Steve Berry - La Traición Veneciana

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Hay quién mataría por descubrir el secreto del poder de Alejandro Magno.
Copenhague, Ámsterdam, Venecia, Samarcanda; 7 días, el plazo para cambiar el curso de la historia. El mundo se enfrenta a la mayor amenaza biológica de la historia. Una sola mujer posee el arma defi nitiva para erradicar a sus enemigos. Y un solo hombre conoce la clave para desactivarlos y acabar con las grandes pandemias que asolan el planeta. Ambos carecen de moral y a la vez ambos comparten su talón de Aquiles: la ambición sin límite. ¿Podrán detenerlos dos hombres y dos mujeres a quienes sólo mueve el deseo de justicia y equidad? En el año 323 a. C. murió Alejandro Magno, el hombre que había logrado acaparar más poder que ningún otro. En la actualidad, una mujer dominada por su deseo de emular al gran conquistador busca lo que él se llevó a la tumba: el secreto de su poder.

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VEINTIUNO

Amsterdam, Países Bajos

19.30 horas

Stephanie Nelle salió del taxi con dificultad y se puso a toda prisa la capucha del abrigo. La lluvia de abril caía con fuerza y el agua se remansaba entre los rugosos adoquines, corriendo furiosa hacia los canales de la ciudad. La responsable, una intensa tormenta procedente del mar del Norte que se había desatado hacía un rato, se ocultaba ahora tras las nubes color añil, pero la luz de las farolas permitía ver un persistente calabobos.

Se abrió paso entre la lluvia, las desnudas manos en los bolsillos del abrigo. Cruzó un puente peatonal con arcadas, entró en la Rembrandtplein y se fijó en que la inclemente tarde no había enfriado los ánimos de los que atestaban peepshows, clubes de ligoteo, bares de ambiente y locales de striptease de la plaza.

Ahondando más aún en las entrañas del barrio chino, dejó atrás los burdeles, sus escaparates plagados de chicas que prometían placer envueltas en cuero y encaje. En uno de ellos, una asiática con ropa ceñida y parafernalia bondage ocupaba un asiento acolchado y ojeaba las páginas de una revista.

A Stephanie le habían dicho que la noche no era el momento más amenazador para visitar el famoso barrio. La desesperación matinal de los yonquis de paso y la crispación de primera hora de la tarde de los chulos, que esperaban a que se reanudara el negocio nocturno, solían resultar más impactantes. Sin embargo, le habían advertido que el extremo norte, cerca de la plaza Nieuwmarkt, en una zona no tan concurrida, desprendía continuamente una callada sensación de peligro, de manera que se puso en guardia al atravesar la invisible línea. Sus ojos se movían atrás y adelante como los de un gato que estuviera de ronda, sus pasos encaminados sin vacilar hacia el café que se encontraba al final de la calle.

El Jan Heuval ocupaba la planta baja de un almacén de tres pisos. Era un café marrón, uno de los cientos que tachonaban la Rembrandtplein. Abrió la puerta con decisión y percibió en el acto el tufo a cannabis junto con la ausencia de letreros en los que se leyera «Prohibido consumir drogas».

El café estaba abarrotado, el tibio aire saturado de una niebla alucinógena que olía a cuerda chamuscada. El olor a pescado frito y castañas asadas se mezclaba con aquella vaharada narcótica y hacía que le escocieran los ojos. Se quitó la capucha y se sacudió la lluvia en las mojadas baldosas de la entrada.

Entonces vio a Klaus Dyhr. Treinta y tantos, rubio, tez blanca y rostro curtido; justo como se lo habían descrito.

Stephanie se recordó por enésima vez la razón de que se encontrara allí: devolver un favor. Cassiopeia Vitt le había pedido que se pusiera en contacto con Dyhr, y dado que le debía a su amiga al menos un favor, difícilmente podría haberse negado. Antes de comunicarse con él había hecho averiguaciones y se había enterado de que Dyhr había nacido en Holanda, se había formado en Alemania y trabajaba de químico para un fabricante de plásticos local. Su obsesión eran las monedas -al parecer, tenía una colección impresionante-, y una en concreto había despertado el interés de su amiga musulmana.

El holandés estaba solo cerca de una mesa que le llegaba a la altura del pecho, disfrutando de una cerveza tostada y masticando pescado frito. Un cigarrillo liado se consumía en un cenicero, y las densas espirales de neblina verde que subían no eran de tabaco.

– Soy Stephanie Nelle -se presentó ella en inglés-. La que llamó.

– Dijo que estaba interesada en comprar.

Ella captó la brusquedad del tono, que advertía: dime lo que quieres, págame y me iré por donde he venido. También reparó en sus vidriosos ojos, que casi no tenían remedio. Hasta ella empezaba a sentirse colocada.

