– El hombre al que describió la mujer ha asistido a actos de la Orden. No es miembro, sino un empleado. Ella no oyó cómo se llamaba, pero una vez su novio empleó unas palabras que también he oído antes: die Klauen der Adler.
Ella tradujo en silencio: Las Garras del Águila.
– ¿No vas a contarme más?
– ¿Qué te parece si te lo cuento cuando esté más seguro?
El pasado junio, cuando conoció a Thorvaldsen, él no se había mostrado muy comunicativo, lo cual no hizo más que avivar la tirantez que ya existía entre ambos. Pero desde entonces Stephanie había aprendido a no subestimar al danés.
– De acuerdo. Has dicho que el principal interés de la Orden era Oriente Próximo. ¿A qué te referías?
– Agradezco que no me presiones.
– En algún momento tenía que empezar a colaborar contigo. Además, de todos modos no ibas a decírmelo.
Thorvaldsen se rió.
– Somos bastante parecidos.
– Eso sí que me asusta.
– Tampoco es para tanto. Sin embargo, respondiendo a tu pregunta sobre Oriente Próximo te diré que, por desgracia, el mundo árabe sólo respeta la fuerza. No obstante también saben negociar, y tienen mucho que ofrecer, sobre todo petróleo.
La conclusión era indiscutible.
– ¿Quién es el enemigo número uno de los árabes? -preguntó Thorvaldsen-. ¿Norteamérica? No, Israel. Ésa es la espina que tienen clavada, ahí, en mitad de su mundo. Un Estado judío, resultado de la partición de 1948, cuando casi un millón de árabes se vio desplazado por la fuerza. Es cierto, los judíos también sufrieron, pero el mundo les cedió un territorio que palestinos, egipcios, jordanos, libaneses y sirios llevaban siglos reclamando. A eso lo llamaron la nakba, la catástrofe.
– Y entonces estalló la guerra -dijo Stephanie-. La primera de muchas.
– Todas ellas ganadas por Israel. Durante los últimos sesenta años los israelíes se han aferrado a su tierra, y todo porque Dios le dijo a Abraham que así sería.
Stephanie recordó el pasaje que había citado Green: «Dijo Yavé a Abram: “Alza tus ojos, y desde el lugar donde estás mira al norte y al mediodía, al oriente y al occidente. Toda esa tierra que ves te la daré yo a ti y a tu descendencia para siempre.”»
– La promesa que Dios le hizo a Abraham es uno de los motivos por los que Palestina les fue dada a los judíos -explicó Henrik-. Supuestamente es su patria ancestral, legada por el mismísimo Dios. ¿Quién puede discutir eso?
– Al menos un erudito palestino del que he oído hablar.
– Cotton me contó lo de George Haddad y la biblioteca.
– No debió hacerlo.
– Creo que en este instante le importan un bledo las normas, y ahora mismo tampoco es que esté muy contento contigo.
Se lo merecía.
– Mis fuentes en Washington me dicen que la Casa Blanca quiere que se encuentre a Haddad. Supongo que lo sabes.
Ella no dijo nada.
– No pensé que fueses a confirmarlo ni a desmentirlo, pero aquí se está cociendo algo, Stephanie, algo importante. Los poderosos no acostumbran a malgastar su tiempo en tonterías.
Ella estaba de acuerdo.
– Te puedes cargar a gente, aterrorizarla día tras día, y no cambiarás nada. Pero si posees lo que tu enemigo quiere o no quiere que nadie más tenga, tienes verdadero poder. Conozco la Orden del Vellocino de Oro. Influencia. Eso es lo que buscan Alfred Hermann y la Orden.
– Y ¿qué harán con ella?
