Cassiopeia apuntó al mamparo y la bala pasó a escasos centímetros de la pierna de Viktor.
– Ely nunca le hizo daño a nadie. ¿Por qué tenía que matarlo esa mujer? -Ella todavía lo encañonaba-. Dígame, ¿por qué?
Pronunció la pregunta despacio, entre sus dientes apretados, más implorante que airada.
– Zovastina tiene una misión, y su Ely se entrometió.
– Era historiador. ¿Qué amenaza podía suponer?
Se odió a sí misma por referirse a él en pasado.
El agua lamía el bajo casco, y el viento seguía azotando la motora.
– Le sorprendería lo fácil que le resulta matar.
Su forma de eludir las preguntas no hacía sino aumentar la ira de Cassiopeia.
– Coja el maldito timón. -Ella lo observaba desde el lado opuesto-. Nos vamos, y despacito.
– ¿Adónde?
– A San Marcos.
Él se volvió, aceleró y, de pronto, giró bruscamente a la izquierda, desestabilizando a Cassiopeia. En ese instante de sorpresa en que la necesidad de mantener el equilibrio se impuso sobre su deseo de disparar, Viktor se abalanzó sobre ella.
Viktor sabía que tenía que matarla, pues esa mujer era sinónimo de fracaso en muchos sentidos; para empezar, de llegarse a conocer su existencia, Zovastina perdería toda su confianza en él.
Por no mencionar lo que le había sucedido a Rafael.
Su mano izquierda se aferró a la parte superior de la puerta del camarote trasero y se sirvió del agarre para tomar impulso en la inestable cubierta y estampar sus botas contra los brazos de ella.
Cassiopeia esquivó el golpe y cayó hacia atrás.
La bañera medía un par de metros cuadrados. Sendas aberturas a cada lado permitían salir de la embarcación. Los motores gemían mientras la lancha, sin piloto, se enfrentaba al oleaje, y el agua salpicaba el parabrisas. La mujer aún empuñaba el arma, pero le estaba costando recuperar el equilibrio.
Viktor arremetió contra ella y le dio en la mandíbula con el canto de la mano. La cabeza giró y se golpeó con algo, y él aprovechó ese momento de confusión para dar un nuevo golpe de timón y decelerar. Le preocupaban los bajos movedizos y los hierbajos. Torcello quedaba a su izquierda, el museo en llamas iluminando la noche. La motora se revolvió en las agitadas aguas y la mujer se llevó la mano a la cabeza.
Finalmente, Viktor resolvió dejar aquello en manos de la naturaleza.
Y la arrojó al mar.
Zovastina salvó el iconostasio, entró en el presbiterio y admiró el magnífico baldaquino de la basílica. Cuatro columnas de alabastro, todas ellas con intrincados relieves, sostenían un enorme bloque de mármol verde tallado entre bóvedas entrecruzadas. Tras él, enmarcado por el baldaquino, relucía la famosa Pala de Oro, el retablo cuajado de oro, piedras preciosas y esmaltes.
Bajo el altar, Zovastina estudió las dos partes del sarcófago, bien distintas. La superior, deforme, era más una losa, mientras que la inferior dibujaba un limpio rectángulo tallado en el que podían leerse unas palabras grabadas: «CORPVS DIVI MARCI EVANGELISTAE.» Con el latín que sabía podía hacer una traducción aproximada: el cuerpo del divino san Marcos. Dos pesadas argollas de hierro sobresalían de la parte superior: al parecer, así era como habían bajado en un principio las ingentes piedras. Ahora, unas gruesas barras de hierro atravesaban las argollas, unidas por cada extremo a cuatro gatos hidráulicos.
– Esto supone un desafío en toda regla -explicó Michener-. Bajo el altar no hay mucho espacio. Claro está que con el equipo adecuado podríamos entrar con facilidad, pero no tenemos ni el tiempo ni la intimidad necesarios para hacerlo.
Zovastina reparó en los hombres que preparaban los gatos.
– ¿Sacerdotes?
Michener asintió con la cabeza.
