Steve Berry - La Traición Veneciana

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Hay quién mataría por descubrir el secreto del poder de Alejandro Magno.
Copenhague, Ámsterdam, Venecia, Samarcanda; 7 días, el plazo para cambiar el curso de la historia. El mundo se enfrenta a la mayor amenaza biológica de la historia. Una sola mujer posee el arma defi nitiva para erradicar a sus enemigos. Y un solo hombre conoce la clave para desactivarlos y acabar con las grandes pandemias que asolan el planeta. Ambos carecen de moral y a la vez ambos comparten su talón de Aquiles: la ambición sin límite. ¿Podrán detenerlos dos hombres y dos mujeres a quienes sólo mueve el deseo de justicia y equidad? En el año 323 a. C. murió Alejandro Magno, el hombre que había logrado acaparar más poder que ningún otro. En la actualidad, una mujer dominada por su deseo de emular al gran conquistador busca lo que él se llevó a la tumba: el secreto de su poder.

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Benoit cogió un tenedor.

– Supongo que esta invitación no se debe a que quieras disfrutar de mi compañía. ¿Por qué no nos dejamos de tonterías, Enrico? ¿Qué quieres?

Empezó a comer.

– Necesito dinero, Arthur. O, mejor dicho, Philogen Pharmaceutique necesita dinero.

Benoit dejó el tenedor en la mesa y bebió un sorbo de vino.

– Antes de que se me revuelva el estómago, ¿cuánto necesitas?

– Mil millones de euros. Tal vez mil quinientos.

– ¿Eso es todo?

Vincenti sonrió al oír el sarcasmo. Benoit había labrado su fortuna en bancos de Europa y Asia que todavía controlaba. Era multimillonario y formaba parte de la Liga Veneciana desde hacía tiempo. Los hoteles suponían un pasatiempo, y recientemente había construido el Intercontinental para satisfacer las necesidades del gran número de miembros de la Liga que acudían allí y futuros viajeros amantes del lujo. También se había trasladado a la Federación, había sido uno de los primeros miembros de la Liga en hacerlo. A lo largo de los años, Benoit había aportado dinero en varias ocasiones para financiar el meteórico ascenso de Philogen.

– Me figuro que querrás el préstamo por debajo del tipo referencial internacional.

– Qué menos.

Se llevó un pedazo de faisán relleno a la boca, paladeando el fuerte sabor.

– ¿Cuánto por debajo?

Vincenti captó el escepticismo.

– Dos puntos.

– ¿Por qué no te lo doy sin más?

– Arthur, te he pedido prestados millones y te he devuelto cada céntimo a tiempo y con intereses. De modo que sí, espero un trato preferente.

– En este momento, según tengo entendido, tienes varios préstamos pendientes con mis bancos. Bastante cuantiosos.

– Y todos ellos al día.

Vio que el banquero sabía que era cierto.

– ¿Qué sacaría yo en limpio?

Eso ya era otra cosa.

– ¿Cuántas acciones de Philogen posees?

– Cien mil. Compradas por recomendación tuya.

Vincenti pinchó otro trozo de humeante ave.

– ¿Has comprobado la cotización de ayer?

– Nunca me molesto en hacerlo.

– Sesenta y uno y un cuarto, medio punto más. Es una inversión segura, en serio. La otra semana yo adquirí casi medio millón de acciones más. -Añadió algo del relleno de mozarella ahumada al faisán-. En secreto, claro está.

La expresión de Benoit le dio a entender que captaba el mensaje.

– ¿Algo grande?

Su compañero de la Liga podía jugar a los hoteles, pero así y todo le gustaba amasar dinero, de modo que sacudió la cabeza y puso cara de circunstancias.

– Ya sabes, Arthur, las leyes sobre la información privilegiada me prohíben facilitarte esa información. Me avergüenza siquiera que lo preguntes.

El reproche hizo sonreír a Benoit.

– Aquí no hay leyes que valgan. Recuerda que somos nosotros quienes las redactamos, así que dime qué tienes en mente.

– No voy a hacerlo.

Y se mantuvo en sus trece, esperando a ver si la avaricia, como de costumbre, podía más que el buen juicio.

– ¿Cuándo necesitarías esos mil… o mil quinientos millones?

Acompañó un bocado de comida con un trago de vino.

– Dentro de sesenta días, como mucho.

Benoit pareció considerar la petición.

– ¿Y la duración del préstamo? Suponiendo, naturalmente, que sea posible.

– Veinticuatro meses.

– ¿Mil millones de euros con intereses devueltos en dos años?

Vincenti no dijo nada y se limitó a seguir masticando, dejando que el otro rumiara los datos.

