Malone esperaba que le diera una explicación convincente.
– El remedio para el sida está en esta casa. He de conseguirlo.
No estaba mal. Entendía la urgencia de ese cometido, tanto para Ely como para Cassiopeia. Por su lado pasó uno de los artilugios, hacia la intersección de los dos corredores. Estaba perdiendo el tiempo dentro de la casa, pero tenía que saberlo.
– ¿Adónde han ido los demás?
– No lo sé. Estaban todos en el comedor. Zovastina y sus hombres los retenían. He conseguido entrar en el pasadizo antes de que pudieran seguirme.
– ¿Dónde está esa cura?
– En un laboratorio, en el sótano. Hay una entrada en la biblioteca, donde estuvimos primero.
Ely no podía disimular la excitación en su voz.
Seguramente era una locura, pero ¿qué demonios? Parecía ser la historia de su vida.
– Llévame hasta allí.
Cassiopeia daba vueltas alrededor de Zovastina. Stephanie, Henrik y Lyndsey permanecían de pie, encañonados, a un lado. Aparentemente, la ministra quería un espectáculo, una exhibición de su valor ante sus hombres. Bien, pues le concedería una buena pelea.
Zovastina atacó primero, rodeando el cuello de Cassiopeia con los brazos y haciendo que se inclinara hacia delante. Era fuerte, más de lo que esperaba. La mujer se dejó caer hábilmente y arrastró a Cassiopeia consigo, levantándola por los aires.
El golpe fue duro.
Combatiendo el dolor, se incorporó y plantó su pie izquierdo en el pecho de Zovastina, lo que hizo tambalear a la ministra. Cassiopeia usó ese momento para sacudirse el dolor que atenazaba sus miembros y luego arremetió contra ella.
Su hombro chocó contra unos muslos fuertes como una roca, y ambas mujeres cayeron al suelo.
Malone entró en la biblioteca. No había visto a ningún soldado durante su cauteloso recorrido de la planta baja. Cada momento que pasaba había más humo, y el calor era más intenso. Ely corrió hacia un cadáver que yacía en el suelo.
– Zovastina le disparó. Es uno de los hombres de Vincenti -dijo cuando encontró el mando plateado-. Lo usó para abrir el panel.
Ely pulsó uno de los botones.
El gabinete de estilo oriental giró ciento ochenta grados.
– Este sitio es como un parque de atracciones -comentó Malone, y siguió a Ely por el oscuro pasillo.
La sangre de Zovastina ardía inflamada por la ira. Estaba acostumbrada a ganar: en el buzkashi, en la política, en la vida. Había retado a Vitt porque quería que supiera quién era la mejor. También quería que sus hombres vieran que su líder no le tenía miedo a nadie. Ciertamente, sólo había unos pocos, pero los relatos de unos pocos han sido siempre el origen de las leyendas.
Ahora todo aquello era suyo. La casa de Vincenti sería destruida y en su lugar se erigiría un monumento en honor al conquistador que había elegido ese sitio como su lugar de descanso final. Él era griego de nacimiento, pero asiático de corazón, y en definitiva eso era lo que importaba.
Se dio impulso con las piernas y una vez más consiguió zafarse del ataque de Vitt, pero la mantuvo salvajemente asida por el brazo, lo que usó para hacer que se incorporara violentamente.
Clavó su rodilla en la barbilla de Cassiopeia, un golpe que produciría intensas descargas de dolor en su cerebro. Casi podía sentirlo ella misma. Luego le asestó un fuerte puñetazo en la cara. ¿Cuántas veces había atacado a otro chapandaz en el campo de juego? ¿Cuánto tiempo había sostenido un pesado boz? Sus fuertes brazos y sus manos estaban acostumbrados al dolor.
Vitt cayó de rodillas, aturdida.
¿Cómo osaba esa insignificante mujer considerarse su igual? Estaba vencida, eso parecía claro. Ya no quedaba en ella ningún atisbo de volver a la lucha. Así que Zovastina colocó suavemente el tacón de su bota contra la frente de Vitt y de un empujón arrojó bruscamente a su oponente al suelo.
