– En el helicóptero la cambió por una de las nuestras.
Viktor observó cómo la mente de la ministra barajaba todas las posibilidades.
– Necesitamos a Lyndsey fuera de la casa. Él es lo único que nos queda ahí.
– ¿Y Malone y Vitt?
– Mis hombres están esperando. Y sus armas están cargadas.
Stephanie observó uno de los dormitorios de la mansión desde el panel abierto. La estancia estaba cuidadosamente decorada en estilo italiano; todo estaba en calma, salvo por un zumbido mecánico que llegaba desde más allá de la puerta abierta, que conducía a la segunda planta.
Salieron del pasadizo.
Una de las máquinas que dispersaban el fuego griego se desplazaba hacia el vestíbulo, rociándolo todo a su paso. Una densa nube llenaba la habitación, lo que indicaba que los robots ya la habían visitado.
– Están rociando la casa rápidamente -dijo Thorvaldsen mientras se dirigían hacia la puerta.
Stephanie se disponía a advertirle que se detuviera cuando el danés salió y una voz desconocida -masculina, extranjera- gritó.
Thorvaldsen se quedó helado y lentamente levantó las manos.
– Uno de sus soldados -le susurró Ely quedamente a Stephanie-. Le ha dicho a Henrik que se detenga y levante las manos.
Thorvaldsen tenía la cabeza vuelta hacia el guardia, quien aparentemente estaba a su derecha, sin posibilidad de ver el interior de la habitación. Stephanie se había preguntado dónde estaban las tropas, y esperaba que hubieran sido evacuadas cuando las máquinas empezaron a patrullar.
Oyó más voces que gritaban.
– ¿Y ahora? -susurró.
– Quiere saber si está solo -dijo Ely.
Cassiopeia y Malone descendieron a toda velocidad por la ladera, todavía con las ropas mojadas. Él se abrochó la camisa mientras bajaban.
– Podrías haberme advertido de que las armas no servían -le dijo Cassiopeia.
– ¿Y cuándo se supone que podía decírtelo? -Saltó por encima de las rocas y siguió corriendo por la escarpada vertiente. Respiraba de forma acelerada. Ya no tenía treinta años, era cierto, pero sus huesos de cuarenta y ocho no habían perdido del todo la forma-. No quería que Viktor sospechara que sabíamos nada.
– Y no lo sabíamos. ¿Por qué dejaste tu arma?
– Debía jugar a su juego.
– Eres un bicho raro -espetó ella en el mismo momento en que alcanzaban terreno llano.
– Me lo tomaré como un cumplido, viniendo de alguien que se ha paseado por toda Venecia con un arco y unas flechas al hombro.
La casa se alzaba a un campo de fútbol de distancia. Malone no vio a nadie patrullando en el exterior, ni tampoco ningún movimiento en el interior, tras las ventanas.
– Hemos de comprobar una cosa.
Corrió hacia el helicóptero y saltó al compartimento trasero. Dio con el armero y encontró los AK-74, las municiones apiladas a un lado.
Los examinó.
– Todos de fogueo. -Habían insertado cuidadosamente clavijas en el cañón para acomodar los falsos proyectiles y permitir que los cartuchos fueran expulsados-. ¡Hay que ser un capullo concienzudo! Le voy a dar su merecido.
Encontró el arma que había traído desde Italia y comprobó el cargador. Cinco balas.
Cassiopeia cogió un rifle de asalto y le insertó un cargador.
– Nadie sabe que las balas son de fogueo. Por ahora bastará.
Él cogió uno de los AK-74.
– Estoy de acuerdo. Las apariencias engañan.
Zovastina y Viktor salieron del estanque. Malone y Vitt se habían ido.
Todas las armas estaban sobre la arena que cubría el suelo.
– Malone es un problema -afirmó ella.
– No hay por qué preocuparse -repuso Viktor-. Me encargaré de él.
Stephanie escuchaba cómo el soldado del vestíbulo seguía gritando órdenes a Thorvaldsen; la voz se oía cada vez más cerca de la entrada. El rostro de Lyndsey se contrajo por el pánico, y Ely le tapó la boca rápidamente con la mano y lo arrastró al otro lado de una cama con dosel, donde se escondieron.
