Hojeó cada una de ellas.
La apretada letra era de Haddad, en inglés. Leyó con atención:
… las pistas que me dio el Guardián han resultado ser perturbadoras. La búsqueda del héroe es complicada. Me temo que he sido un tonto, aunque no el primero. Thomas Bainbridge también lo fue. Hacia finales del siglo xviii, al parecer, fue invitado a entrar en la biblioteca y concluyó la búsqueda del héroe. Sin duda una condición de dicha invitación debía de ser que no hablara de la visita. Los Guardianes no se habían pasado dos milenios protegiendo su alijo para que un invitado lo desvelara. Pero Bainbridge abusó de esa confianza y escribió acerca de su experiencia. En un intento por paliar su traición disfrazó su relato de ficción y lo tituló, significativamente, El viaje del h é roe. La tirada fue limitada, y el libro apenas llamó la atención. En tiempos de Bainbridge el mundo estaba saturado de relatos fantásticos (que no merecían gran respeto), de manera que el viaje del protagonista a una mítica biblioteca se recibió con escaso entusiasmo. Hace tres años encontré un ejemplar, que robé de una propiedad galesa. Su lectura no aporta gran cosa. Sin embargo, Bainbridge no pudo evitar abusar una última vez de la confianza que los Guardianes depositaran en él: años antes de morir erigió un cenador en el jardín de su mansión de Oxfordshire. En el mármol grabó la imagen de un cuadro y unas letras en redonda. El nombre original del cuadro, de Nicolas Poussin, era La felicidad sometida a la muerte, pero en la actualidad es más conocido como los pastores de Arcadia II.
Malone no sabía mucho de Poussin, aunque le sonaba el nombre. Por suerte, en una de las libretas Haddad ofrecía algunos detalles.
Poussin era un hombre atormentado, igual que Bainbridge. Nació en Normandía en 1594, y en los primeros treinta años de su vida no le faltaron las tribulaciones. Padeció de falta de mecenas y sufrió a algunas cortesanas desagradecidas, así como una salud enfermiza y deudas. Ni siquiera trabajar en el techo de la gran galería del Louvre le proporcionó inspiración. Nada cambió hasta que Poussin dejó Francia por Italia en 1642. El viaje, que por lo general habría durado unas semanas, le llevó al pintor casi seis meses. Una vez en Roma Poussin empezó a pintar con un estilo y una confianza nuevos, algo que no pasó inadvertido y que pronto le valió el calificativo del artista más célebre de Roma. Muchos especularon que en algún momento del viaje Poussin fue iniciado en un gran secreto. Curiosamente, cuando terminó Los pastores de Arcadia, el mecenas que lo encargó, el cardenal Rospigliosi, futuro papa Clemente IX, decidió no colgar la obra en público, sino mantenerla en sus dependencias. Rospigliosi era un hombre con inclinaciones artísticas al que interesaba lo arcano y lo esotérico. Poseía una extraordinaria biblioteca personal, y los historiadores acabaron llamándolo «el papa librepensador».
En una carta escrita seis años después de que el artista terminara Los pastores de Arcadia se encuentra una pista de lo que Poussin pudo vivir. Su autor, un sacerdote hermano del ministro de Hacienda de Luis XIV, pensaba que lo que había sabido por Poussin podía ser de interés para la monarquía francesa. Encontré la carta hace unos años, entre los archivos de la familia Cossé-Brissac:
Él y yo tratamos ciertas cosas que os explicaré gustosamente en detalle, cosas que os darán, a través de monsieur Poussin, ventajas que incluso a los reyes les costaría sobremanera sacarle y que, según él, es posible que nadie más descubra en siglos venideros. Y, lo que es más, tan difíciles son de descubrir estas cosas que nada en esta tierra podría ser mejor ni igualarlas.
Una afirmación contundente… y también desconcertante. Pero lo que Bainbridge levantó en su jardín es más desconcertante incluso. Tras completar Los pastores de Arcadia, por alguna razón inexplicable Poussin pintó su imagen inversa, denominada Los pastores de Arcadia II. Esto es lo que Thomas Bainbridge escogió para su bajorrelieve de mármol. No el original, sino su copia. Bainbridge era listo, y durante doscientos años su monumento, plagado de simbolismo, permaneció en la oscuridad.
