Tolomeo I fundó el Museo, un lugar donde los eruditos podían reunirse y compartir sus conocimientos. Con el objeto de serles de ayuda también creo la biblioteca. En la época de Tolomeo III, en el 246 a.C, existían dos ubicaciones: la biblioteca principal, cerca del palacio real, y otra, más pequeña, situada en el santuario del dios Serapis, conocida como el Serapeo.
Los tolomeos eran ávidos coleccionistas de libros que enviaban legados a recorrer el mundo conocido. Tolomeo II compró la biblioteca de Aristóteles, y Tolomeo III ordenó registrar todas las naves que llegaran al puerto de Alejandría: si se encontraba algún libro se copiaba, se entregaba la copia al propietario y el original pasaba a engrosar la biblioteca. Los géneros iban de la poesía o la historia a la retórica, la filosofía, la religión, la medicina, la ciencia y las leyes. El Serapeo llegó a albergar unos 43.000 rollos, que se encontraban a disposición de todo el mundo, y el Museo otros 500.000, éstos restringidos a estudiosos.
¿Qué fue de todo ello?
Según una versión ardió cuando Julio César luchó contra Tolomeo XIII en el 48 a.C. César ordenó incendiar la flota real, pero el fuego se extendió por la ciudad y redujo a cenizas la biblioteca. Otra versión culpaba a los cristianos, que supuestamente arrasaron la biblioteca principal en el 272 d.C y el Serapeo en el 391, cuando decidieron librar a la ciudad de influencias paganas. Una tercera explicación atribuía a los árabes la destrucción de la biblioteca después de conquistar Alejandría en el 642. Cuando se preguntó al califa Omar qué hacer con los libros del tesoro imperial se dice que contestó: «Si los libros están de acuerdo con el Libro de Alá son innecesarios; sí contradicen las enseñanzas del profeta son perversos. Destruidlos.» De manera que, durante seis meses, al parecer, los rollos alimentaron las calderas de los baños públicos de Alejandría.
Era una idea que siempre hacía estremecer a Hermann: que uno de los más grandes intentos de la humanidad de reunir el conocimiento ardiera sin más ni más.
Pero ¿qué sucedió en realidad?
No cabe duda de que, cuando Egipto se enfrentó a un creciente descontento y a agresiones extranjeras, la biblioteca fue víctima de la violencia popular y la ocupación militar, y dejó de disfrutar de privilegios especiales.
¿Cuándo desapareció realmente?
Nadie lo sabía.
Y ¿era verdad la leyenda? Se decía que un grupo de entusiastas
había logrado sacar rollo tras rollo, copiando unos y sustrayendo
otros, para conservar esos conocimientos. Los cronistas llevaban siglos insinuando su existencia.
Los Guardianes.
A él le gustaba imaginar lo que habrían preservado esos entregados entusiastas: ¿obras desconocidas de Euclides? ¿Platón? ¿Aristóteles? ¿San Agustín? Además de otros muchos hombres que más tarde serían considerados padres de sus respectivos campos.
Quién lo sabía.
Y eso es lo que hacía que la búsqueda fuese tan atractiva.
Por no hablar de las teorías de George Haddad, que ofrecían a Hermann una vía para satisfacer los propósitos de la Orden. El comité político ya había decidido cómo manipular la desestabilización de Israel para sacar provecho. El plan comercial era ambicioso y viable. Siempre y cuando pudiera demostrarse la teoría de Haddad.
Hacía cinco años Haddad había informado de la visita de un Guardián. Los espías israelíes pasaron dicha información a Tel Aviv, y los judíos reaccionaron de forma exagerada, como de costumbre, e intentaron acabar con Haddad de inmediato. Por suerte intervinieron los norteamericanos, y Haddad seguía con vida. Hermann agradecía que sus contactos norteamericanos le hubieran confirmado esos datos recientemente y añadido más, razón por la cual Sabre había pasado a ocuparse de Cotton Malone.