– Como te he dicho, tu sociedad está fuertemente endeudada. Este préstamo no sería bien visto por mis comités de aprobación.

Finalmente, Vincenti anunció lo que el otro quería oír:

– Serás mi sucesor en el Consejo de los Diez.

Benoit puso cara de sorpresa.

– ¿Cómo sabes tú eso? La elección es aleatoria.

– Algún día aprenderás, Arthur, que nada es aleatorio. Mi tiempo se acaba; tus dos años darán comienzo en breve.

Sabía que Benoit quería formar parte del Consejo a toda costa, y Vincenti necesitaba amigos allí, amigos que le debieran favores. Por el momento, cuatro de los cinco miembros a los que no les tocaba salir eran amigos. Acababa de comprar uno más.

– Muy bien -accedió Benoit-. Pero necesitaré unos días para negociar el riesgo entre varios de mis bancos.

Vincenti sonrió y siguió comiendo.

– Hazlo. Pero confía en mí, Arthur, no olvides llamar a tu corredor de Bolsa.

CUARENTA Y CINCO

Zovastina consultó su reloj Louis Vuitton, regalo del ministro de Asuntos Exteriores sueco durante una visita de Estado hacía unos años. Era un hombre encantador que incluso había flirteado con ella. Zovastina le devolvió sus atenciones, aun cuando el diplomático tenía poco de estimulante. Lo mismo podía decirse del nuncio, Colin Michener, que parecía disfrutar irritándola. Durante los últimos minutos ella y el monseñor habían recorrido la nave de la basílica, esperando -supuso- a que finalizaran los preparativos en el altar.

– ¿Por qué trabaja para el papa? -le preguntó-. Antes fue el secretario del último pontífice y ahora no es más que un nuncio.

– Al Santo Padre le gusta acudir a mí cuando se trata de proyectos especiales.

– ¿Como yo?

Él asintió.

– Usted es bastante especial.

– Y eso, ¿por qué?

– Es jefa de Estado, ¿por qué si no?

Aquel hombre era bueno, como el diplomático sueco y su reloj francés, rápido de pensamiento y palabra y carente de respuestas. Zovastina señaló uno de los enormes pilares de mármol, la base rodeada de un banco de piedra acordonado para que nadie se sentara.

– ¿Qué son las manchas negras?

Las había visto en todas las columnas.

– Yo pregunté eso mismo una vez -contestó Michener-. Los fieles sentándose en los bancos y apoyando la cabeza en el mármol durante siglos. La piedra absorbió la grasa del cabello. Imagine cuántos millones de cabezas fueron necesarios para dejar esas huellas.

Zovastina envidiaba a Occidente por esas sutilezas históricas. Por desgracia, su tierra natal había sido atormentada por los invasores, cada uno de los cuales se había propuesto borrar todo vestigio de lo que le precedió. Primero los persas, luego los griegos, los mongoles, los turcos y, por último -los peores-, los rusos. Aquí y allá quedaba un edificio en pie, pero nada como esa construcción dorada.

Se hallaban a la izquierda del altar mayor, al otro lado del iconostasio, sus dos guardaespaldas no muy lejos. Michener le indicó el suelo de mosaico.

– ¿Ve esa piedra con forma de corazón?

Zovastina la veía: pequeña, discreta, intentando fundirse con los exuberantes motivos de alrededor.

– Nadie sabía qué era. Luego, hace unos cincuenta años, durante unos trabajos de restauración del suelo, levantaron la piedra y debajo encontraron una cajita que contenía un corazón humano arrugado. Era del dogo Francesco Erizzo, que murió en 1646. Me contaron que su cuerpo descansa en la iglesia de San Martín, pero en su testamento él dispuso que lo más íntimo de su ser fuese enterrado cerca del santo patrón de los venecianos -Michener señaló el altar mayor-: san Marcos.

– ¿Sabe usted qué es «lo más íntimo de su ser»?

– El corazón humano. ¿Quién no? Los antiguos consideraban que el corazón era el centro de la sabiduría, la inteligencia, la esencia de la persona.

Motivo precisamente por el cual, razonó ella, Ptolomeo empleó esa descripción: «Toca lo más íntimo de la ilusión dorada.»

– Deje que le enseñe una cosa -sugirió Michener.

Pasaron ante el elaborado cancel con su profusión de cuadrángulos, romboides y cuadrifolios de mármol de color. Tras la mampara vio a unos hombres arrodillados trabajando debajo de la mesa del altar, donde había un sarcófago bañado en luz. Una rejilla de hierro que protegía la parte frontal, de unos dos metros de largo por uno de alto, estaba siendo retirada.

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