Steve Berry - La conexión Alejandría

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La legendaria biblioteca desaparecida esconde el futuro de tres religiones.
Fundada en el siglo III a.C., la biblioteca de Alejandría era la mayor fuente de conocimiento del mundo entero. Pero hace 1.500 años desapareció entre el mito y la leyenda sin dejar rastro arqueológico alguno. Su saber ha sido desde entonces codiciado por académicos, buscadores de tesoros y aquellos que creen que sus secretos esconden la llave del poder. Cotton Malone, el ya célebre agente del gobierno norteamericano, vive retirado en Copenhague, donde regenta una librería de segunda mano. Pero su tranquila vida se ve truncada de repente: su hijo es secuestrado y alguien prende fuego a la librería. Cotton Malone tiene una valiosa información capaz de revelar los secretos de la desaparecida biblioteca de Alejandría, y alguien parece dispuesto a cualquier cosa para conseguirla.

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Malone bajó a la calzada y se metió entre dos coches. Se puso de rodillas y echó un vistazo por el parabrisas, en busca de su objetivo. Adán se escondía diez vehículos más allá. Los transeúntes se dispersaron.

Entonces oyó un gemido.

Se volvió y vio a Pam tendida en las escaleras del edificio donde vivía Haddad, el brazo izquierdo ensangrentado.

26

Washington, DC

Stephanie se alegró de ver a Cassiopeia Vitt. La última vez que había trabajado con la enigmática árabe se encontraban en los Pirineos franceses, enredadas en un problema distinto.

– Túmbala y salgamos de aquí -propuso Vitt.

Stephanie se levantó del banco y dejó que la cabeza de Heather Dixon golpeara los listones de madera.

– Le saldrá un buen cardenal -vaticinó Vitt.

– Me da lo mismo. Estaba a punto de ordenar que me mataran. ¿Me quieres decir por qué estás aquí?

– Henrik pensó que tal vez necesitaras ayuda. No le hizo gracia lo que dedujo de sus contactos de Washington. Yo andaba por Nueva York, y me preguntó si podía ocuparme de ti.

– ¿Cómo diste conmigo?

– No fue difícil.

Por vez primera Stephanie apreciaba el hermetismo de Thorvaldsen.

– Recuérdame que le envíe una felicitación de Navidad.

Cassiopeia sonrió.

– Seguro que le gusta.

Stephanie señaló a Dixon.

– Menudo chasco. Creí que era mi amiga.

– De eso no hay mucho en tu oficio.

– Cotton tiene serios problemas.

– Henrik opina lo mismo. Esperaba que tú lo ayudases.

– Ahora mismo estoy en el punto de mira -replicó ella.

– Lo cual nos lleva a nuestro siguiente problema.

A Stephanie no le gustó el tono de esas palabras.

– La señorita Dixon no estaba sola. -Cassiopeia apuntó al Monumento a Washington-. Al otro lado de ese montículo hay dos tipos en un coche. Y no parecen israelíes.

– Saudíes.

– Vaya, eso sí que es una hazaña. ¿Cómo te las has arreglado para cabrear a todo el mundo?

Dos hombres coronaron el montículo y se dirigieron hacia ellas.

– No hay tiempo de explicaciones -contestó Stephanie-. ¿Nos vamos?

Echaron a andar a toda prisa. Les sacaban menos de cincuenta metros a sus perseguidores, nada si éstos decidían disparar,

– Supongo que habrás previsto esta contingencia, ¿no? -le preguntó a Cassiopeia.

– No del todo. Pero puedo improvisar.

Malone se olvidó de Adán y abandonó su segura posición tras el coche para ir hasta donde se hallaba Pam. Tenía la ropa sucia. Se volvió un instante y vio que el israelí salía pitando.

– ¿Estás bien? -le preguntó a su ex mujer.

Ésta hizo una mueca de dolor, con la mano derecha se sujetaba una herida en el hombro izquierdo.

– Me duele -repuso en un susurro ahogado.

– Deja que le eche un vistazo.

Ella negó con la cabeza.

– Sujetarlo… me alivia.

Él extendió la mano y comenzó a apartar la de ella. El dolor y el miedo hicieron que Pam desorbitara los ojos.

– ¡No!

– Tengo que verlo.

No hizo falta que dijera lo que ambos pensaban: ¿por qué no se había quedado arriba?

Pam claudicó, retiró los sanguinolentos dedos, y él vio lo que sospechaba: la bala sólo la había rozado, era una herida superficial. Era de prever. Los heridos graves entraban en estado de shock, su cuerpo se paraba.

– Sólo te ha pasado rozando.

La mano de ella volvió a la herida.

– Gracias por el diagnóstico.

– Me han disparado alguna que otra vez.

La mirada de ella se suavizó al oírlo.

– Tenemos que irnos -añadió él.

