Steve Berry - La Traición Veneciana

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Hay quién mataría por descubrir el secreto del poder de Alejandro Magno.
Copenhague, Ámsterdam, Venecia, Samarcanda; 7 días, el plazo para cambiar el curso de la historia. El mundo se enfrenta a la mayor amenaza biológica de la historia. Una sola mujer posee el arma defi nitiva para erradicar a sus enemigos. Y un solo hombre conoce la clave para desactivarlos y acabar con las grandes pandemias que asolan el planeta. Ambos carecen de moral y a la vez ambos comparten su talón de Aquiles: la ambición sin límite. ¿Podrán detenerlos dos hombres y dos mujeres a quienes sólo mueve el deseo de justicia y equidad? En el año 323 a. C. murió Alejandro Magno, el hombre que había logrado acaparar más poder que ningún otro. En la actualidad, una mujer dominada por su deseo de emular al gran conquistador busca lo que él se llevó a la tumba: el secreto de su poder.

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– Si firmar el concordato le supone algún problema, podemos olvidarnos del asunto -dijo Michener.

Las palabras que había pronunciado ella misma el día anterior, cuando lo desafió.

Y entonces lo dejó en evidencia al preguntar:

– ¿Tiene un bolígrafo?

CUARENTA Y OCHO

Malone divisó a unos cuatrocientos metros unas luces de navegación rojas que revoloteaban erráticamente en las negras aguas, como si la embarcación no tuviera piloto.

– ¿Ves eso de ahí? -le preguntó a Stephanie al tiempo que extendía un dedo.

Ella se encontraba al otro lado del timón.

– Es más allá del canal señalizado.

Eso mismo opinaba él. Continuó avanzando. Ahora estaban más cerca de la lancha a la deriva, tal vez a unos doscientos metros. Sin duda la otra motora, de forma y dimensiones similares a la suya, se aproximaba a los bajos. Entonces, con el resplandor del casco, vio caer a alguien al agua.

Luego surgió otra figura y en la noche resonaron tres disparos.

– Cotton -dijo Stephanie.

– Ya.

Viró a la izquierda y fue directo a las luces. La otra lancha cobró vida y se alejó. Malone hendió las aguas, levantando oleaje hacia la otra embarcación. El agua golpeaba el casco. Cuando Malone estaba todavía a quince metros, la otra lancha se cruzó con ellos. Al timón se vislumbró la vaga silueta del piloto, una arma en el extremo de un brazo extendido.

– ¡Abajo! -le gritó Malone a Stephanie.

Al parecer, ella también había visto el peligro y se había pegado a la mojada cubierta. Malone se agachó con ella cuando dos proyectiles pasaron rozando, uno de ellos haciendo añicos una ventana del camarote de popa.

Malone se levantó de un salto y recuperó el control del timón. La otra lancha se dirigía hacia Venecia a toda velocidad. Quería perseguirla, pero le preocupaba la persona que había caído al agua.

– Busca una linterna -pidió mientras aflojaba la marcha y maniobraba para aproximarse al punto en que habían visto la otra embarcación en un principio.

Stephanie entró en el camarote delantero y él la oyó rebuscar en los compartimentos. Al cabo, volvió con una linterna en la mano.

Malone puso el motor al ralentí, y Stephanie comenzó a barrer el canal con el haz de la linterna. A lo lejos oyó sirenas y vio que tres barcos con las luces de emergencia bordeaban la costa de una de las islas en dirección a Torcello.

Al parecer, era una noche ajetreada para la policía italiana.

– ¿Ves algo? -preguntó Malone-. Alguien ha caído al agua.

Y él debía ser cuidadoso para no pasarle por encima, lo cual sería difícil en medio de aquella negrura.

– ¡Ahí! -exclamó Stephanie.

Malone corrió a su lado y vio a una figura que forcejeaba. Sólo le llevó un segundo averiguar que se trataba de Cassiopeia. Antes de que pudiese reaccionar, Stephanie soltó la linterna y se arrojó al agua.

Malone regresó al timón y colocó la embarcación debidamente. Acto seguido volvió al otro lado de la cubierta justo cuando Stephanie y Cassiopeia se acercaban. Extendió la mano, agarró a esta última y la sacó del agua.

Depositó su cuerpo sin fuerzas en la cubierta. Su amiga estaba inconsciente.

Al hombro llevaba un arco y un carcaj con flechas. Una historia en sí misma, sin duda, pensó él. Puso a Cassiopeia de lado.

– Échalo todo.

Ella pareció no hacerle caso, y él le propinó unos golpes en la espalda.

– Tose.

Cassiopeia empezó a escupir agua, atragantándose cada vez que lo hacía, pero al menos respiraba.

