Steve Berry - La conexión Alejandría

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La legendaria biblioteca desaparecida esconde el futuro de tres religiones.
Fundada en el siglo III a.C., la biblioteca de Alejandría era la mayor fuente de conocimiento del mundo entero. Pero hace 1.500 años desapareció entre el mito y la leyenda sin dejar rastro arqueológico alguno. Su saber ha sido desde entonces codiciado por académicos, buscadores de tesoros y aquellos que creen que sus secretos esconden la llave del poder. Cotton Malone, el ya célebre agente del gobierno norteamericano, vive retirado en Copenhague, donde regenta una librería de segunda mano. Pero su tranquila vida se ve truncada de repente: su hijo es secuestrado y alguien prende fuego a la librería. Cotton Malone tiene una valiosa información capaz de revelar los secretos de la desaparecida biblioteca de Alejandría, y alguien parece dispuesto a cualquier cosa para conseguirla.

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– Muy amable por su parte. -No mato por gusto.

– ¿Qué hay de ella? -preguntó Malone al tiempo que señalaba el cuerpo de Eva.

– No puedo hacer nada. Igual que usted no puede hacer nada por él. Se paga un precio por los errores.

Malone no dijo nada, aunque lo reconcomían el miedo y la angustia. Sin duda los disparos se habrían oído y alguien habría llamado a la policía.

El israelí dio media vuelta y desapareció. Sus pasos se fueron perdiendo por la escalera.

Pam parecía de piedra, la vista clavada con incredulidad en el cadáver de Haddad, la boca del anciano aún abierta en un gesto final de protesta. Malone tampoco se movía. Intercambiaron miradas, pero no palabras. Casi podía entender la forma de pensar del israelí. Era un asesino a sueldo, contratado por un Estado soberano, con licencia para matar. Pero así y todo el hijo de puta era un criminal.

George Haddad había muerto.

Y alguien iba a pagar un precio por ello.

Sombríos pensamientos se apoderaron de él. Se agachó, cogió el arma de Haddad y a continuación se irguió y se dirigió a la puerta.

– Quédate aquí -le ordenó a Pam.

– ¿Qué vas a hacer?

– Matar a ese hijo de perra.

Stephanie se mostró más sorprendida que asustada al ver el arma.

– Por lo visto las reglas han cambiado, Heather. Pensé que éramos aliadas.

– Eso es lo curioso de las relaciones entre Estados Unidos e Israel. A veces resulta difícil decir quién está con quién.

– Y al parecer tú disfrutas de cierta libertad desde que llamó la Casa Blanca.

– Siempre es bueno que los norteamericanos riñan.

– Larry Daley quiere a Haddad para él solo. Te das cuenta, ¿no? Esto no es más que una maniobra de distracción para mantenerte ocupada mientras nuestros agentes dan con él.

– Buena suerte. Sólo nosotros y Malone sabemos dónde está.

A Stephanie no le gustó oír eso. Aquello tenía que terminar. Desde que se había sentado su mano derecha había permanecido apoyada en su pierna, sus dedos encima del dispositivo de radio-control que ocultaban sus holgados pantalones.

– Eso depende de si el servicio secreto norteamericano tiene a alguien dentro de vuestra organización.

– De esta operación no están al tanto muchos, así que dudo que haya filtraciones. Lo más probable es que a estas alturas Haddad esté muerto. Enviaron a nuestros agentes hace horas.

La mano izquierda de Stephanie señaló el arma mientras la derecha seguía en su pierna.

– ¿Qué sentido tiene este numerito?

– Por desgracia eres un problema para tu gobierno.

– Y yo que pensaba que bastaría con presentar la dimisión.

– Ya no. Creo que te advirtieron de que no te metieras en esto, y, sin embargo, has movilizado a todo el Billet. Justo lo contrario de lo que te dijeron.

– Larry Daley no me da órdenes.

– Pero su jefe sí.

De pronto cayó en la cuenta de que si ella estaba en el punto de mira, Brent Green también podía estarlo. Aunque matar al fiscal general entrañaba más problemas logísticos que hacerla desaparecer a ella. Por lo visto, la Casa Blanca había decidido que no aparecieran cadáveres en las noticias del domingo por la mañana. Sus dedos se prepararon para presionar el botón de emergencia.

– ¿Has venido a hacer el trabajo sucio de Daley?

– Digamos que nuestros intereses son similares. Además, nos gusta que la Casa Blanca nos deba un favor.

– ¿Pretendes matarme aquí?

– No es necesario. Tengo a unos colegas dispuestos a hacerlo.