– Como le dije por teléfono, quiero el medallón con el elefante.

Él bebió un trago de cerveza.

– ¿Por qué? No es importante. Tengo muchas otras monedas que valen mucho más. A buen precio.

– No lo dudo, pero quiero el medallón. Usted dijo que estaba a la venta.

– Dije que dependía de lo que estuviera dispuesta a pagar.

– ¿Puedo verlo?

Klaus se metió la mano en el bolsillo. Stephanie cogió la oblonga moneda que él le tendió y la examinó a través de su funda de plástico: en una cara, un guerrero; en la otra, un elefante de guerra montado que desafiaba a un jinete. Del tamaño de una moneda de cincuenta céntimos, las imágenes casi borradas.

– No tiene ni idea de lo que es, ¿no? -preguntó Klaus.

Ella decidió ser franca.

– Estoy haciendo esto por alguien.

– Quiero seis mil euros.

Cassiopeia le había dicho que pagara lo que hiciera falta, el precio era irrelevante. Sin embargo, mientras observaba la enfundada pieza se preguntó por qué algo tan anodino podía revestir tanta importancia.

– Sólo se conocen ocho -explicó él-. Seis mil euros es una ganga.

– ¿Sólo ocho? Entonces, ¿por qué venderla?

Él cogió la colilla, dio una profunda calada y, tras retenerla, expulsó lentamente un humo denso.

– Necesito el dinero.

Sus aceitosos ojos volvieron a caer, fijos en la cerveza.

– ¿Tan mal están las cosas? -quiso saber ella.

– Como si a usted le importara.

En ese preciso instante, dos hombres flanquearon a Klaus: uno rubio y el otro moreno. Ambos rostros eran una contradictoria mezcla de rasgos árabes y asiáticos. Fuera seguía lloviendo, pero sus abrigos estaban secos. El rubio cogió a Klaus por el brazo y le puso de plano una navaja en el estómago; el moreno le pasó un brazo por los hombros a Stephanie, con aparente cordialidad, y le acercó la punta de otra navaja a las costillas, la hoja contra el abrigo.

– El medallón -ordenó el rubio, haciendo una señal con la cabeza-. Sobre la mesa.

Ella decidió no discutir e hizo lo que le pedían.

– Ahora nos iremos -anunció el moreno mientras se metía la moneda en un bolsillo. El aliento le olía a cerveza-. No os mováis de aquí.

Stephanie no tenía intención de desafiarlos: sabía respetar las armas cuando le apuntaban.

Los dos tipos se dirigieron hacia la puerta y salieron del café.

– Se han llevado mi moneda -dijo Klaus, alzando la voz-. Voy a por ellos.

Ella no supo si lo que hablaba era la insensatez o las drogas.

– ¿Y si deja que yo me ocupe?

Él le lanzó una mirada suspicaz.

– Le aseguro que he venido preparada -afirmó Stephanie.

VEINTIDÓS

Copenhague 19.45 horas

Malone terminó de cenar en el café Norden, un restaurante de dos plantas con vistas al corazón de la Höjbro Plads. La tarde era desapacible y un intenso chaparrón de abril mojaba la casi desierta plaza. Estaba ubicado junto a una ventana de la segunda planta, disfrutando de la lluvia.

– Te agradezco que nos hayas echado una mano hoy -dijo Thorvaldsen desde el otro lado de la mesa.

– ¿Que casi salto por los aires? ¿Dos veces? ¿Para qué están los amigos?

Apuró su crema de tomate. En el café servían una de las mejores que había tomado nunca. Tenía un montón de preguntas, pero sabía que las respuestas, como solía ocurrir con Thorvaldsen, le llegarían racionadas.

– En la casa, Cassiopeia y tú dijisteis algo acerca del cuerpo de Alejandro Magno, que sabéis dónde está. ¿Cómo es posible?

– Hemos logrado averiguar muchas cosas al respecto.

– ¿El amigo de Cassiopeia, el del museo de Samarcanda?

– Era más que un amigo, Cotton.

Eso él ya lo suponía.

– ¿Quién era?

– Ely Lund. Creció aquí, en Copenhague. Él y mi hijo, Cal, eran amigos.

Malone captó la tristeza cuando el danés mencionó el nombre de su difunto hijo, y a él le dio un vuelco el estómago al recordar aquel día de hacía dos años, en Ciudad de México, cuando el joven fue asesinado. Malone se encontraba allí, en una misión de Magellan Billet, y abatió a los pistoleros, pero también recibió un balazo. Perder a un hijo… Le resultaba inconcebible que Gary, su propio hijo, de quince años, pudiese morir.

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