Una llave se introdujo en la cerradura de la puerta principal.
Stephanie volvió la cabeza. Sus ojos recorrieron el pasillo y se detuvieron en la parte delantera de la casa.
La puerta se abrió, y ella oyó la voz de Larry Daley. Y luego otra voz. De mujer: Heather Dixon.
A una señal de Stephanie, ambas corrieron por el pasillo y se metieron en uno de los dormitorios.
– Deja que desactive la alarma -dijo Daley.
Unos segundos de silencio.
– Qué raro -comentó él.
– ¿Algún problema?
Stephanie lo supo en el acto: había olvidado volver a activar el sistema después de entrar.
– Estoy seguro de que la conecté antes de salir -aseguró Daley.
De nuevo unos momentos de silencio. A continuación Stephanie oyó el clic de una bala al entrar en una recámara.
– Echemos un vistazo -propuso Dixon.
Lisboa
15:30
Malone contemplaba el monasterio de Santa María de Belém. Él, Pam y Jimmy McCollum habían ido en avión de Londres a Lisboa y después tomado un taxi que les llevó del aeropuerto hasta el río.
Lisboa estaba encaramada en lo alto de una amplia sucesión de colinas desde las que se dominaba el estuario del Tajo, que más bien parecía un mar. Era un lugar de amplios bulevares simétricos y bonitas plazas llenas de árboles. Uno de los mayores puentes en suspensión del mundo salvaba el poderoso río y conducía hasta una imponente estatua de Cristo con los brazos extendidos que abarcaba la ciudad desde la orilla oriental. Malone había ido allí muchas veces y siempre le recordaba a San Francisco, tanto por su urbanismo como por los frecuentes terremotos, varios de los cuales habían dejado su huella.
Todos los países poseían cosas espléndidas: Egipto, las pirámides; Italia, San Pedro; Inglaterra, Westminster; Francia, Versalles. Por el taxista que los cogió en el aeropuerto supo que el orgullo nacional de Portugal era la abadía que tenía ante sus ojos. Su fachada de piedra caliza blanca era espectacular, estaba envejecida como el marfil antiguo y combinaba elementos moriscos, bizantinos y del gótico francés en una exuberante decoración que parecía insuflar vida a los altísimos muros.
Había gente por todas partes. Un torrente de turistas, cámara en mano, entraba y salía. Al otro lado de un concurrido bulevar y de las vías del tren, frente a la impresionante fachada sur, los autocares turísticos esperaban en batería, como barcos amarrados en un puerto. Un letrero informaba a los visitantes de que la abadía se erigió en el año 1500 en cumplimiento de una promesa hecha por el rey Manuel I a la Virgen María y se levantó donde antes se hallaba un antiguo albergue de marineros construido por Enrique el Navegante. Colón, Vasco De Gama y Magallanes rezaron allí antes de emprender sus respectivos viajes. A lo largo de los siglos la ingente estructura había hecho las veces de convento, asilo y orfanato. Ahora era Patrimonio de la Humanidad y había sido objeto de una restauración que le había devuelto gran parte de su pasada gloria.
– La iglesia y la abadía están consagradas a san Jerónimo -oyó que decía en italiano una de las guías turísticas a un grupo-. Resulta simbólico, en el sentido de que tanto san Jerónimo como este monasterio supusieron nuevos puntos de partida de la Cristiandad. Desde aquí zarparon barcos para descubrir el Nuevo Mundo y llevar allí a Cristo. San Jerónimo tradujo la antigua Biblia al latín, para que más personas pudiesen descubrir tan maravilloso texto.
Malone supo que McCollum también entendía a la mujer.
– ¿Habla italiano? -le preguntó.
– Lo suficiente.
– Tiene usted muchas dotes.
– Se hace lo que se puede.
A Malone no se le pasó por alto la hosquedad del otro.
– Bueno, ¿qué es lo siguiente en esta búsqueda?
McCollum sacó otro papel en el que estaba escrito parte del primer extracto y más frases crípticas.
