Steve Berry - La conexión Alejandría

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La legendaria biblioteca desaparecida esconde el futuro de tres religiones.
Fundada en el siglo III a.C., la biblioteca de Alejandría era la mayor fuente de conocimiento del mundo entero. Pero hace 1.500 años desapareció entre el mito y la leyenda sin dejar rastro arqueológico alguno. Su saber ha sido desde entonces codiciado por académicos, buscadores de tesoros y aquellos que creen que sus secretos esconden la llave del poder. Cotton Malone, el ya célebre agente del gobierno norteamericano, vive retirado en Copenhague, donde regenta una librería de segunda mano. Pero su tranquila vida se ve truncada de repente: su hijo es secuestrado y alguien prende fuego a la librería. Cotton Malone tiene una valiosa información capaz de revelar los secretos de la desaparecida biblioteca de Alejandría, y alguien parece dispuesto a cualquier cosa para conseguirla.

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– Tengo que curarte ese hombro.

– ¿Qué quieres decir? Vayamos a un hospital.

– Ojalá fuese así de sencillo.

Malone se sentó en la cama, junto a ella.

– Será así de sencillo. Quiero que me vea un médico.

– Si te hubieras quedado arriba, como te dije, no habría pasado nada.

– Pensé que necesitabas ayuda. Ibas a matar a ese tipo.

– ¿Es que no lo entiendes, Pam? ¿No te bastó con ver morir a George? Esos hijos de perra van en serio. Te matarán en un abrir y cerrar de ojos.

– Fui a ayudar -dijo ella en voz queda.

Y él vio algo en sus ojos que no había visto en años: sinceridad. Lo cual le planteó un montón de preguntas que no quería hacer ni que ella, estaba seguro, querría responder.

– Los médicos llamarían a la policía, y eso es un problema. -Respiró hondo unas cuantas veces. Estaba rendido por la fatiga y la preocupación-. Pam, en esto hay mucha gente metida. Los israelíes no se llevaron a Gary…

– ¿Cómo lo sabes?

– Llámalo instinto. Las tripas me dicen que no fueron ellos.

– Pues mataron a ese anciano.

– Razón por la cual lo escondí en su día.

– Él los llamó, Cotton. Ya lo oíste. Llamó sabiendo que acudirían.

– Cumplía su penitencia. Matar trae consecuencias, y George se enfrentó a las suyas hoy. -Recordar a su viejo amigo le hizo sentir una nueva punzada de pesar-. He de curarte ese hombro.

Al quitárselo notó que el paño estaba pegajoso, con sangre.

– ¿Se te ha abierto al subir?

– De camino aquí.

Malone retiró la compresa.

– Lo que quiera que esté pasando se ha complicado. George murió por un motivo…

– Su cuerpo había desaparecido, Cotton. Y el de la mujer también.

– Por lo visto los israelíes se dieron prisa en limpiar su mierda. -Examinó el brazo y vio que se trataba de un arañazo superficial-. Lo que demuestra lo que estoy diciendo, que hay varios bandos involucrados, al menos dos, puede que tres, posiblemente cuatro. Israel no acostumbra a matar agentes norteamericanos. Sin embargo, a los que liquidaron a Lee Durant no parecía importarles. Casi es como si buscaran bronca. Y eso es algo que los israelíes nunca hacen. -Se levantó y entró en el baño. Cuando volvió, abrió el frasco del antiséptico y le dio a su ex mujer una toalla limpia-. Muerde esto.

Ella se mostró perpleja.

– ¿Por qué?

– Tengo que desinfectar esa herida y no quiero que nadie te oiga gritar.

Los ojos de Pam se desorbitaron.

– ¿Duele?

– Más de lo que imaginas.

Stephanie apagó el móvil. «Brent Green en persona nos vino a decir que nos marcháramos.» La conmoción le agarrotó la espalda, pero décadas de trabajo en inteligencia hicieron que nada en su rostro dejara traslucir su sorpresa.

Se volvió hacia Cassiopeia en el asiento trasero del taxi.

– Me temo que en este momento eres la única persona de la que puedo fiarme.

– Pareces decepcionada.

– No sé quién eres.

– Eso no es cierto. En Francia me investigaste.