Sin embargo ¿quién sabía nada? Tal vez Sabre averiguara más del israelí corrupto que esperaba en Alemania.
La única certeza era George Haddad.
Había que encontrarlo.
Rothenburg, Alemania
15:30
Sabre daba un paseo por la adoquinada callejuela. Rothenburg se hallaba a cien kilómetros al sur de Würzburg, una ciudad amurallada ceñida por baluartes de piedra y atalayas que databan de la Edad Media. Dentro, angostas calles serpenteaban tortuosamente entre construcciones de ladrillo y piedra con entramado de madera. Sabre buscaba una en concreto.
La Baumeisterhaus se alzaba muy cerca de la plaza principal a un tiro de piedra de la antigua torre del reloj. Un letrero de hierro anunciaba que la casa había sido construida en 1596. Sin embargo, en el siglo anterior la estructura de tres plantas había albergado una posada y un restaurante.
Empujó la puerta y lo recibió un dulce aroma a pan de manzana y canela. Un estrecho comedor situado en la planta baja desembocaba en un salón de dos niveles, las encaladas paredes salpicadas de cornamentas.
Uno de los contactos de la Orden aguardaba sentado a una mesa de roble, una figura enclenque conocida únicamente como Jonah. Sabre se aproximó. La mesa estaba cubierta con un exquisito mantel de color rosa. Una taza de porcelana llena de café descansaba frente a Jonah; al lado, en un plato, un hojaldre a medio comer.
– Están pasando cosas raras -afirmó Jonah en inglés.
– Así es Oriente Próximo.
– Más raras que de costumbre.
El tipo, un funcionario del ministerio del Interior israelí, estaba adscrito a la embajada alemana.
– Me pidió que estuviera atento a cualquier cosa relacionada con George Haddad. Al parecer ha resucitado de entre los muertos. Los nuestros están alborotados.
Él fingió no saber nada.
– ¿Cuál es la fuente de esa noticia?
– Lo cierto es que él mismo llamó a Palestina hace unos días. Quiere contarles algo.
Sabre se había reunido otras tres veces con Jonah. Hombres como él, que anteponían los euros a la lealtad, resultaban útiles, pero al mismo tiempo exigían ser precavido: los tramposos siempre hacían trampa.
– ¿Y si nos dejamos de evasivas y me dice qué quiere saber?
El hombre tomó un sorbo de café.
– Antes de que desapareciera hace cinco años, Haddad recibió la visita de alguien que se presentó como el Guardián.
Sabre ya lo sabía, pero no dijo nada.
– Le fue dada información. La cosa es algo rara, pero hay más.
Él nunca había apreciado el dramatismo del que gustaba de hacer gala Jonah.
– Haddad no fue el primero en recibir una visita así. Vi un archivo: desde 1948 ha habido otros tres que han recibido visitas parecidas de alguien llamado el Guardián. Israel estaba al tanto, pero todos esos hombres murieron a los días o semanas de esa visita. -Jonah hizo una pausa-. Si hace memoria recordará que Haddad también estuvo a punto de morir.
Sabre empezaba a entender.
– ¿Los suyos se guardan algo?
– Eso parece.
– ¿Cuándo se dieron las visitas?
– Cada veinte años durante los últimos sesenta, más o menos. Todos eran estudiosos, uno israelí y tres árabes, entre ellos Haddad. De los asesinatos se encargó el Mosad.
Sabre tenía que saber una cosa.
– Y ¿cómo se las ha arreglado para enterarse de eso?
– Como le he dicho, por los archivos. -Jonah enmudeció-. Hace unas horas llegó un comunicado. Haddad vive en Londres.
– Necesito una dirección.
Jonah se la proporcionó y añadió:
– Han enviado a unos ejecutores.
– ¿Por qué quieren matar a Haddad?
– Eso mismo le pregunté al embajador. En su día formó parte del Mosad, y me contó una historia interesante.
– Supongo que por eso estoy yo aquí.
Jonah le dedicó una sonrisa.
– Sabía que era usted un tipo listo.
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