Es un misterio, pero ve a la capilla que hay junto al Tajo, en Belém, consagrada a nuestro santo patrón. Comienza el viaje en las sombras y termínalo en la luz, donde un astro que retrocede halla una rosa, atraviesa una cruz de madera y convierte la plata en oro. Encuentra el lugar de la dirección sin lugar, donde se encuentra otro lugar. Después, como los pastores del pintor Poussin, desconcertados por el enigma, serás bañado por la luz de la inspiración.
Malone le pasó la hoja a Pam y dijo:
– Muy bien, vayamos a ver qué hay.
Siguieron a un tropel de turistas hasta la entrada. Un letrero anunciaba que entrar en la iglesia era gratis, pero para visitar el resto de las construcciones había que pagar.
En el interior de la iglesia, en lo que se denominaba el coro bajo, el abovedado techo era de escasa altura y provocaba una imponente sensación de lobreguez. A su izquierda se hallaba el cenotafio de Vasco de Gama. Sencillo y solemne, rebosaba de símbolos náuticos. Otra tumba, la del poeta Luís de Camões, descansaba a su derecha junto con una pila bautismal. Los desnudos muros de ambos cubículos incrementaban la austeridad y la grandeza. La gente abarrotaba los espacios, las cámaras disparaban y los guías turísticos resaltaban monótonamente la importancia de los fallecidos.
Malone se adentró en la nave, y la escasa luz inicial del coro bajo dio paso a un luminoso prodigio: seis esbeltas columnas, cada una de ellas con profusión de flores esculpidas, se alzaban hacia el cielo. El sol de la tarde se colaba por una sucesión de vidrieras, y luz y sombras se perseguían por los muros de piedra caliza, agrisados por los años. La bóveda del techo se asemejaba a un haz de nervios, las columnas parecidas a los soportes de un dosel. Malone percibió las influencias árabes y reparó en filigranas bizantinas. Un millar de detalles se multiplicaban a su alrededor.
Extraordinario.
Más extraordinario aún, pensó, era que los antiguos hubiesen tenido el valor de construir algo tan imponente en el tembloroso suelo lisboeta.
Los bancos de madera que en su día acogieran a monjes ahora sólo acomodaban a curiosos. Un tenue murmullo resonaba en la nave, acallado periódicamente por una voz sosegada procedente de un sistema de megafonía que pedía silencio en diversos idiomas. Malone localizó la admonitoria fuente: un sacerdote ante un micrófono, en el altar menor con forma de cruz. Nadie parecía prestar atención a la advertencia, en particular los guías, que seguían con sus discursos.
– Este sitio es magnífico -observó Pam.
Malone coincidía con ella.
– El letrero de fuera dice que cierra a las cinco. Tenemos que sacar entradas para ver el resto.
– Yo iré por ellas -se ofreció McCollum-. Pero la pista sólo nos lleva hasta aquí, hasta la iglesia, ¿no?
– No lo sé. Para asegurarnos echaremos un vistazo a todo.
McCollum se abrió paso entre la maraña de gente para ir al pórtico.
– ¿Tú qué opinas? -preguntó Pam, todavía con el papel en la mano.
– ¿De él o de la búsqueda?
– Ambas cosas son un problema.
Malone sonrió. Ella estaba en lo cierto. Sin embargo, con respecto a la búsqueda dijo:
– Parte de ella tiene sentido ahora: «Comienza el viaje en las sombras y termínalo en la luz.» Eso es la entrada: ahí atrás es como un sótano que después se convierte en un luminoso desván.
El sacerdote volvió a pedir al gentío que guardara silencio, y nuevamente nadie le hizo el menor caso.
– El suyo es un trabajo duro -comentó Pam.
– Como el niño que apunta los nombres cuando el profesor sale del aula.
– Muy bien, señor Genio -comenzó ella-. ¿Y lo de «donde un astro que retrocede halla una rosa, atraviesa una cruz de madera y convierte la plata en oro. Encuentra el lugar de la dirección sin lugar, donde se encuentra otro lugar»?
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