Cassiopeia tenía razón. Stephanie hizo que la investigaran y averiguó que aquella belleza morena había nacido en Barcelona hacía treinta y siete años. Medio musulmana, aunque no devota según los informes, Cassiopeia tenía un máster en ingeniería y otro en historia medieval. Era la única accionista y propietaria de un grupo de empresas presentes en varios continentes con sede en París e intereses en un amplio abanico de multinacionales con activos por valor de miles de millones de dólares. Su padre, un árabe, había fundado la empresa, y ella había heredado el control, aunque no participaba mucho en su funcionamiento diario. También era la presidenta de una fundación holandesa que colaboraba estrechamente con Naciones Unidas para paliar el sida y el hambre en el mundo, sobre todo en África. Stephanie sabía por propia experiencia que Vitt temía pocas cosas y que era capaz de manejar un fusil con la precisión de un francotirador profesional. A veces demasiado descarada para su propio bien, a Cassiopeia se la había relacionado con el difunto marido de Stephanie, y sabía más de la vida privada de ésta de lo que a Stephanie le habría gustado. No obstante se fiaba de ella. Thorvaldsen había hecho bien enviándola.

– Tengo un grave problema.

– Eso ya lo sabemos.

– Y Cotton se encuentra en apuros. Tengo que ponerme en contacto con él como sea.

– Henrik no tiene noticias suyas. Malone dijo que llamaría cuando estuviera listo, y tú lo conoces mejor que nadie.

– ¿Cómo es Gary?

– Igual que su padre: duro. Está a salvo con Henrik.

– ¿Dónde está Pam?

– Camino de Georgia. Voló con Malone a Londres y salía desde allí.

– Unos ejecutores israelíes también están en Londres.

– Cotton es mayorcito, sabe arreglárselas. Ahora hemos de decidir qué hacemos con tu problema.

Stephanie también había estado dándole vueltas. «Brent Green en persona nos vino a decir que nos marcháramos.» Lo cual explicaría por qué había tan poca policía en el Capitolio. Habitualmente estaban por todas partes. Miró a través de la ventanilla y vio que se encontraban cerca de su hotel.

– Hemos de asegurarnos de que no nos siguen.

– Quizá sea mejor ir en metro.

Ella se mostró conforme.

– ¿Adonde vamos? -quiso saber Cassiopeia.

Stephanie entrevió la pistola bajo la chaqueta de la otra.

– ¿Tienes más dardos de esos que duermen a la gente?

– Muchos.

– Entonces sé exactamente adonde tenemos que ir.

29

Londres

19:30

Malone observaba a Pam mientras dormía. Se había repantigado en una silla junto a la ventana, la cartera de George Haddad en el regazo. No se había equivocado con lo del antiséptico: Pam mordió con fuerza la toalla mientras él le curaba la herida. Las lágrimas se agolparon en los ojos, pero fue fuerte. Ni un solo sonido reveló su dolor. Como se sentía culpable, le compró una blusa en la boutique del vestíbulo.

Él también estaba cansado, pero sus «nervios marca Billet», como él los llamaba, proveían a sus músculos de energía ilimitada. Recordaba ocasiones en que había pasado días sin comer, su cuerpo cargado de adrenalina, su atención centrada en seguir vivo y hacer el trabajo. Creía que aquello era cosa del pasado, algo que no volvería a vivir.

Y allí estaba.

Justo en el ojo del huracán.

Las últimas horas podrían haber sido una horrible pesadilla a no ser porque, con suma crudeza, su mente recreaba los sucesos con claridad. A su amigo George Haddad lo habían matado delante de él. Los peces gordos perseguían algo, y en cualquier otro momento nada de ello habría sido de su incumbencia. Pero esa gente había secuestrado a su hijo y volado su librería. No, esto era algo personal.

Tenía una deuda con ellos.

Y, al igual que Haddad, tenía intención de saldar sus deudas.

Pero necesitaba saber más.

Haddad se había mostrado enigmático tanto antes como después de que aparecieran los israelíes. Peor aún, no había acabado de explicar lo que había comprendido hacía años: qué exactamente había movido a Israel a matarlo. Con la esperanza de que la cartera de cuero que sostenía en el regazo ofreciera respuestas, abrió los cierres y sacó un libro, tres libretas y cuatro mapas.

El libro era un volumen del siglo xviii, la cubierta de cuero repujado y quebradizo como piel secada por el sol. Ninguno de los caracteres resultaba legible, así que abrió la tapa con cuidado y leyó la portada: El viaje del h é roe, de Eusebius Hieronymus Sophronius.

Hojeó las páginas.

Una novela escrita hacía más de doscientos años con un estilo poco imaginativo y pedante. Se preguntó qué importancia tendría y esperó que lo explicaran las libretas.

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