Stephanie salió del agua.

– Está grogui, pero no la ha alcanzado ninguna bala.

– Es difícil disparar a oscuras desde una cubierta en movimiento.

Siguió dándole palmaditas en la espalda mientras sus pulmones expulsaban más agua. Parecía que Cassiopeia iba volviendo en sí.

– ¿Estás bien? -se interesó Malone.

Los ojos de ella parecieron enfocar nuevamente. Conocía esa mirada: Cassiopeia se había golpeado en la cabeza.

– ¿Cotton? -inquirió.

– Supongo que no tendría sentido preguntar por qué vas con un arco y unas flechas a cuestas, ¿eh?

Ella se frotó la cabeza.

– Ese pedazo de…

– ¿Quién era el tipo? -preguntó Stephanie.

– ¿Stephanie? ¿Qué estás haciendo aquí? -Cassiopeia alargó la mano y tocó la empapada ropa de su amiga-. ¿Tú me has sacado?

– Te lo debía.

A Malone sólo le habían contado parte de lo que había sucedido el pasado otoño en Washington mientras él se encontraba sitiado en el Sinaí, pero por lo visto las dos habían congeniado. Sin embargo, en ese instante sólo quería saber una cosa:

– ¿Cuántos muertos hay en el museo de Torcello?

Cassiopeia desoyó la pregunta y llevó la mano atrás, en busca de algo. De pronto sacó una Glock, a la que sacudió el agua y secó el cañón. Lo bueno de las Glock, Malone lo sabía por propia experiencia, era que las condenadas estaban hechas casi a prueba de agua.

Cassiopeia se levantó.

– Hemos de irnos.

– ¿El que iba en la lancha contigo era Viktor? -inquirió él, ahora irritado.

Pero Cassiopeia se había recuperado y sus ojos volvían a reflejar ira.

– Ya te dije que esto no es asunto tuyo. No es tu guerra.

– Sí, claro. Aquí hay un montón de mierda de la que no sabes nada.

– Sé que esos cabrones de Asia mataron a Ely por orden de Irina Zovastina.

– ¿Quién es Ely? -preguntó Stephanie.

– Es una larga historia -replicó Malone-. Una historia que nos está dando muchos problemas en este momento.

Cassiopeia seguía sacudiéndose la niebla de su cerebro y el agua del arma.

– Tenemos que irnos.

– ¿Has matado a alguien? -inquirió Malone.

– Dejé a uno frito, sí.

– Lo vas a lamentar.

– Gracias por el consejo. Ahora, vámonos.

Decidido a retrasarla, Malone dijo:

– ¿Adónde iba Viktor?

Ella se quitó el arco del hombro.

– ¿Te lo envió Henrik? -quiso saber él, recordando la bolsa de tela del restaurante.

– Ya te he dicho que esto no es cosa tuya, Cotton.

Stephanie se acercó.

– Cassiopeia, desconozco la mitad de lo que está pasando aquí, pero sé lo suficiente para ver que no estás pensando. Como me dijiste el pasado otoño: usa la cabeza, deja que te ayudemos. ¿Qué ha ocurrido?

– Tú también, Stephanie, déjame en paz. Llevo meses esperando a esos tipos. Esta noche por fin los he tenido a tiro y he acabado con uno. Quiero al otro. Y sí, es Viktor. Estaba presente cuando murió Ely. Lo quemaron vivo. ¿Para qué? -Su voz era cada vez más alta-. Quiero saber por qué murió.

– Pues vayamos a averiguarlo -propuso Malone.

Cassiopeia caminaba de un lado a otro con paso vacilante. Estaba atrapada, no tenía adonde ir, y al parecer era lo bastante lista para comprender que ninguno de los dos la dejaría en paz. Apoyó las manos en el barandal y recobró el aliento. Finalmente dijo:

– Vale, vale. Tenéis razón.

Malone se preguntó si no pretendería aplacarlos.

Cassiopeia permanecía inmóvil.

– Esto es personal, más de lo que creéis. -Titubeó-. Va más allá de Ely.

Era la segunda vez que insinuaba algo así.

– ¿Y si nos cuentas qué es lo que hay en juego?

– ¿Y si no lo hago?

Malone quería ayudarla con todas sus fuerzas, y discutir se le antojaba inútil, de modo que miró a Stephanie, que supo leer sus ojos y asintió.

Él se acercó al timón y arrancó el motor de la embarcación. Ante ellos pasaban más lanchas de policía, rumbo a Torcello. Él enfiló hacia Venecia y las lejanas luces de la motora de Viktor.

– No te preocupes por el muerto -aclaró Cassiopeia-. No quedará ni rastro del cuerpo ni del museo.

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