Navega hasta la capital que fundó el padre de Alejandro,
donde los sabios montan guardia.
Toca lo más íntimo de la ilusión dorada.
Divide el fénix.
La vida proporciona la medida de la verdadera tumba.
Pero sé cauteloso, pues sólo dispondrás de una oportunidad.
Asciende por las paredes que esculpieron los dioses.
Cuando alcances la cima, contempla el ojo ambarino
y atrévete a hallar el refugio remoto.
A continuación, Ptolomeo me entregó un medallón de plata que mostraba a Alejandro enfrentado a los elefantes. Me dijo que había acuñado las monedas en honor a esas batallas. Asimismo me pidió que volviera cuando hubiese resuelto su enigma. Pero un mes después, Ptolomeo moría.
Samarcanda
Federación de Asia Central
23.50 horas
Zovastina llamó con suavidad a una puerta lacada de color blanco. Abrió una mujer elegante y bien arreglada que debía de rondar los sesenta, el entrecano cabello negro apagado. Como de costumbre, Zovastina no esperó a que la invitara a pasar.
– ¿Está despierta?
La mujer asintió, y Zovastina enfiló el pasillo.
La casa dominaba un terreno arbolado de las afueras de la ciudad, al este, más allá de la sucesión de edificios bajos y vistosas mezquitas, en una zona donde se habían levantado muchas de las viviendas más recientes, el accidentado suelo un día repleto de torres vigía de la era soviética. La prosperidad de la Federación había propiciado la aparición de una clase media y alta, y quienes disponían de medios habían empezado a alardear de ellos. Esa casa, construida hacía una década, era de Zovastina, aunque nunca había vivido en ella. Había preferido regalársela a su amante.
Inspeccionó el lujoso interior. Una consola Luis XV profusamente labrada exhibía una colección de figuritas de porcelana blanca que le había regalado el presidente francés. En la habitación contigua, el artesonado del techo ponía la nota de distinción, el piso entarimado protegido por una alfombra ucraniana. Otro regalo. Un espejo alemán presidía un extremo de la larga estancia y cortinas de tafetán adornaban tres imponentes ventanas.
Cada vez que recorría ese pasillo revestido de mármol su mente retrocedía seis años, a una tarde en que se aproximó a la misma puerta cerrada. En el dormitorio encontró a Karyn desnuda, sobre ella un hombre de torso estrecho, cabello rizado y brazos musculosos. Aún podía oír sus gemidos, su voraz exploración mutua sorprendentemente excitante. Permaneció allí plantada un minuto entero, mirando, hasta que se separaron.
– Irma -dijo con calma Karyn-. Éste es Michele.
Karyn se bajó de la cama y se echó hacia atrás el largo cabello ondulado, dejando a la vista unos pechos que Irma había disfrutado numerosas veces. Enjuta como un chacal, cada centímetro de la perfecta piel de Karyn brillaba con el color de la canela. Unos labios finos que dibujaban una curva desdeñosa, una nariz respingona de delicados orificios, las mejillas como la porcelana. Zovastina se olía que su amante la engañaba, pero presenciar el acto directamente era harina de otro costal.
– Tienes suerte de que no te haga matar.
Karyn ni se inmutó.
– Míralo. A él le importa cómo me siento, da sin pedir nada. Tú sólo tomas. Es lo único que sabes hacer: dictar órdenes y esperar que sean obedecidas.
– No recuerdo haber oído ninguna queja tuya.
– Ser tu puta cuesta caro. He renunciado a cosas más preciosas que el dinero.
La mirada de Zovastina se dirigió sin querer al desnudo Michele.
– Te gusta, ¿eh? -dijo Karyn.
Ella no respondió. Se limitó a ordenar:
– Te quiero fuera de aquí antes de esta noche.
Karyn se acercó, precedida por el dulce aroma de un perfume caro.
– ¿De verdad quieres que me vaya? -Su mano se posó en el muslo de Zovastina-. ¿No te gustaría quitarte la ropa y unirte a nosotros?
Ella abofeteó a su amante con el dorso de la mano. No era la primera vez, aunque sí la primera con ira. Un hilo de sangre manó del labio de Karyn, que le lanzó una mirada rebosante de odio.
– Fuera. Antes de esta noche, o te prometo que no verás la mañana.
Hacía seis años. Mucho tiempo.
O al menos eso le parecía.
Giró el pomo y entró.
El dormitorio conservaba un exquisito mobiliario francés provinciano. Una chimenea de bronce y mármol custodiada por una pareja de leones de pórfido egipcio decoraba una de las paredes. Junto a la cama con dosel, aparentemente fuera de lugar, se hallaba el respirador, al otro lado la botella de oxígeno y una bolsa suspendida de un soporte de acero inoxidable, sus transparentes tubos culebreando hasta uno de los brazos de la enferma.
Karyn estaba recostada sobre unas almohadas en el centro de una gran cama, una colcha de seda en tono coral por la cintura. Su piel era color ceniza parda, la pátina como papel encerado. La otrora cabellera rubia era una maraña despeinada, rala como la neblina. Sus ojos, que solían brillar con un intenso azul, ahora miraban desde unas hundidas cuencas cual criaturas escondidas en cuevas. Las angulosas mejillas se habían esfumado, sustituidas por una escualidez cadavérica que había tornado su nariz chata en aguileña. Un camisón de encaje cubría su descarnado cuerpo como una bandera que colgara lacia de una asta.
– ¿Qué quieres esta noche? -musitó Karyn, la voz quebradiza y forzada. Los tubos de la nariz liberaban oxígeno con cada respiración-. ¿Has venido a comprobar si me había muerto?
Irina se acercó a la cama. El olor de la estancia se intensificó; una nauseabunda mezcla de desinfectante, enfermedad y deterioro.
– ¿No tienes nada que decir? -dijo la enferma a duras penas.
Zovastina miró a la mujer con fijeza. Cosa rara en ella, su relación había sido bastante impulsiva. Después de entrar a trabajar para ella, Karyn fue su secretaria personal y finalmente su concubina. Habían estado cinco años juntas y otros cinco separadas, hasta el año anterior, cuando Karyn regresó a Samarcanda de improviso, enferma.
– La verdad es que he venido a ver cómo estabas.
– No, Irina. Has venido a ver cuándo voy a morir.
Le entraron ganas de decir que eso era lo último que quería, pero pensar en la traición de Michele y Karyn le impedía hacer ninguna concesión emocional. En su lugar, preguntó:
– ¿Mereció la pena?
Zovastina sabía que los años de sexo sin protección, yendo de hombre en hombre y de mujer en mujer, asumiendo riesgos, finalmente habían podido más que Karyn. Por el camino alguien le había transmitido el VIH. Sola, asustada y sin blanca, el año anterior Karyn se había tragado el orgullo y había vuelto al único sitio que creía que podría proporcionarle cierto consuelo.
– ¿Por eso sigues viniendo? -preguntó ésta-. ¿Para comprobar que me equivoqué?
– Te equivocaste.
– Tu amargura te consumirá.
– Mira quién fue a hablar: alguien consumida literalmente por la suya.
– Ten cuidado, Irina, no sabes cuándo me contagié. Puede que comparta mi miseria.
– Me he hecho las pruebas.
– ¿Y qué médico fue lo bastante idiota para hacerlo? -La tos sacudió las palabras de Karyn-. ¿Aún vive para contar lo que sabe?
– No has respondido a mi pregunta. ¿Mereció la pena?
Una sonrisa arrugó el retraído rostro.
– Ya no puedes darme órdenes.
– Has vuelto. Querías ayuda y te la estoy dando.
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