– ¿Tu gente?

Ella negó con la cabeza.

– Por increíble que parezca, Stephanie, has conseguido lo que los políticos llevan siglos intentando: que judíos y árabes colaboren. Los saudíes están con nosotros. Como tenemos un objetivo común, hemos dejado a un lado las diferencias. -Dixon se encogió de hombros-. Sólo por esta vez.

– Y de ese modo también se elimina el problema de que Israel mate a una norteamericana.

Dixon frunció el ceño, como si reflexionara.

– ¿Ves las ventajas? Nosotros damos con el problema y ellos lo eliminan. Todo el mundo sale ganando.

– Salvo yo.

– Conoces las reglas: tu amigo de hoy puede ser tu enemigo mañana, y viceversa. Israel tiene pocos amigos en este mundo, pero recibe amenazas de todas partes. Hacemos lo que debemos.

La primera vez que Stephanie se vio frente a un arma fue cuando buscaba, junto con Malone, a los templarios. También allí había visto muertes. Gracias a Dios había sido previsora.

– Haz lo que debas.

Su índice derecho activó la señal que pondría sobre aviso a sus agentes, a menos de un minuto de distancia, para que acudieran.

Lo único que tenía que hacer era aguantar.

De pronto los ojos de Dixon se revolvieron y al poco se cerraron. Su cabeza cayó hacia delante y su cuerpo quedó laxo.

El arma fue a parar a la hierba.

Stephanie cogió a Dixon cuando se le echó encima. Entonces lo vio: del cuello de la israelí sobresalía un dardo emplumado. Los había visto antes.

Se volvió con toda tranquilidad.

A escasos metros detrás del banco había una mujer. Alta, la tez del color de un arroyo turbio, el cabello oscuro y largo. Lucía una cara chaqueta de cachemir y unos vaqueros de cintura baja, el ceñido conjunto acentuando su esbelto y armonioso cuerpo. En la mano izquierda empuñaba una Magnum de aire comprimido.

– Agradezco la ayuda -dijo Stephanie, procurando disimular su sorpresa.

– Para eso he venido.

Y Cassiopeia Vitt sonrió.

Malone enfiló las escaleras hacia la planta baja. No sería fácil matar a Adán. Con los profesionales nunca lo era.

Bajó los escalones de dos en dos mientras comprobaba el cargador del arma. Quedaban siete balas. Se dijo que debía tener cuidado. Sin duda el israelí sabría que iría por él. A decir verdad, había provocado el desafío, ya que, antes de irse, no había cogido el arma de Haddad. Los profesionales nunca daban esas oportunidades, y la frase acerca de la cortesía profesional no tenía sentido. A los asesinos les importaba un bledo el protocolo. Eran los conserjes de los servicios de inteligencia, sólo se les enviaba a limpiar la porquería. Y los testigos formaban parte de esa mierda. Así que ¿por qué no limpiarlo todo? Tal vez Adán quisiera propiciar el enfrentamiento. Matar a un agente norteamericano, retirado o no, tendría repercusiones, pero si el agente atacaba primero… era otra cosa.

Se aclaró la mente cuando llegó a la planta baja. Su índice descansaba en el gatillo, y él estaba listo para el enfrentamiento.

Lo asaltaron sensaciones familiares, sensaciones que, como había aprendido hacía unos meses, formaban parte de su psique. Lo cierto es que en Francia había hecho las paces con esos demonios al caer en la cuenta de que era un agente y siempre lo sería, independientemente de que estuviese retirado. El día anterior, en el castillo de Kronborg, Pam le había echado en cara que necesitaba adrenalina, que ella y Gary nunca habían sido bastante. Le molestó el comentario porque no era verdad. No necesitaba adrenalina, pero sin duda era capaz de manejarla.

Salió al sol de octubre, que parecía más intenso después de la penumbra del interior del edificio, y bajó calmadamente la escalinata. Adán caminaba por la acera, a unos quince metros.

Malone fue en pos de él.

Coches aparcados flanqueaban la estrecha calle. De las avenidas a ambos extremos de la manzana llegaba el continuo estruendo del tráfico. Por la otra acera deambulaban algunas personas.

Hablar sería una pérdida de tiempo, de manera que alzó su arma.

Pero Adán giró en redondo, y Malone se pegó al suelo.

Una bala pasó silbando, arrancando un sonido metálico a uno de los vehículos. Malone rodó y disparó hacia donde se encontraba Adán. El israelí había tenido la prudencia de abandonar la acera y se parapetaba tras los coches aparcados.

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