– Ely tiene el control absoluto de la tumba y está trabajando en ella -explicó Thorvaldsen-. Dice que gran parte de la historia deberá reescribirse. Ha encontrado muchas inscripciones, obras de arte, e incluso uno o dos mapas. Un material increíble.
– ¿Y qué hay de Edwin Davis y Danny Daniels? -quiso saber Malone-. ¿Están satisfechos?
Thorvaldsen sonrió.
– Hablé con Ely hace un par de días. Daniels está agradecido por todo lo que hemos hecho. Le ha gustado especialmente que Cassiopeia hiciera estallar ese helicóptero. No es muy compasivo, que digamos; es un tipo duro.
– Me alegro de que hayamos podido ayudar al presidente una vez más. -Hizo una pausa-. ¿Y qué hay de la Liga Veneciana?
Thorvaldsen se encogió de hombros.
– Escondida en las sombras. No han hecho nada que pueda probarse.
– Excepto asesinar a Naomi Johns…
– Fue Vincenti quien lo hizo, y creo que ya ha pagado por ello.
Era cierto.
– ¿Sabes? Sería estupendo que, por una vez, Daniels sencillamente solicitara mi ayuda.
– Eso no va a suceder.
– ¿Igual que contigo?
Su amigo asintió.
– Como conmigo.
Se acabó la crema y contempló la H 0jbro Plads. La plaza estaba animada, llena de gente que disfrutaba del cálido atardecer, algo poco habitual allí, en Copenhague. Su librería, al otro lado de la plaza, estaba cerrada. Había tenido mucho trabajo últimamente y estaba planeando un viaje de negocios a Londres la semana próxima, antes de que Gary llegara a hacer su visita veraniega anual. Se moría de ganas de ver a su hijo de quince años.
Pero también sentía cierta melancolía. Le ocurría desde que habían vuelto a casa. Él y Thorvaldsen comían juntos al menos una vez por semana, pero no habían hablado aún de lo que realmente ocupaba sus pensamientos. Algunos temas era mejor no tocarlos.
A menos que fuera el momento apropiado.
Así que preguntó:
– ¿Cómo está Cassiopeia?
– Me preguntaba cuándo me hablarías de ella.
– Fuiste tú quien me metió en todo esto.
– Todo cuanto hice fue decirte que necesitaba tu ayuda.
– Me gustaría pensar que ella me ayudaría si yo lo necesitara.
– Y lo haría. Pero contestando a tu pregunta, tanto ella como Ely se han liberado del virus. Edwin me dice que los científicos han verificado la efectividad de las bacterias. Daniels anunciará pronto el hallazgo de la cura y Estados Unidos controlará su distribución. El presidente ha ordenado que esté disponible con el coste mínimo.
– Eso afectará a mucha gente.
– Gracias a ti: tú resolviste el enigma y encontraste la tumba.
No le apetecía oír eso.
– Todos hicimos nuestro trabajo. Y, por cierto, he oído que eres una hacha con las armas. Stephanie me dijo que eras la leche.
– No soy tan inofensivo como parezco.
Thorvaldsen le habló de Stephanie y el tiroteo. Malone había hablado con ella sobre el tema antes de dejar Asia y la había llamado la semana anterior.
– Stephanie se está dando cuenta de que es difícil trabajar sobre el terreno -explicó.
– Hablé con ella hace unos días.
– ¿Os estáis haciendo colegas?
Su amigo sonrió.
– Somos bastante parecidos, aunque ninguno de los dos lo admitiría delante del otro.
– Matar nunca es fácil. No importa cuál sea el motivo.
– Maté a tres hombres en esa casa. Y tienes razón: nunca es fácil.
Aún no había obtenido respuesta a su pregunta inicial, y Thorvaldsen pareció percibir lo que él realmente quería saber.
– No he hablado mucho con Cassiopeia desde que dejamos la Federación. Ha vuelto a casa, a Francia. No sé mucho de ella ni de Ely, de ninguno de los dos. Cuenta muy poco. -Thorvaldsen meneó la cabeza-. Tendrás que preguntarle tú mismo.
