– Pero ¿qué tiene que ver eso con los medallones? Y, ¿qué relevancia podría tener en la actualidad?
– Ely creía que mucha -contestó Cassiopeia.
Malone vio que había más.
– Y, ¿qué es lo que crees tú?
Ella guardó silencio, como si se sintiera insegura pero no quisiera expresar sus reservas.
– Está bien -dijo él-. Dímelo cuando estés lista.
Entonces le vino otra idea a la cabeza y le preguntó a Thorvaldsen:
– ¿Qué hay de los otros dos medallones que quedan aquí, en Europa? Te oí preguntarle a Viktor por ellos. Probablemente vaya en su busca.
– A ese respecto le llevamos la delantera.
– ¿Ya los tiene alguien?
El danés consultó su reloj.
– A esta hora, uno al menos sí, espero.
Amsterdam
Stephanie salió de nuevo a la lluvia. Cuando se echó la capucha sobre la cabeza encontró el pinganillo y le habló al micro que llevaba oculto bajo la chaqueta.
– Dos hombres acaban de salir del café. Tienen lo que quiero.
– Están a cincuenta metros, van hacia el puente -fue la respuesta.
– Detenedlos.
Echó a andar a buen paso en mitad de la noche.
Había acudido con dos agentes del servicio secreto que pertenecían al equipo de seguridad exterior del presidente estadounidense, Danny Daniels. Hacía un mes, el presidente le había pedido que lo acompañara a la cumbre económica anual que se celebraba en Europa. Los líderes de los distintos países se habían reunido a unos sesenta kilómetros al sur de Amsterdam. Esa noche Daniels asistía a una cena formal, se hallaba a salvo en La Haya, de manera que ella se las había ingeniado para «raptar» a dos ayudantes. «No es más que una medida preventiva, les aseguró», prometiéndoles una cena después donde ellos quisieran.
– Van armados -le susurró al oído un agente.
– En el café tenían navajas -replicó ella.
– Aquí fuera, pistolas.
Su cuerpo se tensó. Aquello se ponía feo.
– ¿Dónde están?
– En el puente peatonal.
Stephanie oyó disparos y se sacó de debajo de la chaqueta una Beretta, cortesía de Magellan Billet.
Más disparos.
Rodeó una esquina.
La gente se dispersaba. El moreno y el rubio estaban agazapados en el puente, tras una barandilla de hierro que les llegaba por el pecho, y disparaban a los dos agentes del servicio secreto, uno a cada lado del canal.
Un cristal se hizo añicos cuando una bala alcanzó uno de los burdeles.
Una mujer chilló.
Más gente asustada pasaba corriendo ante Stephanie. Ella bajó el arma, ocultándola a un lado.
– Hay que impedir que esto se nos vaya de las manos -susurró al micro.
– Dígaselo a ellos -respondió uno de los agentes.
Hacía una semana, cuando había accedido a hacerle el favor a Cassiopeia, no se había olido nada malo, pero el día anterior algo le dijo que acudiera preparada, sobre todo cuando recordó que Cassiopeia había dicho que ella y Henrik Thorvaldsen apreciaban el gesto. Cualquier cosa en la que anduviera metido Thorvaldsen era sinónimo de peligro.
Llegaron más disparos procedentes del puente.
– ¡No vais a salir de ahí! -gritó ella.
El rubio se volvió y apuntó en su dirección.
Stephanie se metió en un hueco que se encontraba en un nivel inferior, y una bala rebotó en los ladrillos, a escasos metros. Se agarró a la escalera y subió con cuidado. El agua chorreaba por los peldaños y le empapaba la ropa.
Hizo dos disparos.
Ahora los dos hombres se hallaban en medio de un triángulo. No tenían escapatoria.
El moreno cambió de sitio, procurando reducir su exposición, pero uno de los agentes le acertó en el pecho. Se tambaleó hasta que otro proyectil lo arrojó contra el pretil del puente, el cuerpo se dobló y cayó al canal.
Estupendo. Ahora había cadáveres.
El rubio corrió hasta la barandilla para echar un vistazo. Parecía disponerse a saltar, pero más disparos le impidieron moverse. Luego se enderezó y echó a correr hacia el otro extremo del puente mientras disparaba a discreción. El agente del servicio secreto que ocupaba aquel lugar devolvió el fuego mientras el que se hallaba en el lado de Stephanie se adelantaba a todo correr y abatía al hombre por detrás con tres disparos.
