Malone ya estaba pensando en ello, su atención fija en el presbiterio, delante, donde un muro servía de telón de fondo al altar mayor, el conjunto coronado por la combinación de una cúpula semiesférica, una bóveda de cañón y un techo de piedra. Columnas jónicas y corintias se elevaban simétricamente en tres de los lados del presbiterio, enmarcando unos receptáculos de piedra abovedados que exhibían unos sarcófagos reales con bajorrelieves. Cinco tablas vestían el muro cóncavo, y todo ello convergía en el majestuoso sagrario barroco que ocupaba el centro, elevado por encima del altar mayor,
Malone sorteó a los turistas rezagados y se dirigió al extremo del altar menor. Cordones de terciopelo impedían la entrada al presbiterio. Un nuevo letrero le informó de que el sagrario, de plata, era obra del orfebre João de Sousa, y que databa de entre 1674 y 1678. Incluso desde quince metros de distancia el sagrario, profusamente labrado, parecía espléndido.
Malone dio media vuelta y observó, al fondo de la nave, más allá de las columnas y los bancos, el coro bajo, por donde habían entrado.
Entonces lo vio: en el coro alto, tras una gruesa balaustrada de piedra, a unos quince metros sobre el piso de la iglesia. En lo alto, un enorme ojo lo miraba. La ventana circular tendría un diámetro de tres metros o más. Parteluces con tracería partían de su centro. Las nervaduras del techo serpenteaban hacia ella y parecían desvanecerse en aquel resplandor carente de sombras, brillante como el foco de un escenario, que bañaba de luz el interior de la iglesia.
Era un adorno habitual en numerosas iglesias medievales, se lo llamaba «rosetón» por su caprichosa forma.
Mirando justo al oeste. Por donde declina el día. Resplandeciente como el sol.
Pero había más.
En medio de la balaustrada del coro superior se veía una gran cruz. Malone se adelantó y observó que ésta encajaba perfectamente en el rosetón, los brillantes rayos de luz la atravesaban y se perdían en la nave.
«Donde un astro que retrocede halla una rosa, atraviesa una cruz de madera y convierte la plata en oro».
Por lo visto habían encontrado el sitio.
Viena
16:30
Thorvaldsen admiraba el espectáculo de flores, agua y estatuas de mármol del enorme jardín, obra de varias generaciones. Paseos sombreados serpenteaban desde el ch â teau hasta herbosos claros; y se hallaban flanqueados por estatuas, bajorrelieves y fuentes. Con frecuencia las influencias francesas daban paso a un patente gusto italiano.
– ¿Quiénes son los propietarios de esto? -preguntó Gary.
– Los Hermann son una familia muy arraigada en Austria, igual que la mía en Dinamarca. Es bastante adinerada y poderosa.
– ¿Él es amigo suyo?
Interesante pregunta, teniendo en cuenta las sospechas que albergaba.
– Hasta hace unos días eso pensaba, pero ahora no estoy tan seguro.
Al danés le satisfacía la curiosidad del muchacho. Y sabía que Malone no era su padre. Cuando Malone volvió de llevar a Gary a su casa tras la visita estival, le contó lo que Pam le había revelado. Thorvaldsen fingió no saber nada la primera vez que la vio, unas noches antes, aunque supo en el acto quién era. La presencia de esa mujer en su casa junto con Malone vaticinaba problemas, razón por la cual apostó a Jesper a la puerta del despacho. Pam Malone estaba muy nerviosa, aunque por suerte se había tranquilizado. A esas alturas ya debía encontrarse en Georgia. Sin embargo, la llamada de Tel Aviv le informó de que «al parecer Malone y su ex mujer van camino de Lisboa en este momento».
¿Qué estaba pasando? ¿Por qué iban allí? Y ¿dónde estaba Las Garras del Águila?
– Hemos venido aquí a ayudar a tu padre -le explicó Thorvaldsen a Gary.
– Mi padre no dijo nada de ir a ninguna parte. Me pidió que me quedase y tuviese cuidado.