Malone decidió dar un paseo. Le gustaba deambular por el Stroget. Le preguntó a Thorvaldsen si quería unirse a él, pero su amigo declinó la invitación.
Se levantó.
Thorvaldsen arrojó unos papeles sobre la mesa.
– La escritura de la propiedad del estrecho, donde se incendió la casa. No me sirve para nada.
Malone desplegó las hojas y vio que su nombre aparecía como cesionario.
– Quiero que te la quedes tú.
– Esa propiedad vale mucho dinero, está frente al océano. No puedo aceptarlo.
– Reconstruye la casa. Disfrútala. Considéralo una especie de compensación por meterte en este lío.
– Sabías que no te dejaría en la estacada.
– De este modo, mi conciencia, o lo que queda de ella, estará tranquila.
En los dos años que hacía que se conocían había aprendido que cuando Henrik Thorvaldsen tomaba una decisión, ésta era inamovible. Así que guardó la escritura en su bolsillo y salió del café.
– Eh, Malone.
Se volvió.
Sentada a una de las mesas estaba Cassiopeia.
Se levantó y se acercó a él.
Llevaba una chaqueta marinera y unos pantalones a juego. Un bolso de cuero colgaba de su hombro y unas sandalias ceñían sus pies. Su pelo oscuro caía en espesos bucles. Todavía podía verla en la montaña, con sus pantalones de cuero y su sujetador deportivo, nadando tras él hacia la tumba. Y aquellos breves momentos en que se quedaron en ropa interior.
– ¿Qué estás haciendo en la ciudad? -preguntó él.
Ella se encogió de hombros.
– Siempre me has dicho lo buena que es la comida en este café, así que he venido a comer.
Él sonrió.
– Pues has hecho un largo camino por una sola comida.
– No, si no sabes cocinar.
– Me han dicho que estás curada. Me alegro.
– Eso te libera de muchas preocupaciones, como preguntarte si hoy será el día en que empezarás a morir.
Recordó su desasosiego aquella primera noche, en Copenhague, cuando lo ayudó a escapar del Museo Grecorromano. Ahora, su melancolía había desaparecido.
– ¿Adonde ibas? -preguntó ella.
Él miró la plaza.
– A dar un paseo.
– ¿Te apetece un poco de compañía?
Volvió la vista atrás, hacia el café, a la segunda planta y a la mesa en la que él y Thorvaldsen habían estado sentados. Su amigo lo contemplaba desde allí, sonriendo. Debería haberlo sabido.
La miró y dijo:
– ¿Vosotros dos siempre tenéis que estar tramando algo?
– Aún no has respondido a mi pregunta.
Qué demonios.
– Sin duda, me encantará tener compañía.
Lo cogió del brazo y echaron a andar.
Tenía que preguntárselo.
– ¿Y qué hay de ti y de Ely? Pensé…
– Cotton…
Malone sabía lo que iba a suceder, así que le evitó el apuro.
– Lo sé. Cállate y anda.
Es el momento de separar la realidad de la ficción.
El método de ejecución descrito en el prólogo era utilizado en tiempos de Alejandro Magno. Alejandro ordenó que el médico que había tratado a Hefestión fuera ejecutado, pero no de ese modo. La mayoría de las crónicas hablan de ahorcamiento.
La relación entre Alejandro y Hefestión fue compleja. Amigo, confidente, amante, son todos ellos calificativos que podrían aplicársele. El profundo dolor de Alejandro ante la muerte prematura de Hefestión está documentado, así como el fastuoso funeral, del que algunos dicen que fue el más caro de la historia. Por supuesto, el embalsamamiento y la ocultación del cuerpo (capítulo 24) son ficticios.
El fuego griego (capítulo 5) es real. La fórmula, de hecho, fue creada por los emperadores de Bizancio y se perdió cuando el imperio cayó. A día de hoy, su composición química sigue siendo un misterio. En lo que se refiere a su vulnerabilidad al agua salada, es de mi invención: actualmente, el fuego griego se usa en la ofensiva contra otros barcos, en el mar.
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