Luego, con sorprendente calma, fijó su mirada en una figura de porcelana china que descansaba sobre el tocador. La agarró y se situó con sigilo detrás de la puerta.
Entre las bisagras pudo ver cómo el guardia entraba en el dormitorio. En cuanto apareció, lo golpeó en la nuca con la estatuilla. El tipo se tambaleó y Stephanie lo remató asestándole otro golpe; luego, cogió su rifle.
Thorvaldsen se acercó rápidamente y se apoderó de las armas que el soldado llevaba en el cinto.
– Estaba esperando que improvisaras.
– Y yo estaba esperando a que esos hombres se fueran.
Ely trajo a Lyndsey.
– Has hecho un buen trabajo con él -dijo Stephanie dirigiéndose a Ely.
– Estaba temblando como un flan.
Ella estudió el AK-74. Había aprendido bastante sobre pistolas, pero los rifles de asalto eran otra cosa. Nunca había disparado ninguno. Thorvaldsen pareció percibir sus dudas y le ofreció su arma.
– ¿Quieres que las intercambiemos?
Stephanie no la rechazó.
– ¿Puedes manejar uno de éstos?
– Tengo algo de experiencia.
Ella tomó nota mentalmente para inquirir posteriormente sobre ese punto. Se aproximó a la entrada y espió sigilosamente el vestíbulo. No se veía a nadie por ningún lado. Abrió la marcha y el grupo avanzó cautelosamente por el vestíbulo, hacia el descansillo del segundo piso, donde la escalera descendía hasta la entrada principal.
Otra de las máquinas rociadoras de fuego griego apareció tras ellos, corriendo de una habitación a otra. Su súbita aparición hizo que Stephanie se distrajera un momento y dejara de atender al frente.
Allí, el muro de la izquierda acababa y se convertía en una sólida balaustrada de piedra.
Un movimiento en la planta baja llamó su atención.
Dos soldados.
Al instante reaccionaron, empuñando sus armas y abriendo fuego.
Cassiopeia oyó el sonido de un arma automática que disparaba en el interior de la casa.
Su primer pensamiento fue para Ely.
– Recuerda que sólo tenemos cinco disparos -le advirtió Malone. Y ambos bajaron corriendo del helicóptero.
Zovastina y Viktor salieron de la grieta y estudiaron la escena que se desarrollaba unos metros más abajo. Malone y Vitt corrían desde el helicóptero, armados con sendos rifles de asalto.
– ¿Están cargados? -preguntó ella.
– No, ministra. Fogueo.
– Cosa que Malone, sin duda, sabe. Los llevan para intimidar.
El tiroteo en el interior de la casa la alarmó.
– Esas tortugas explotarán si las alcanzan los disparos -señaló Viktor.
Necesitaba a Lyndsey antes de que eso ocurriera.
– He escondido municiones para las pistolas y cargadores para los rifles a bordo -dijo él-. Sólo por si los necesitamos.
Ella admiró su capacidad de previsión.
– Buen trabajo. Tendré que recompensarte.
– Primero hemos de acabar con esto.
Zovastina le dio una palmadita en el hombro.
– Eso es lo que vamos a hacer.
Las balas rebotaron en la barandilla de sólido mármol. Un espejo de pared se rompió en mil pedazos y cayó al suelo. Stephanie buscó un lugar en el que refugiarse, más allá de la balaustrada; los otros se acurrucaron tras ella.
Más balas pasaron silbando a su derecha, haciendo saltar el yeso de la pared.
Por suerte, el ángulo les proporcionaba cierta protección. Para poder disparar cómodamente, los soldados debían subir por la escalera, lo que le daba a ella una oportunidad.
Thorvaldsen se acercó.
– Déjame.
Stephanie retrocedió y el danés descargó una ráfaga de disparos con su AK-74 en dirección a la planta baja. El ataque produjo el resultado deseado. Todos los disparos que procedían de la planta inferior cesaron.
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