– Pero también que hicieras lo que yo te dijese.
– Pues cuando me chille espero que asuma su responsabilidad.
El danés sonrió.
– Con mucho gusto.
– ¿Ha visto matar alguna vez a alguien?
Thorvaldsen sabía que el recuerdo del martes debía ser inquietante, por mucho que el chico quisiera ser valiente.
– Varias.
– Mi padre le disparó al tipo ese en la cabeza. Pero ¿sabe qué? Me dio igual.
El danés meneó la cabeza al oír la bravata.
– Ten cuidado, Gary. No te acostumbres nunca a matar, por mucho que alguien pueda merecerlo.
– No me refería a eso, sino a que era una mala persona. Amenazó con matar a mamá.
Pasaron ante una columna de mármol coronada por una estatua de Diana. La brisa mecía los árboles y hacía temblar las sombras proyectadas en la ondeante hierba.
– Tu padre hizo lo que debía. No le gustó, simplemente lo hizo.
– Y yo también lo habría hecho.
A la genética podían darle: Gary era hijo de Malone. Y aunque el muchacho sólo tenía quince años, ciertamente era posible suscitar su indignación -como ocurría con su padre-, sobre todo si un ser querido se veía amenazado. Gary sabía que sus padres habían ido a Londres, pero no que su madre seguía involucrada en aquel asunto. Merecía conocer la verdad.
– Tu madre y tu padre van camino de Lisboa.
– ¿De eso iba la llamada que recibió en la habitación?
El danés asintió, y le hizo sonreír la resolución con la que el chaval encaraba las noticias.
– ¿Por qué continúa mamá con él? No dijo que fuera a quedarse cuando llamó la otra noche. No se llevan bien.
– No lo sé. Tendremos que esperar a que uno de los dos vuelva a llamar.
No obstante también él quería saber a toda costa la respuesta a esa pregunta. Más adelante vio el lugar al que se dirigían: un belvedere de mármol rematado por hierro dorado. La balaustrada daba a un lago cristalino, su argéntea superficie era serena y umbrosa.
Entraron en él y el danés se acercó a la balaustrada.
Enormes macetas llenas de flores aromáticas adornaban el interior. Como siempre, Hermann se había asegurado de que todo fuese modélico.
– Alguien viene -informó Gary.
Thorvaldsen no se volvió, no era preciso. La vio mentalmente: baja, regordeta, resoplando mientras caminaba. Mantuvo la mirada fija en el lago y disfrutó del dulce olor de la hierba y las flores.
– ¿Viene deprisa la dama?
– ¿Cómo ha sabido que era una mujer?
– Ya aprenderás que no se puede ganar una contienda si tu enemigo no es predecible en algún aspecto.
– Es la hija del señor Hermann.
El danés siguió admirando el lago, observando a una familia de patos que se dirigía hacia la orilla.
– No le digas nada de nada. Escucha y habla poco. Así descubrirás lo que quieras saber.
Oyó un resonar de pies en el suelo de piedra del belvedere y se giró cuando Margarete estaba cerca.
– En casa me dijeron que vendrías aquí -explicó-. Y me acordé de que éste era uno de tus lugares preferidos.
Él sonrió al ver la evidente satisfacción de la chica.
– Aquí hay intimidad. Está lejos del castillo, y los árboles dan tranquilidad. Me gusta mucho este sitio. Era el favorito de tu madre, si mal no recuerdo.
– Mi padre lo construyó especialmente para ella. Mi madre pasó su último día de vida aquí.
– ¿La echas de menos?
– Murió cuando yo era pequeña, así que no estábamos muy unidas. Pero mi padre sí que la echa de menos.
– ¿No echas de menos a tu madre? -inquirió Gary.
Aunque el chico había infringido la norma, a Thorvaldsen no le importó. Lo cierto es que también él sentía curiosidad.
– Claro que sí, sólo que no estábamos unidas… como madre e hija.
– Parece que te interesan los negocios familiares y la Orden.
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