– Si golpea a Israel en su mismo centro, como bien podría ser, el mundo árabe negociaría para conseguirla. Todo el mundo en la Orden quiere beneficiarse de unas relaciones amistosas con los árabes. El precio del petróleo por sí solo basta para captar su atención, pero hacerse con nuevos mercados para sus bienes y servicios es un premio aún mayor. ¿Quién sabe? La información hasta podría poner en duda la existencia del Estado judío, lo cual cerraría numerosas heridas abiertas. La defensa que Norteamérica le brinda desde hace tiempo a Israel resulta costosa. ¿Cuántas veces ha sucedido? Una nación árabe afirma que habría que destruir Israel, Naciones Unidas interviene, Estados Unidos lo censura, todo el mundo se cabrea y se dejan oír las armas. Acto seguido hay que repartir concesiones y dólares para aplacar los ánimos. Si eso dejara de ser necesario, imagina lo complaciente que podría ser el mundo, y Norteamérica.
Lo cual bien podría ser el legado que Larry Daley quería para el presidente. Sin embargo Stephanie sintió la necesidad de preguntar:
– ¿Qué podría ser tan poderoso?
– No lo sé. Pero hace unos meses tú y yo leímos un documento antiguo que básicamente lo cambiaba todo. Tal vez se trate de algo con un poder similar.
Tenía razón, pero la realidad era otra.
– Cotton necesita esta información.
– La tendrá, pero primero hemos de conocer toda la historia.
– Y ¿cómo piensas hacerlo?
– La reunión de invierno de la Orden es este fin de semana. No pretendía ir, pero he cambiado de idea.
Londres
13:20
Malone se bajó del taxi e inspeccionó la tranquila calle: fachadas con el tejado a dos aguas, columnas laterales acanaladas y alféizares floridos. Cada una de las pintorescas casas georgianas parecía una serena morada de la antigüedad, un refugio natural de ratones de biblioteca y estudiosos. George Haddad se sentiría como en casa.
– ¿Aquí es donde vive? -inquirió Pam.
– Eso espero. No tengo noticias suyas desde hace casi un año, pero ésta es la dirección que me dio hace tres.
La tarde era fría y seca. Antes había leído en The Times que Inglaterra se veía afectada por una sequía otoñal poco corriente. El larguirucho no los había seguido desde Heathrow, pero tal vez otro se hubiera encargado de dicho cometido, ya que a todas luces ese tipo estaba en contacto con otros. Sin embargo, no había ningún otro taxi a la vista. Se le antojaba raro que Pam todavía estuviera con él, pero se merecía esa sensación de extrañeza. Se la había buscado al insistir en que fuera.
Subieron la escalinata y entraron en el edificio. Él se rezagó en el vestíbulo disimuladamente y observó la calle.
Pero nada, ni coches ni personas sospechosas.
El timbre del tercer piso hizo sonar un discreto tintineo. El hombre de tez cetrina que abrió era bajo, de cabello ceniciento y rostro cuadrado. Sus ojos de color castaño cobraron vida al ver a su invitado; pero Malone percibió cierto nerviosismo reprimido en la ancha sonrisa de bienvenida que le dedicó.
– Cotton, menuda sorpresa. Precisamente me acordé de ti el otro día.
Se estrecharon la mano con calidez, y Malone le presentó a Pam. Haddad los invitó a pasar. Unas gruesas cortinas de encaje atenuaban la luz del día, y Malone registró deprisa la decoración, que parecía discordante a propósito: había un piano, varias cómodas, sillones, lámparas adornadas con pantallas de seda plisada y una mesa de roble en la que un computador quedaba sepultado entre libros y papeles.
Haddad hizo un amplio gesto con el brazo, como para abarcar aquel caos.
– Mi mundo, Cotton.
Las paredes estaban salpicadas de mapas, tantos que la pintura verde salvia apenas se veía. La mirada de Malone los barrió, y se percató de que eran de Tierra Santa, Arabia y el Sinaí, tanto modernos como antiguos; unos fotocopias y otros originales; todos ellos interesantes.
– Forma parte de mi obsesión -aclaró Haddad.
Tras una agradable conversación trivial Malone decidió ir al grano.
– Las cosas han cambiado, por eso he venido.
Le contó lo que había ocurrido el día anterior.
– ¿Tu hijo está bien? -se interesó Haddad.
– Sí, pero hace cinco años no hice preguntas porque era parte de mi trabajo. Ya no lo es, así que quiero saber qué está pasando.
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