Malone continuó leyendo, su mente perdida en un laberinto de posibilidades. Por desgracia Haddad no desvelaba mucho más. El resto de las notas tenían que ver con el Antiguo Testamento, sus traducciones y sus incoherencias. Ni una palabra sobre eso que Haddad pudo ver que tanto interés había generado. Tampoco incluía mensaje alguno de un Guardián ni detalles sobre la búsqueda de un héroe, tan sólo una breve referencia al final de una de las libretas:
El saloncito de Bainbridge Hall encierra una prueba más de la arrogancia de Bainbridge. Su título es especialmente deliberado: La epifan í a de san Jer ó nimo. Fascinante y adecuado, ya que las grandes búsquedas a menudo comienzan con una epifanía.
Ya sabían algo más, pero así y todo había un montón de preguntas sin respuesta. Y Malone había aprendido que lidiar con preguntas que carecían de respuesta era la forma más rápida de embotar el cerebro.
– ¿Qué estás leyendo?
Levantó la vista. Pam todavía estaba en la cama, la cabeza en la almohada, los ojos abiertos.
– Lo que dejó George.
Ella se incorporó despacio, se sacudió la modorra y consultó el reloj.
– ¿Cuánto tiempo llevo fuera de juego?
– Una hora o así. ¿Qué tal el hombro?
– Dolorido.
– Lo notarás unos días.
Ella estiró las piernas.
– ¿Cuántas veces te han disparado, Cotton? ¿Tres?
Él asintió.
– Imposible olvidarlas.
– Tampoco las he olvidado yo. Recuerda que cuidé de ti.
Era verdad.
– Te quería -añadió Pam-. Sé que puede que no lo creas, pero era así.
– Debiste contarme lo de Gary.
– Me heriste con lo que hiciste. Nunca entendí por qué ibas follando por ahí, por qué yo no era suficiente.
– Era joven, estúpido, creído. Fue hace veinte años, por amor de Dios. Y después lo sentí. Intenté ser un buen marido, de veras.
– ¿Cuántas mujeres hubo? Nunca me lo dijiste.
Él no iba a mentir ahora.
– Cuatro. Líos de una noche todos ellos. -También él quería saber-: ¿Y tú?
– Sólo uno. Pero lo vi varios meses.
A Malone le dolió.
– ¿Lo querías?
– Todo lo que una mujer casada puede querer a alguien que no es su marido.
Él supo lo que quería decir.
– El resultado fue Gary. -Pam parecía luchar contra un interrogante que no paraba de volver del pasado-. Cuando miro a Gary una parte de mí a veces se enfada por lo que hice, Dios me ayude, pero otra parte da gracias. Gary siempre estaba allí. Tú ibas y venías.
– Yo te quería, Pam. Quería ser tu marido. Sentía de verdad lo que hice.
– No era bastante -musitó ella, la mirada fija en el suelo-. Entonces no lo sabía, pero acabé dándome cuenta de que nunca sería bastante. Por eso estuvimos separados cinco años antes de divorciarnos. Quería salvar nuestro matrimonio, pero luego decidí que no.
– ¿Tanto me odiabas?
– No. Me odiaba a mí misma por lo que hice. Me ha llevado años averiguarlo. Te lo dice alguien que sabe: el que se odia a sí mismo tiene muchos problemas. Sólo que no lo sabe.
– ¿Por qué no me contaste lo de Gary cuando pasó?
– No merecías saber la verdad. Al menos eso es lo que yo pensaba. Hasta el año pasado no comprendí el error. Tú folleteabas por ahí y yo hice lo mismo, sólo que yo me quedé embarazada. Tienes razón: debí decírtelo hace tiempo. Pero ésta es la voz de la madurez y, como tú has dicho, los dos éramos jóvenes y estúpidos. -Guardó silencio, y él no la atosigó-. Por eso sigo enfadada contigo, Cotton. No puedo despotricar contra mí misma. Pero también por eso acabé contándote lo de Gary. ¿Te das cuenta de que no tenía por qué abrir la boca? ¿Que tú no habrías sabido nada? Pero quería arreglar las cosas, hacer las paces contigo…
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