceta de Arabia Saudí, publicada en Riad, estudiaba la toponimia del oeste de Arabia y la traducía al hebreo antiguo. Por qué lo hacía es algo que desconozco. Es como entretenerse a ver cómo crece la hierba. Sin embargo empezó a darse cuenta de que algunos de los lugares eran bíblicos.
– El hebreo antiguo es un idioma complicado -intervino Cassiopeia-. No tiene vocales. Es difícil de interpretar y está lleno de ambigüedades. Uno ha de saber lo que se hace.
– ¿Eres experta? -inquirió Dixon.
– No.
– Haddad era un experto -aseguró Daley-, y ése es el problema: esos topónimos bíblicos que él observó se concentraban en una franja de unos seiscientos cincuenta kilómetros de largo y ciento sesenta de ancho, en la parte occidental de Arabia Saudí.
– ¿Asir? -preguntó Cassiopeia-. ¿Donde está La Meca?
Daley asintió.
– Haddad se pasó años examinando otros lugares, pero no encontró una concentración similar de topónimos bíblicos en hebreo antiguo en ninguna otra parte del mundo, incluida la propia Palestina.
Stephanie sabía que el Antiguo Testamento era el testimonio de los primeros judíos, así que, si los topónimos del actual oeste de Arabia, traducidos al hebreo antiguo, eran ubicaciones bíblicas. Las implicaciones políticas podían ser enormes.
– ¿Estás diciendo que en Tierra Santa no había judíos?
– Pues claro que no -negó Dixon-. Estábamos allí. Lo único que dice es que Haddad creía que el Antiguo Testamento relataba la vida de los judíos en el oeste de Arabia. Antes de que los judíos se fueran al norte, hasta lo que conocemos como Palestina.
– ¿La Biblia se originó en Arabia? -inquirió Stephanie.
– Es una forma de decirlo -respondió Daley-. Las conclusiones de Haddad se confirmaron cuando empezó a cotejar la geografía. Durante más de un siglo los arqueólogos han intentado encontrar sitios en Palestina que encajen con las descripciones bíblicas, pero nada concuerda. Haddad descubrió que sí se comparan sitios del oeste de Arabia, traducidos al hebreo antiguo, con la geografía bíblica, todos ellos casan.
Stephanie todavía se mostraba escéptica.
– ¿Por qué nadie se ha dado cuenta antes? Seguro que Haddad no es el único que sabe hebreo antiguo.
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