Él asintió, pero ya estaba pensando en las siguientes palabras: «y convierte la plata en oro».
Miró de nuevo el brillante rosetón y siguió los brumosos rayos hasta la cruz y luego hasta la nave. Abajo, la luz dibujaba una franja en el suelo de damero de un pasillo central. La gente pululaba por allí sin prestar atención. La luz continuaba hacia el este, hasta el altar menor, y dibujaba una tenue línea brillante en la alfombra roja.
McCollum apareció por el coro bajo y recorrió el pasillo central hacia la parte delantera de la iglesia.
– Se preguntará dónde estamos -dijo Pam.
– No irá a ninguna parte. Parece que nos necesita.
McCollum se detuvo en la última de las seis columnas y echó un vistazo. Después se giró y los divisó. Malone extendió la mano y le indicó que esperara allí, y después le mostró el índice: bajarían dentro de un minuto.
Le había dicho la verdad a McCollum: se le daban bien los acertijos. En un primer momento ése había resultado un tanto confuso, pero ahora, mirando el conjunto de tallas, nervaduras y arcos, las armoniosas líneas y piedras entretejidas que el tiempo, la naturaleza y el abandono apenas habían alterado, sabía la solución.
Sus ojos siguieron los rayos del sol poniente, que atravesaban el presbiterio, dividían en dos el altar mayor y convergían en el sagrario de plata.
Que lanzaba destellos dorados.
No se había dado cuenta cuando estaban abajo, cerca. O quizás el sol no se hubiese colocado aún en el ángulo adecuado. Sin embargo la transformación era evidente ahora.
«La plata en oro.»
Vio que Pam también se percataba.
– Es asombroso -comentó-. Cómo hace eso la luz.
Estaba claro que la ubicación del rosetón tenía por fin que el sol poniente iluminara, al menos durante unos minutos, el sagrario. Al parecer el sagrario de plata se había colocado deliberadamente allí, retirando un cuadro que debía acompañar a los cinco que lo rodeaban, lo que rompía la simetría que tanto apreciaban los constructores medievales.
Malone pensó en la última parte de la búsqueda: «Encuentra el lugar de la dirección sin lugar, donde se encuentra otro lugar.»
Y se encaminó a las escaleras.
Una vez abajo se acercó a los cordones de terciopelo que impedían acceder al presbiterio. Reparó en la combinación de mármol negro, blanco y rojo, que confería un aire de nobleza al lugar; resultaba más que apropiado, pues el presbiterio hacía las veces de mausoleo de la familia real.
El sagrario se hallaba a unos nueve metros.
Pero estaba prohibido aproximarse a él. El sacerdote que estaba en el altar menor anunció por megafonía que la iglesia y el monasterio cerrarían en cinco minutos. Muchos de los grupos de turistas ya se estaban marchando.
Malone había visto antes que había una imagen grabada en la puerta del sagrario, tras la cual se guardaban en su día las hostias consagradas. Tal vez aún albergara un cáliz. Aunque aquél era un edificio Patrimonio de la Humanidad, más una atracción turística que una iglesia, la nave sin duda se utilizaba para servicios religiosos en días señalados, igual que la Catedral de San Pablo y la abadía de Westminster. Lo cual explicaría por qué se mantenía a la gente apartada de lo que a todas luces era el eje de la construcción.
McCollum se acercó.
– Tengo las entradas.
Malone señaló el sagrario.
– Necesito echar un vistazo más de cerca, sin todos esos testigos.
– Va a ser difícil. Supongo que dentro de unos minutos nos echarán a todos.
– No parece usted de los que se someten a la autoridad.
– Tampoco usted.
Malone pensó en Aviñón y en lo que él y Stephanie hicieron allí una lluviosa noche de junio.
– Pues busquemos un sitio para escondernos hasta que la gente se haya ido.
Stephanie volvió al despacho de puntillas. Tenía que dar con el escondrijo de Daley antes de que arriba acabara la cosa. Confió en que ni Dixon ni Daley tuvieran prisa, aunque la voz de Daley traslucía urgencia.