Comenzaron a oírse sirenas.
Stephanie abandonó su posición y fue hacia el puente. El rubio yacía sobre los adoquines, la lluvia arrastrando la sangre que manaba de su cuerpo. Les indicó a los agentes con los brazos que se aproximaran.
Ambos fueron a toda velocidad.
El moreno flotaba boca abajo en el canal.
A menos de cincuenta metros se veían unas luces azules y rojas que se acercaban al puente de prisa. Tres coches de policía.
Ella señaló a uno de los agentes:
– Métete en el agua y saca el medallón del bolsillo de ese tipo. Está en una funda de plástico y tiene un elefante grabado. Cuando lo tengas, aléjate a nado y no dejes que te pillen.
El hombre se enfundó el arma y saltó por la barandilla. Eso era lo que le gustaba del servicio secreto: nada de preguntas, tan sólo acción.
Los coches de policía se detuvieron derrapando.
Ella se sacudió la lluvia del rostro y miró al otro agente.
– Vete de aquí y consígueme ayuda diplomática.
– ¿Dónde estará?
Stephanie se retrotrajo al verano anterior. Roskilde. Malone y ella.
– Detenida.
Copenhague
Cassiopeia bebía a sorbos una copa de vino sin perder de vista a Malone, que asimilaba lo que ella y Thorvaldsen le estaban contando.
– Cotton, deja que te explique qué fue lo que suscitó nuestro interés -dijo ella-. Ya te hemos contado algo antes, lo de la fluorescencia de rayos X. Un investigador del Museo de Cultura de Samarcanda fue el primero en aplicar la técnica, pero a Ely se le ocurrió la idea de examinar textos bizantinos medievales. Ahí fue donde encontró los escritos en un plano molecular.
– El pergamino reutilizado se llama palimpsesto -aclaró Thorvaldsen-. La verdad es que es bastante ingenioso. Después de que los monjes raspaban la tinta original y escribían en las páginas en blanco, cortaban las hojas y las ponían de lado, consiguiendo lo que vendrían a ser los libros de hoy en día.
– Es evidente que gran parte del pergamino original se perdía con tanto destrozo, porque rara vez se mantenían juntos pergaminos originales -prosiguió Cassiopeia-. Sin embargo, Ely encontró varios que estaban relativamente intactos. En uno de ellos descubrió algunos teoremas perdidos de Arquímedes. Extraordinario, dado que en la actualidad no se conserva casi nada de lo que él escribió. -Miró fijamente a Malone-. En otro dio con la fórmula del fuego griego.
– ¿Y a quién se lo contó? -quiso saber él.
– A Irina Zovastina -contestó Thorvaldsen-. Ministra de la Federación de Asia Central. Zovastina pidió que no desvelara lo que descubriera, al menos durante un tiempo. Y, dado que era ella la que pagaba las facturas, Ely difícilmente podía negarse. También lo animó a analizar más manuscritos del museo.
– Ely entendía esa necesidad de secretismo -intervino Cassiopeia-. Las técnicas eran novedosas y tenían que asegurarse de que lo que estaban encontrando era auténtico. No vio mal alguno en esperar. A decir verdad, quería examinar tantos manuscritos como pudiera antes de que el asunto se hiciera público.
– Pero te lo contó a ti -objetó Malone.
– Estaba entusiasmado y quería compartir su entusiasmo. Sabía que yo no diría nada.
– Hace cuatro meses, Ely tropezó con algo extraordinario en uno de los palimpsestos -contó el danés-: el relato de Jerónimo de Cardia. Jerónimo era amigo y compatriota de Eumenes, uno de los generales de Alejandro Magno, que además ejercía de secretario personal de éste. Hasta nosotros sólo han llegado fragmentos de las obras de Jerónimo, pero se sabe que son bastante fiables. Ely descubrió un relato completo, de la época de Alejandro, contado por un observador que gozaba de credibilidad. -Thorvaldsen hizo una pausa-. Es un señor relato, Cotton. Leíste algo antes sobre la muerte de Alejandro y el bebedizo.
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