Cassiopeia no se movió.
La ministra, furiosa y jadeante, se irguió y se limpió el polvo que cubría su rostro. Luego dio media vuelta, satisfecha por la pelea. Sus ojos no transmitían ironía, buen humor ni tampoco simpatía. Viktor expresó su aprobación. Los soldados la contemplaron con admiración.
Era agradable ser una luchadora.
Malone entró en el laboratorio subterráneo. Estaban al menos a nueve metros bajo el suelo, rodeados de roca, la casa ardiendo por encima de ellos. El aire hedía a fuego griego y había percibido una pestilencia similar en la escalera que bajaba al sótano.
Por lo visto, allí se desarrollaba algún tipo de investigación biológica, ya que había varios contenedores sellados y un refrigerador con una señal brillante que advertía del riesgo biológico. Tanto él como Ely dudaron en el umbral, ambos renuentes a aventurarse más lejos. Su sentimiento se vio acentuado por las manchas de líquido que se veían sobre las mesas. Malone las había visto antes, en el Museo Grecorromano, aquella primera noche.
Dos cuerpos yacían en el suelo. Uno, el de una mujer demacrada, vestida con un albornoz; el otro, el de un hombre enorme, que llevaba un traje oscuro. A ambos les habían disparado.
– Según dijo Lyndsey -apuntó Ely-, Vincenti tenía el pendrive en la mano cuando Zovastina lo mató.
Tenían que acabar con eso, así que se acercaron con cuidado a las mesas y contemplaron el cadáver. Ciento treinta kilos por lo menos. El cuerpo yacía de costado, con un brazo extendido, como si hubiera intentado levantarse. Cuatro orificios de bala en el pecho. Una de sus manos estaba abierta cerca de la pata de la mesa; la otra, cerrada. Ely usó el cañón del rifle para presionarla y lograr que se abriera.
– Aquí está -dijo, ansioso al arrodillarse y coger el dispositivo.
A Malone, el joven le recordaba a Cal Thorvaldsen, aunque sólo se habían encontrado una vez, en México, D.F., cuando su vida se cruzó por primera vez con la de Henrik Thorvaldsen. Era fácil ver por qué Thorvaldsen se sentía vinculado a Ely.
– Este lugar está a punto de arder -dijo.
Ely se levantó.
– Me equivoqué totalmente al confiar en Zovastina. Pero ella era tan entusiasta… Realmente parecía apreciar el estudio del pasado.
– Y así es… Para ver qué puede aprender de él.
Ely sacudió sus ropas.
– Estoy cubierto de esa sustancia.
– Ya has estado aquí; ya has hecho lo que querías.
– Zovastina es una lunática, una asesina.
Malone estaba de acuerdo.
– Ya que tenemos lo que hemos venido a buscar, ¿qué te parece si tú y yo no nos convertimos en otra de sus víctimas? -Hizo una pausa-. Además, Cassiopeia me pateará el culo si te ocurre algo.
Zovastina subió al helicóptero. Lyndsey ya estaba dentro, esposado al mamparo.
– Ministra, no seré un problema, se lo juro. Haré todo lo que necesite. Se lo aseguro. No es necesario que me convierta en su prisionero, por favor…
– Si no te callas -repuso ella con calma-, te pego un tiro ahora mismo.
El científico pareció comprender que ésa era la mejor opción, así que guardó silencio.
– No vuelvas a abrir la boca.
Zovastina inspeccionó el espacioso compartimento, que en circunstancias normales podía contener una docena de hombres armados. Los dos ordenadores de Vincenti y los dos robots habían sido atados fuertemente. Cassiopeia Vitt todavía yacía inmóvil en el suelo y los prisioneros estaban custodiados por cuatro soldados.
Viktor estaba de pie, junto al aparato, en el exterior.
– Buen trabajo -le dijo ella-. Una vez que me haya ido, haz estallar la casa y mata a esta gente. Confío en ti para que este lugar esté seguro. Enviaré más hombres en cuanto haya regresado a Samarcanda. Este lugar es ahora propiedad de la Federación.
Читать дальше