Steve Berry - La conexión Alejandría

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La legendaria biblioteca desaparecida esconde el futuro de tres religiones.
Fundada en el siglo III a.C., la biblioteca de Alejandría era la mayor fuente de conocimiento del mundo entero. Pero hace 1.500 años desapareció entre el mito y la leyenda sin dejar rastro arqueológico alguno. Su saber ha sido desde entonces codiciado por académicos, buscadores de tesoros y aquellos que creen que sus secretos esconden la llave del poder. Cotton Malone, el ya célebre agente del gobierno norteamericano, vive retirado en Copenhague, donde regenta una librería de segunda mano. Pero su tranquila vida se ve truncada de repente: su hijo es secuestrado y alguien prende fuego a la librería. Cotton Malone tiene una valiosa información capaz de revelar los secretos de la desaparecida biblioteca de Alejandría, y alguien parece dispuesto a cualquier cosa para conseguirla.

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Viena

18:40

Thorvaldsen se puso el hábito de color carmesí. Todos los miembros debían llevarlo en la asamblea. La primera sesión comenzaría a las siete, y a él no le apetecía lo más mínimo: demasiado parloteo, por lo general, y demasiada poca acción. Él nunca había necesitado a nadie para alcanzar sus metas. Sin embargo disfrutaba del compañerismo que se vivía tras las reuniones.

Gary estaba sentado en una de las mullidas sillas.

– ¿Qué aspecto tengo? -preguntó el danés en un tono jovial.

– Parece un rey.

La regia túnica llegaba hasta los tobillos y era de terciopelo, el lema de la Orden recamado con hilo de oro: « je l’ay emprins » . Me he atrevido. El atuendo databa del siglo xv, de la primigenia Orden del Vellocino de Oro.

Echó mano del collar: oro macizo con un pedernal esmaltado negro que formaba llamas. Del centro pendía la ornada piel del carnero de oro.

– Se le regala a cada nuevo miembro cuando es iniciado. Constituye nuestro símbolo.

– Parece caro.

– Lo es.

– ¿Tan importante es esto para usted?

El danés se encogió de hombros.

– Es algo de lo que disfruto, pero no una religión.

– Papá me dijo que era judío.

Él asintió.

– Yo no sé mucho de los judíos, sólo que en la Segunda Guerra Mundial murieron millones. Es algo que no acabo de entender.

– No eres el único. Los que no son judíos llevan siglos tratando de aceptar nuestra existencia.

– ¿Por qué odia la gente a los judíos?

Thorvaldsen se había planteado esa pregunta muchas veces, junto con los filósofos, teólogos y políticos que llevaban siglos debatiéndola.

– Para nosotros todo empezó con Abraham. Tenía noventa y nueve años cuando Dios se le apareció e hizo un pacto con él, designó al pueblo elegido, el que heredaría la tierra de Canaán. Pero, por desgracia, ese honor traía consigo responsabilidades.

El danés vio que el muchacho estaba interesado.

– ¿Has leído la Biblia alguna vez?

Gary negó con la cabeza.

– Pues deberías. Es un gran libro. Por una parte Dios les dio a los israelitas una bendición: serían el pueblo elegido. Pero lo que determinó su destino en último término fue su respuesta.

– ¿Qué pasó?

– El Antiguo Testamento dice que se rebelaron, quemaron incienso, atribuyeron su buena suerte a los ídolos, caminaron siguiendo los dictados de su corazón… Así que, como castigo, Dios los dispersó entre los no judíos.

– ¿Y por eso los odia la gente?

Thorvaldsen terminó de abrocharse el manto.

– Es difícil de decir, pero los judíos han sido perseguidos desde entonces.

– Parece que Dios tiene mal genio.

– El Dios del Antiguo Testamento es muy distinto al del Nuevo.

– No estoy seguro de que me guste ése.

– No eres el único. -El danés hizo una pausa-. Los judíos fueron los primeros en insistir que el hombre es responsable de sus actos. Si la vida te iba mal, la culpa no era de los dioses, sino tuya.

Y eso nos hizo diferentes. Los cristianos llevaron la cosa más allá: fue el propio hombre el causante de que fuera expulsado del Paraíso, pero como Dios amaba al hombre, lo redimió con la sangre de Su hijo. El Dios judío es severo; la justicia es Su objetivo. El Dios cristiano es misericordioso. Hay una gran diferencia.

– Dios debería ser bueno, ¿no?

Thorvaldsen sonrió y después echó una ojeada a la elegante estancia. Era hora de abordar el quid de la cuestión:

– Dime, ¿qué piensas de lo que ocurrió en el belvedere?