El rostro de Pam se estremeció de dolor.

– Estoy sangrando.

– No tenemos elección.

La ayudó a ponerse en píe.

– Maldita sea, Cotton.

– Sé que te duele, pero si te hubieses quedado arriba como te dije…

A lo lejos se oyó un ulular de sirenas.

– Tenemos que irnos. Pero primero hay que hacer una cosa.

Ella pareció recobrar la calma y la lucidez, de modo que Malone la hizo entrar en el edificio.

– No dejes de sujetarte la herida -recomendó mientras subían las escaleras hasta el piso de Haddad-. Debería dejar de sangrar, la herida no es muy profunda.

Las sirenas se aproximaban.

– ¿Qué estamos haciendo? -preguntó ella cuando llegaron al descansillo del tercero.

Malone recordó lo que Haddad había dicho justo antes de que lo mataran: «Me enseñaste muchas cosas. Recuerdo cada lección, y hasta hace unos días las seguí estrictamente. Incluso las que tenían que ver con salvaguardar lo que de verdad importa.» La primera vez que ocultó al palestino le enseñó a tener sus cosas listas para salir inmediatamente. Era hora de averiguar si Haddad había dicho aquello en serio.

Entraron en el apartamento.

– Ve a la cocina por un paño mientras me encargo de esto -le dijo Malone.

Dispondrían de unos dos o tres minutos.

Fue directo al dormitorio. No era mucho mayor que el de su piso de Copenhague. En el suelo había montones de libros y papeles, la cama estaba sin hacer, las mesillas y la cómoda abarrotadas como las mesas de un mercadillo. Vio más mapas en las paredes: Israel, pasado y presente. No tenía tiempo de mirarlos.

Se arrodilló junto a la cama y esperó que sus instintos no le fallaran.

Haddad había llamado a Oriente Próximo con la certeza de que traería graves consecuencias. Cuando estalló el inevitable conflicto él no rehuyó la lucha, sino que pasó a la ofensiva, a sabiendas de que perdería. Pero ¿qué había dicho su amigo? «Sabía que vendrías.» Qué estupidez. No era necesario que Haddad se sacrificara. Al parecer, la sensación de culpa por el hombre al que mató hacía décadas no lo había abandonado nunca.

«Se lo debo al Guardián al que disparé. Con esto liquido mi deuda.»

Malone lo entendía.

Tanteó debajo de la cama y dio con algo. Lo agarró y, tras sacar una cartera de cuero, soltó a toda prisa las correas. Dentro había un libro, tres libretas de espiral y cuatro mapas doblados. De toda la información desperdigada por el apartamento, esperaba que ésa fuera la más importante.

Tenían que irse.

Cuando volvió al cuarto de estar Pam salía de la cocina con un paño en el brazo.

– ¿Cotton? -dijo.

Él intuyó la pregunta implícita en su voz.

– Ahora no.

Con la cartera en mano, la empujó hasta la puerta, no sin antes coger un pañuelo del respaldo de una de las sillas.

Bajaron deprisa.

– ¿Cómo va la hemorragia? -preguntó él ya en la acera.

– Viviré… Cotton…

Las sirenas sólo estaban a una manzana. Le echó el pañuelo a Pam por los hombros para ocultar la herida y echaron a andar como si tal cosa.

– No te quites el paño del brazo.

A unos treinta metros encontraron un bulevar y se sumergieron en un mar de rostros desconocidos, resistiendo la tentación de apretar el paso.

Él volvió la vista atrás.

Al otro extremo de la manzana aparecieron unas luces intermitentes que se detuvieron delante de la casa de Haddad.

– ¿Cotton?

– Lo sé. Primero salgamos de aquí.

Sabía lo que ella quería. Al volver al apartamento también él se había dado cuenta: ni rastro de sangre en la pared ni en el suelo, ni del opresivo hedor de la muerte.

Y los cadáveres de Eva y George habían desaparecido.

27

Valle del Rin, Alemania

17:15

Sabre miraba fijamente los imponentes terraplenes que encajonaban el río. Pronunciados terraplenes flanqueaban el angosto espacio. Abundaban los bosques de árboles de hoja caduca, las laderas adornadas tan sólo por un monte bajo ralo y las desgarbadas vides. Durante casi setecientos años las elevaciones más altas habían acogido castillos con nombres como Rheinstein, Sooneck o Pfalz, Tras salvar el traicionero meandro del Loreley, donde en su día se hundieran los barcos debido a los escollos y los rápidos, vislumbró, en lo alto de la ribera oriental del río, la redondeada torre del homenaje del castillo del Katz. Más allá se alzaba el castillo Stolzenfels, la oscura pátina de una piedra caliza que contaba con dos siglos de antigüedad apenas perceptible. El destino de su viaje surgió a los pocos minutos: la inconfundible silueta del castillo de Marksburg.

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