»Y las numerosas digresiones literarias, como cuando se utilizan antiguos topónimos y luego en el texto se dice que esos lugares aún pueden verse en la actualidad. Esto apunta a influencias posteriores que conformaron, ampliaron y embellecieron el texto.
– Y cada vez que se llevaba a cabo una de esas revisiones, más se perdía el significado original -señaló Malone.
– Sin duda. Según el cálculo más acertado el Antiguo Testamento se escribió entre el 1000 y el 586 a.C. Las redacciones posteriores se sitúan entre el 500 y el 400 a.C, y después es posible que el texto sufriera retoques incluso hasta en el 300 a.C. Nadie lo sabe a ciencia cierta. Lo único que sabemos es que el Antiguo Testamento es un mosaico en el que cada pieza fue escrita en circunstancias históricas y políticas distintas, y expresa diferentes puntos de vista religiosos.
– Todo eso lo comprendo, créeme -dijo Malone, pensando de nuevo en las contradicciones del Nuevo Testamento que había descubierto hacía unos meses en Francia-. Pero nada de ello es revolucionario. Para la gente, el Antiguo Testamento o es la Palabra de Dios o una colección de historias antiguas.
– Pero ¿y si las palabras han sido modificadas hasta el punto de que han desvirtuado totalmente el mensaje original? ¿Y si el Antiguo Testamento, tal y como lo conocemos, no es, y nunca fue, el Antiguo Testamento de la época original? Eso s í podría cambiar muchas cosas.
– Soy todo oídos.
– Eso es lo que me gusta de ti -afirmó Haddad, sonriendo-. Sabes escuchar.
Malone vio en la expresión de Pam que ella no opinaba lo mismo, si bien mantuvo su palabra y permaneció en silencio.
– Tú y yo ya hemos hablado de esto antes -dijo Haddad-. El Antiguo Testamento es básicamente distinto del Nuevo. Los cristianos se toman el texto del Nuevo al pie de la letra, hasta el extremo de considerarlo historia, pero los relatos de los patriarcas, el éxodo y la conquista de Canaán no son historia, sino una exposición creativa de la reforma religiosa que acaeció en un lugar llamado Judea hace mucho tiempo. Por supuesto que hay partes de verdad en dichos relatos, pero son más ficción que realidad.
»Caín y Abel son un buen ejemplo. En la época de ese relato sólo había cuatro personas en la tierra: Adán, Eva, Caín y Abel. Sin embargo en el Génesis 4, 17 se afirma: «Conoció Caín a su mujer, que concibió y parió a Enoc.» ¿De dónde salió esa mujer? ¿Se trataría de Eva, su madre? ¿No sería eso una revelación? Luego, cuando habla de la descendencia de Adán, en el Génesis 5 se dice que Mahaleel vivió ochocientos noventa y cinco años, Jared ochocientos, y Enoc trescientos sesenta y cinco. Y Abraham se supone que tenía cien años cuando Sara, que contaba con noventa, tuvo a Isaac.
– Nadie se toma eso al pie de la letra -objetó Pam.
– Los judíos devotos opinarían lo contrario.
– ¿Qué quieres decir, George? -preguntó Malone.
– El Antiguo Testamento, tal y como lo conocemos en la actualidad, es el resultado de diversas traducciones. La lengua hebrea del texto original dejó de utilizarse alrededor del 500 a.C, de modo que para entender el Antiguo Testamento hemos de aceptar las interpretaciones judías tradicionales o acudir en busca de orientación a dialectos modernos descendientes de ese hebreo que se ha perdido. No podemos servirnos del primer método, ya que los estudiosos judíos que interpretaron el texto en un principio, entre el 500 y el 900 d.C, un millar de años o más después de que fuera escrito por vez primera, ni siquiera sabían hebreo antiguo, de manera que basaron sus reconstrucciones en conjeturas. El Antiguo Testamento, venerado por muchos por creerlo la Palabra de Dios, no es más que una traducción poco fidedigna.