– No estoy seguro de que al señor Hermann le haga mucha gracia que se haya llevado a su hija.

– Lo que te pasó a ti no les hizo gracia a tus padres. La diferencia estriba en que ella es una adulta y tú un adolescente.

– ¿Por qué está pasando todo esto?

– Imagino que pronto lo sabremos.

De pronto la puerta se abrió, y Alfred Hermann entró como una furia. También él lucía un espléndido hábito con un collar de oro, su manto adornado con seda azul.

– ¿Tienes a mi hija? -preguntó con el rostro iracundo.

Thorvaldsen se mostró inflexible.

– Sí.

– Y es evidente que sabes que en esta habitación hay micrófonos.

– Para eso no había que ser muy listo.

El danés notó que la tensión aumentaba. Hermann pisaba un territorio desconocido.

– Henrik, no voy a tolerar esto.

– ¿Qué piensas hacer? ¿Pedirle a Las Garras del Águila que se ocupe de mí?

Hermann titubeó.

– Eso es lo que quieres, ¿no?

Thorvaldsen se acercó al otro.

– Cruzaste la línea cuando secuestraste a este joven. -Señaló a Gary.

– ¿Dónde está Margarete?

– A buen recaudo.

– No tienes agallas para hacerle daño.

– Tengo agallas para hacer lo que sea necesario. Deberías saberlo.

La intensa mirada de Hermann lo atravesó como si fuese un gancho. Thorvaldsen siempre había pensado que el huesudo rostro del austríaco era más de granjero que de aristócrata.

– Creía que éramos amigos.

– Yo también lo creía. Pero, por lo visto, eso no significó nada cuando apartaste a este muchacho de su madre y le destrozaste la librería a su padre.

La primera sesión de la asamblea estaba a punto de empezar, razón por la cual había elegido con sumo cuidado el momento para efectuar su revelación. Hermann, la Silla Azul, debía mostrar en todo momento disciplina y seguridad. No podía permitir que los otros miembros conocieran sus apuros personales.

Ni tampoco podía llegar tarde.

– Hemos de irnos -anunció finalmente Hermann-. Esto no ha terminado, Henrik.

– Estoy de acuerdo. Para ti no ha hecho más que empezar.

50

Washington, DC

13:30

– ¿No crees que le apretaste demasiado las clavijas a Daley? -le preguntó Green a Stephanie.

Ella y Cassiopeia iban en la limusina de Green, la parte posterior estaba insonorizada y aislada de la delantera mediante una mampara de plexiglás. Green las había recogido en el centro, después de que se marcharan de la casa de Daley.

– No habría venido por nosotras. Heather habría podido ponerse la ropa de él, pero no los zapatos. Dudo que nos hubiese perseguido descalza y desarmada.

Él no parecía convencido.

– Supongo que habrá una razón para que le hicieras saber a Daley que estabais allí, ¿no?

– A mí también me gustaría saberlo -apuntó Cassiopeia-. Pudimos salir sin que se diera cuenta.

– Y yo seguiría en el punto de mira. De esta manera ha de tener cuidado. Tengo algo que quiere, y si algo es Daley es un negociante.

Green señaló el ejemplar de Hardball

– ¿Tan vital es?

Stephanie cogió el portátil que le había pedido a Green que llevara, introdujo una de las memorias en un puerto y tecleó «aunt b's» en el espacio destinado a la contraseña.

– ¿Tu chica también se enteró de eso? -inquirió Cassiopeia.

La aludida asintió.

– Es un restaurante de Maryland. Daley va mucho los fines de semana. Sirven comida casera. Es uno de sus preferidos. A mí me chocó. Creía que Daley era aficionado a los restaurantes de postín.

La pantalla mostró una lista de archivos, cada uno de ellos identificado con una palabra.

– Miembros del Congreso -explicó ella. Hizo clic en uno-. Averigüé que Daley maneja como nadie fechas y horas. Cuando presiona a un miembro para sacarle un voto posee información precisa sobre cada contribución en metálico que ha recibido dicho miembro. Curioso, ya que él nunca envía dinero directamente. Prefiere que el trabajo sucio lo hagan quienes les atrae la idea de medrar en la Casa Blanca. Eso me hizo pensar que guardaba archivos. Nadie tiene tan buena memoria. -Señaló la pantalla-. Ahí tenéis un ejemplo. -Contó-: Catorce pagos a este tipo por un total de ciento ochenta y siete mil dólares a lo largo de un período de seis años. Ahí están la fecha, el lugar y la hora de cada pago. -Sacudió la cabeza-. Nada asusta más a un político que los detalles.

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