– Me vale.
– Pero tengo que hablar con usted en privado -le dijo el sacerdote a Stephanie-. Se trata de una información que Edwin me pidió que le transmitiera.
– Preferiría ir con ellos.
– Aseguró que era vital.
– Hazlo -pidió Malone-. Nosotros nos ocuparemos de los de ahí dentro.
Zovastina se aproximó al altar y se agachó.
Uno de los sacerdotes había dejado una barra de luz en el suelo. La ministra le indicó a Viktor que se arrodillara a su lado.
– Di a los otros dos que recorran la iglesia, sobre todo la parte de arriba. Quiero asegurarme de que nadie nos vigila.
Viktor despachó a los guardaespaldas y regresó a su lado.
Ella cogió la barra y, conteniendo la respiración, iluminó el interior del sarcófago de piedra. Había imaginado ese instante desde que Ely Lund le confió la posibilidad. ¿Sería ése el impostor? ¿Habría dejado Ptolomeo una pista que la condujese hasta donde yacía Alejandro Magno? Ese lugar lejano, «en las montañas, donde los escitas le mostraron a Alejandro la vida». La vida en forma de bebedizo. Ella recordó lo que el historiador personal de Alejandro había escrito en uno de los manuscritos que Ely descubrió: «El cuello del hombre se había hinchado de tal modo que apenas podía tragar saliva, como si tuviese piedras en la garganta, y su boca vomitaba líquido con cada espiración. Tenía el cuerpo lleno de heridas y en sus músculos no quedaba un soplo de fuerza. La respiración era fatigosa.» Sin embargo, el bebedizo lo había curado en un día. Los científicos de su laboratorio biológico creían que los síntomas eran virales. ¿Cabía la posibilidad de que la naturaleza, que tantos agresores generaba, también ofreciera la forma de detenerlos?
Sin embargo, en el pétreo ataúd no había ningún resto momificado.
Lo que vio fue una fina caja de madera, de medio metro cuadrado, ricamente decorada, con dos asas de latón. La decepción le oprimió el estómago, pero Zovastina supo disimularla en el acto y ordenó:
– Sácala.
Viktor metió las manos bajo la tapa de piedra suspendida, cogió el ornado receptáculo y lo depositó en el piso de mármol.
¿Qué esperaba? Cualquier momia tendría al menos dos mil años de antigüedad. Era cierto que los embalsamadores egipcios conocían su oficio, y momias de la misma edad e incluso más habían sobrevivido intactas, pero ésas habían permanecido durante siglos en sus respectivas tumbas sin que nadie las molestara, no se habían paseado por medio mundo sin ton ni son, y desde luego no habían desaparecido novecientos años. Ely Lund estaba convencido de que el enigma de Ptolomeo era auténtico, así como lo estaba de que los venecianos habían partido de Alejandría en 828 no con el cuerpo de san Marcos, sino con los restos de otro, quizá incluso con el cuerpo que descansó en el Soma durante seiscientos años, el venerado e idolatrado Alejandro Magno.
– Ábrela.
Viktor retiró las hembrillas y levantó la tapa. La caja estaba forrada de desvaído terciopelo rojo, y dentro había un rebujo de la frágil tela. Tras quitarla con cuidado, Zovastina encontró unos dientes, un omóplato, un fémur, parte de un cráneo y cenizas.
Cerró los ojos.
– ¿Qué esperaba? -inquirió una voz desconocida.
Samarcanda
Vincenti sopesó la respuesta que le había dado Karyn Walde a su pregunta e inquirió:
– ¿Qué estaría dispuesta a hacer a cambio de vivir?
– No puedo hacer gran cosa, míreme. Y ni siquiera sé cómo se llama usted.
Esa mujer había sido una manipuladora toda su vida, e incluso en esas circunstancias todavía era capaz de serlo.
– Enrico Vincenti.
– ¿Italiano? No lo parece.
– Me gustaba el nombre.
Ella sonrió.
– Tengo la sensación, Enrico Vincenti, de que usted y yo somos muy parecidos.
Vincenti estaba de acuerdo. Tenía dos nombres, numerosos intereses y una sola ambición.