– George, tú y yo ya hemos discutido esto antes, y los estudiosos llevan siglos dándole vueltas. No es ninguna novedad.
Haddad le dedicó una sonrisa ladina.
– Pero no he terminado la explicación.
Viena, Austria
14:45
A Alfred Hermann el ambiente de su castillo le recordaba a una tumba. Su soledad sólo se veía interrumpida cuando se celebraba la asamblea de la Orden o se reunían las Sillas.
Lo cual no era el caso ese día.
Y se sentía satisfecho.
Estaba instalado en sus dependencias, una serie de amplias estancias en la segunda planta del ch â teau , cada una de las cuales comunicada con la siguiente sin pasillo alguno, al estilo francés. La reunión invernal de la cuadragésimo novena asamblea se celebraría dentro de menos de dos días, y lo complacía que fueran a asistir los setenta y un miembros de la Orden del Vellocino de Oro. Incluso Henrik Thorvaldsen, que en un principio dijo que no acudiría, había confirmado su presencia. Los miembros no hablaban desde primavera, así que sabía que, en los días que se avecinaban, las discusiones serían arduas. Su cometido consistía en garantizar que las reuniones resultaran provechosas. El personal de la Orden ya estaba disponiendo el salón de reuniones del castillo -y todo estaría listo para cuando llegaran los miembros a pasar el fin de semana-, pero a él no le preocupaba la asamblea. Antes bien, sus pensamientos se centraban en encontrar la Biblioteca de Alejandría, un sueño que llevaba décadas acariciando.
Atravesó la habitación.
La maqueta, que había encargado años antes, ocupaba el rincón norte de la estancia. Era una espectacular miniatura de lo que supuestamente había sido la Biblioteca de Alejandría en tiempos de César. Acercó una silla a ella y se sentó. Sus ojos se embebieron de los detalles, su mente se recreaba.
Llamaban la atención dos columnatas. Sabía que ambas habrían estado llenas de estatuas, los suelos cubiertos de alfombras, las paredes ornadas con tapices. En los numerosos asientos que festoneaban los corredores los estudiosos discutían el significado de una palabra o la cadencia de un verso, o se enzarzaban en alguna cáustica controversia sobre un nuevo descubrimiento. Ambos espacios techados se abrían a habitaciones laterales en las que papiros, manuscritos y más tarde códices se almacenaban, apilados con holgura, etiquetados para proceder a su catalogación, o en estanterías. En otras estancias los copistas se afanaban en crear copias, que se vendían para obtener ingresos. Los miembros de la biblioteca disfrutaban de un elevado salario y estaban exentos de impuestos, y además se les proporcionaba sustento y alojamiento. Había salas de conferencias, laboratorios, observatorios, incluso un zoo. Gramáticos y poetas ocupaban los puestos más prestigiosos; físicos, matemáticos y astrónomos recibían el mejor equipo. La arquitectura del edificio era decididamente griega, el conjunto similar a un elegante templo.
«Qué sitio», pensó.
Qué época.
El conocimiento sólo había experimentado una ampliación radical en dos momentos de la historia de la Humanidad: uno durante el Renacimiento, que continuaba hasta el presente, y el otro durante el siglo iv antes de Cristo, cuando Grecia era el faro del mundo.
Se remontó a trescientos años antes de Cristo y pensó en la muerte de Alejandro Magno. Sus generales se disputaron su grandioso imperio, y al final el reino se dividió en tres partes y dio comienzo la época helenística, un periodo de dominación griega en el mundo entero. Una de esas terceras partes fue reclamada por un macedonio de amplias miras: Tolomeo, que se nombró a sí mismo rey de Egipto en el 304 a.C., fundó la dinastía tolemaica, y fijó la capital en Alejandría.
Los tolomeos eran intelectuales. Tolomeo I fue historiador; Tolomeo II, zoólogo; Tolomeo III, mecenas de la literatura; Tolomeo IV, dramaturgo. Cada uno de ellos escogió a destacados estudiosos y científicos como maestros de sus hijos y alentó a los sabios para que fueran a Alejandría.
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