– Asignados aquí. Pensamos que sería mejor que esto quedara entre nosotros.
– ¿Sabe lo que hay dentro? -preguntó ella.
– Lo que en realidad quiere saber es si los restos están momificados. -El nuncio se encogió de hombros-. Han pasado más de ciento setenta años desde que se abrió esta tumba; nadie sabe a ciencia cierta qué hay.
A ella la molestó su suficiencia. Ptolomeo había aprovechado el trueque que había hecho Eumenes y había sacado el máximo partido político de lo que a ojos del mundo era el cuerpo de Alejandro. Zovastina no tenía forma de saber si lo que estaba a punto de ver le proporcionaría respuestas, pero era imprescindible que lo averiguara.
A una señal de Michener, el dispositivo hidráulico entró en acción. Las argollas de hierro se situaron en vertical y después, muy lentamente, milímetro a milímetro, los gatos levantaron la pesada tapa.
– Unos mecanismos poderosos -observó él-. Pequeños, pero capaces de mover una casa.
La tapa se encontraba suspendida a dos centímetros, pero el interior del sarcófago permanecía sumido en las sombras. Más allá del baldaquino, en la cúpula semiesférica del ábside, vivamente iluminada, Zovastina contempló un dorado mosaico de Cristo.
Los cuatro hombres detuvieron el engranaje.
La tapa del sarcófago se había separado unos cuatro centímetros, las barras de hierro, ahora, al mismo nivel que la parte inferior del sobre del altar.
No había espacio para subirla más.
Michener le indicó a Zovastina que lo acompañara hasta el iconostasio, lejos del altar, donde dijo en un susurro:
– El Santo Padre está intentando acceder a su petición con la esperanza de que usted satisfaga la suya, pero, seamos realistas, usted no cumplirá su promesa.
– No estoy acostumbrada a que me insulten.
– Y el Santo Padre no está acostumbrado a que le mientan.
Por lo visto, el diplomático se había dejado de fingimientos.
– Tendrán acceso a la Federación, como les aseguré.
– Queremos más.
Ahora lo entendía: el nuncio había esperado a que la tapa estuviese retirada. Se odió a sí misma, pero por Karyn y por Alejandro Magno y por lo que pudiera haber en alguna parte no le quedaba elección.
– ¿Qué quieren?
Michener metió la mano en la chaqueta y sacó unos papeles doblados.
– Hemos redactado un concordato entre la Federación y la Iglesia, garantías por escrito de que se nos concederá ese acceso. De acuerdo con su petición de ayer, la Federación se reserva el derecho de aprobar la construcción de iglesias.
Ella desdobló el legajo y vio que el texto incluso estaba en kazajo.
– Creímos que sería más fácil redactarlo en su idioma.
– Creyeron que sería más fácil de difundir en mi idioma. Mi firma es su seguro. De ese modo no podré renegar de ustedes.
Zovastina echó una ojeada al concordato. El texto detallaba la colaboración entre la Iglesia católica y la Federación de Asia Central en un esfuerzo por «promover y alentar conjuntamente la libre práctica de la religión mediante la autorización sin cortapisas de la labor misionera». Había más párrafos, en los que se ratificaba que la violencia contra la Iglesia no sería tolerada y se castigaría a los transgresores. Cláusulas adicionales garantizaban que se extenderían visados a discreción al personal de la Iglesia y no se tomarían represalias contra los conversos.
Ella volvió la vista al altar. La mitad inferior del sarcófago seguía en la oscuridad. No veía el interior ni siquiera desde diez metros.
– Me gustaría tenerlo a usted en mi equipo -alabó.
– Me gusta servir a la Iglesia.
Zovastina consultó su reloj: la una menos diez. Viktor ya debería estar allí; nunca llegaba tarde, era tan formal… Observó la nave, deteniéndose en las zonas superiores del atrio occidental, donde sólo los techos dorados gozaban de iluminación. Había montones de lugares sombríos donde esconderse. Se preguntó si, cuando diera la una y le fueran concedidos sus treinta minutos, estaría realmente a solas.
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