– ¿Qué sabe usted del VIH?
– Sólo que me está matando.
– ¿Sabía que existe desde hace millones de años? Lo cual es increíble, teniendo en cuenta que ni siquiera está vivo. No es más que ácido ribonucleico, ARN, rodeado de una capa protectora de proteínas.
– ¿Acaso es usted científico?
– Pues, a decir verdad, sí. ¿Sabía que el VIH carece de estructura celular? No es capaz de generar ni gota de energía. La única característica de un organismo vivo que presenta es la capacidad de reproducirse. Pero hasta eso requiere material genético de un huésped.
– ¿Como yo?
– Me temo que sí. Hay alrededor de un millar de virus conocidos, aunque cada día se descubren otros nuevos. Aproximadamente la mitad viven en plantas; el resto, en animales. El VIH pertenece a esta última clase, pero es único, magnífico.
Vio la mirada de perplejidad en el arrugado rostro de ella.
– ¿No quiere saber qué la está matando?
– ¿Acaso importa?
– Lo cierto es que podría, y mucho.
– Entonces, mi nuevo amigo, que ha venido a hacer sabe Dios qué, continúe, por favor.
Vincenti valoró su actitud.
– El VIH es especial porque puede sustituir el material genético de otra célula por el propio, por eso se le llama retrovirus. Se pega a la célula y la convierte en un duplicado suyo. Es un ladrón que le roba a otra célula su identidad. -Hizo una pausa para que la metáfora calara-. Doscientas mil células de VIH juntas apenas resultarían visibles al ojo humano. Es extremadamente resistente, casi indestructible, pero necesita una mezcla precisa de proteínas, sales, azúcares y, lo más importante, el pH exacto para vivir. Demasiado de uno, demasiado poco de otro y -chasqueó los dedos- muere.
– Me figuro que ahí es donde entro yo.
– Así es. Mamíferos de sangre caliente. Sus cuerpos son perfectos para el VIH. Tejido cerebral, líquido cerebroespinal, médula ósea, leche materna, células del cuello del útero, fluido seminal, membranas mucosas, secreciones vaginales: todo ello puede albergarlo. La sangre y la linfa, no obstante, son sus lugares preferidos. Al igual que usted, señorita Walde -observó-, el virus sólo quiere sobrevivir.
Miró el reloj de la mesilla. O'Conner y los otros dos hombres montaban guardia fuera. Había decidido mantener esa charla allí porque nadie los molestaría. Kamil Revin le había contado que los guardas de la casa cambiaban todas las semanas. Ninguno de los miembros del Batallón Sagrado desempeñaba ese cometido, de forma que, a menos que tocara cambio de turno, nadie prestaba mucha atención al lugar. Otra de las numerosas obsesiones de Zovastina.
– Ahora viene lo interesante -anunció Vincenti-. El VIH ni siquiera debería ser capaz de vivir en su interior; por su sangre corren demasiadas células defensivas. Sin embargo, ha adoptado una refinada forma de guerra de guerrillas microscópica y juega al escondite con sus glóbulos blancos. Ha aprendido a ocultarse en un sitio en el que éstos ni siquiera se plantearían mirar. -Dejó la frase en el aire un momento y añadió-: En los ganglios linfáticos, abultamientos del tamaño de un guisante diseminados por todo el cuerpo. Actúan de filtros, atrapando intrusos confiados para que los glóbulos blancos puedan destruirlos. Los ganglios son el cubil de su sistema inmunológico, el último lugar en el que debería esconderse un retrovirus, y sin embargo han resultado ser el escondrijo perfecto. Asombroso, la verdad. El VIH ha aprendido a duplicar el revestimiento proteínico que el sistema inmunológico produce de manera natural en el interior de los ganglios linfáticos. Así, inadvertido, en las mismísimas narices del sistema inmunológico, vive pacientemente transformando las células de los ganglios linfáticos de enemigos que combaten la infección en duplicados suyos. Lo hace durante años hasta que los ganglios se hinchan, se deterioran y el flujo sanguíneo se inunda de VIH, lo que explica por qué se tarda tanto en detectar el virus en la sangre una vez que se produce la infección.
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