Cassiopeia ya estaba rebuscando sin hacer ruido.
– El informe decía que nunca dejaba las memorias en la mesa. Ni se los llevaba. Siempre le pedía a la chica que fuera subiendo, que él iría enseguida -explicó en un susurro.
– Estar aquí es tentar la suerte.
Stephanie se detuvo y aguzó el oído.
– Parece que todavía están ocupados.
Cassiopeia abrió despacio los cajones del escritorio y palpó en busca de escondrijos, aunque Stephanie dudaba que fuese a encontrar nada: demasiado obvio. Su mirada barrió de nuevo las estanterías y se paró en uno de los tratados políticos, un volumen delgado, color marrón, con letras azules: Hardball, de Chris Matthews.
Recordó la historia que Daley le había contado a Green cuando se jactaba de su recién adquirida autoridad en el Magellan Billet.
¿Qué fue lo que dijo?
«El poder es lo que uno tiene.»
Stephanie cogió el libro, lo abrió y descubrió que el último tercio de las páginas estaba pegado. En él había un hueco en cuyo interior descansaban cinco memorias USB, cada una de ellas identificada con un número romano.
– ¿Cómo lo has sabido? -susurró Cassiopeia.
– La verdad es que me asusta haberlo sabido: estoy empezando a pensar como ese idiota.
Cassiopeia echó a andar hacia la parte de atrás de la casa, hacia la puerta trasera, pero Stephanie la agarró por el brazo y le señaló la principal. Su compañera la miró perpleja, con una expresión que decía: ¿para qué buscarnos problemas?
Junto a la puerta principal el teclado de la alarma indicaba que el sistema seguía desactivado. Stephanie empuñó el arma de Dixon.
– ¡Larry! -exclamó.
Silencio.
– ¡Larry! ¿Podría hablar un momento contigo?
En la planta superior se oyeron pasos y Daley apareció en la puerta del dormitorio, los pantalones puestos, el pecho al descubierto.
– Me encanta tu nuevo peinado, Stephanie. ¿Una nueva imagen? Y la ropa… No está mal
– Es en tu honor.
– ¿Qué haces aquí?
Ella le enseñó el libro.
– He venido por tu alijo.
El juvenil rostro de Daley reflejó sobresalto.
– Así me gusta. Es hora de que empieces a sudar. ¿Y Heather? -Alzó la voz-. Me decepciona tu gusto para las amantes.
Dixon salió desnuda de la habitación, sin atisbo de vergüenza.
– Estás muerta.
Stephanie se encogió de hombros.
– Eso aún está por ver. De momento tengo tu arma. -Se la mostró.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Daley.
– Todavía no lo he decidido. -Sin embargo quería saber algo-: ¿Lleváis mucho tiempo juntos?
– Eso no es de tu incumbencia -le espetó Dixon.
– Simple curiosidad. Sólo os he interrumpido para haceros saber que ahora hay mucho más en juego que mi pellejo.
– Parece que sabes bastante -respondió Daley-. ¿Quién es tu amiga?
– Cassiopeia Vitt -repuso Dixon.
– Me halaga que me conozcas.
– Gracias por el dardo en el cuello.
– No se merecen.
– Es hora de que volváis a la cama -dijo Stephanie.
– No lo creo. -Dixon empezó a bajar las escaleras, pero Stephanie la apuntó con la automática-. No me presiones, Heather, acabo de perder mi empleo y se ha ordenado mi detención.
La israelí se detuvo, tal vez presintiendo que ése no era momento para lanzar desafíos.
– A la habitación -ordenó Stephanie.
Dixon vaciló.
– Ya.
Una vez allí, Stephanie cogió la ropa y los zapatos de la israelí.
– Tú no te atreverías a salir para ir por nosotras -le dijo Stephanie a Daley-, pero ella puede que sí. Esto al menos la retrasará.
Y se fueron.
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