Steve Berry - La Traición Veneciana

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Hay quién mataría por descubrir el secreto del poder de Alejandro Magno.
Copenhague, Ámsterdam, Venecia, Samarcanda; 7 días, el plazo para cambiar el curso de la historia. El mundo se enfrenta a la mayor amenaza biológica de la historia. Una sola mujer posee el arma defi nitiva para erradicar a sus enemigos. Y un solo hombre conoce la clave para desactivarlos y acabar con las grandes pandemias que asolan el planeta. Ambos carecen de moral y a la vez ambos comparten su talón de Aquiles: la ambición sin límite. ¿Podrán detenerlos dos hombres y dos mujeres a quienes sólo mueve el deseo de justicia y equidad? En el año 323 a. C. murió Alejandro Magno, el hombre que había logrado acaparar más poder que ningún otro. En la actualidad, una mujer dominada por su deseo de emular al gran conquistador busca lo que él se llevó a la tumba: el secreto de su poder.

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– ¿Y yo? -gruñó Malone mientras se levantaba y se limpiaba-. ¿No me preguntas si estoy bien y me dices que te alegras de ver que no me he convertido en un pollo asado?

Cassiopeia meneó la cabeza y también lo abrazó.

– ¿Cuántos autobuses te han pasado por encima? -preguntó Malone al ver su cara.

– Sólo uno.

– ¿Os conocéis? -preguntó Ely.

– De vista.

Ella vio que la expresión en el rostro de Malone cambiaba al ver a Viktor

– ¿Qué está haciendo él aquí?

– Lo creas o no -dijo ella-, está de nuestro lado… O, al menos, eso creo.

Stephanie señaló el fuego que se divisaba en la distancia y a los hombres que corrían hacia él.

– Zovastina está muerta -anunció.

– Qué tragedia -comentó Viktor-. Un terrible accidente de helicóptero del que han sido testigos cuatro miembros de la milicia. Tendrá un glorioso funeral.

– Y Daniels se asegurará de que el próximo ministro de la Federación de Asia Central sea más amigable -añadió Stephanie.

Cassiopeia divisó entonces unos puntos en el cielo, cada vez mayores, que se aproximaban por el este.

– Tenemos compañía.

Vieron cómo la flota se acercaba.

– Son nuestros -dijo Malone-. Apache AH64 y un Blackhawk.

Los aviones de combate norteamericanos aterrizaron. Se abrió la puerta de uno de los Apache y Malone reconoció un rostro familiar.

Edwin Davis.

– Tropas de Afganistán -explicó Viktor-. Davis me dijo que estarían cerca, vigilando, listos para venir cuando los necesitáramos.

– Tal vez matar a Zovastina de ese modo no haya sido muy inteligente -señaló Stephanie.

Cassiopeia percibió el tono de resignación en la voz de su amiga.

– ¿Y eso por qué? -quiso saber.

Thorvaldsen se le adelantó.

– Los ordenadores de Vincenti y Lyndsey estaban en ese helicóptero. Tú no lo sabías, pero Vincenti encontró la cura para el sida. Él y Lyndsey la desarrollaron, y todos los datos estaban en esos ordenadores. Vincenti tenía un pendrive cuando murió, pero, por desgracia -el danés señaló la casa que ardía-, se habrá perdido.

Cassiopeia captó una traviesa mirada en el sucio rostro de Malone. También vio que Ely sonreía. Ambos estaban exhaustos, pero su sentimiento de triunfo parecía contagioso.

Ely se metió la mano en el bolsillo y luego les mostró la palma de su mano.

Un pendrive.

– ¿Qué es eso? -preguntó ella, esperanzada.

– La vida.

NOVENTA Y CUATRO

Malone admiró la tumba de Alejandro Magno. Después de la llegada de Edwin Davis, un escuadrón de las fuerzas especiales había tomado el control de la finca, desarmando a los soldados que quedaban sin tener que luchar. El presidente Daniels había autorizado la incursión, después de que Davis le hubo dicho que dudaba mucho que hubiera ninguna clase de resistencia por parte de la Federación.

Zovastina estaba muerta. Empezaba una nueva era.

Una vez que la finca estuvo controlada, mientras la oscuridad empezaba a cernerse sobre las montañas, subieron a los estanques y se sumergieron en el de aguas ambarinas. Incluso Thorvaldsen, quien deseaba ver la tumba desesperadamente. Malone lo había ayudado en el túnel, y el danés, a pesar de su edad y su deformidad, se había revelado como un excelente nadador.

Habían cogido más linternas y focos de los Apache, y ahora la tumba resplandecía con las luces eléctricas. Malone contempló maravillado un muro cubierto de azulejos, cuyos tonos de color azul, amarillo, naranja y negro aún vibraban después de dos milenios.

Ely estaba examinando unos motivos que representaban a tres leones, trazados con gran habilidad sobre las coloridas baldosas.

– Algo parecido a esto aparece en los cortejos de la antigua Babilonia. Conservamos algunos restos. Pero he aquí uno totalmente intacto.

Edwin Davis los había acompañado; también quería ver lo que Zovastina había ocultado. Malone se sintió mejor sabiendo que el otro lado de los estanques estaba custodiado por un sargento del equipo de operaciones especiales y por tres soldados de las fuerzas aéreas armados con carabinas M4. Stephanie y él le habían hecho a Davis un resumen de lo ocurrido, y estaba empezando a cogerle simpatía al asesor de Seguridad Nacional, especialmente después de haberse anticipado a su necesidad de apoyo.

La Traición Veneciana - изображение 15

Ely estaba de pie junto a los sarcófagos. En el lateral de uno de ellos se leía una sola palabra: Más letras adornaban el otro lado:

Éste es Alejandro dijo Ely La inscripción más larga pertenece a la Ilíada - фото 16

– Éste es Alejandro -dijo Ely-. La inscripción más larga pertenece a la Ilíada : «Que fuera siempre el mejor y que sobresaliera por encima de los demás.» La expresión homérica del ideal del héroe. Alejandro debió de vivir así. Zovastina también adoraba esa cita. La mencionaba muchas veces. La gente que lo enterró aquí escogió bien su epitafio.

Ely señaló el otro sarcófago, con una inscripción más simple:

Hefestión amigo de Alejandro La palabra amante no hacía justicia a su - фото 17

– «Hefestión, amigo de Alejandro.» La palabra «amante» no hacía justicia a su relación. Ser llamado amigo era el elogio supremo para un griego, reservado únicamente para los más amados.

Malone se percató de que alguien había limpiado la pátina de polvo que cubría la imagen de un caballo en la tumba de Alejandro.

– Lo hizo Zovastina, cuando estuvimos aquí -dijo-. Estaba hipnotizada por esa imagen.

– Es Bucéfalo -señaló Ely-. Tiene que serlo. El caballo de Alejandro. Él veneraba a ese animal. El caballo murió durante la campaña asiática y lo enterraron en algún lugar de las montañas, no muy lejos de aquí.

– Zovastina también llamó así a su caballo favorito -añadió Viktor.

Malone examinó la cámara. Ely señaló unos cálices, unos frascos de plata para contener perfumes, un cuerno con forma de cabeza de carnero, incluso unas espinilleras de bronce y cuero que una vez protegieron las piernas de un guerrero.

– Es asombroso -comentó Stephanie.

Él estaba de acuerdo.

Cassiopeia se encontraba junto a uno de los sarcófagos, cuya tapa estaba abierta.

– Zovastina echó un vistazo -dijo Viktor.

Dirigieron sus linternas al interior, iluminando el cuerpo momificado.

– Es raro que no lo cubrieran con cartonajes -dijo Ely-. Aunque quizá no conocían la técnica o no tuvieron tiempo de hacerlo.

El cuerpo estaba cubierto, desde el cuello hasta los pies, por láminas de oro del tamaño de una hoja de papel; algunas estaban desparramadas en el interior del féretro. El brazo derecho estaba doblado a la altura del codo y situado sobre el abdomen. El izquierdo permanecía rígido; el antebrazo se había desgajado. La mayor parte del cuerpo se hallaba firmemente ceñida por vendajes, y sobre el pecho, parcialmente expuesto, yacían tres discos de oro.

La estrella macedonia señaló Ely La insignia de Alejandro Son - фото 18

– La estrella macedonia -señaló Ely-. La insignia de Alejandro. Son impresionantes, unas piezas muy hermosas.

– ¿Cómo consiguieron traer todo esto hasta aquí? -preguntó Stephanie-. Estos sarcófagos son grandes.

Ely señaló la habitación.

– Hace dos mil trescientos años la topografía seguramente era diferente. Apuesto a que existía otro modo de entrar. Quizá los estanques no tenían el mismo nivel, el túnel era más accesible y no estaba sumergido. ¿Quién sabe?

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