– Claro -respondió Malone siguiéndole el juego.
– ”Tu alegre compañero será un tesoro, que tus ojos se deleitarán en contemplar” -hizo una pausa-. Al día siguiente encontré esto.
Larocque señaló la caverna iluminada. Malone ya había escuchado suficiente. Levantó el brazo derecho, señaló con el índice hacia abajo e indicó a Larocque que se diera la vuelta. Ella captó el mensaje y miró por encima de su hombro derecho. Tras ella se encontraban Stephanie Nelle y Sam Collins, ambos empuñando una pistola.
– ¿Olvidé mencionar que no había venido solo? -dijo Malone-. Esperaron a que usted llegara para bajar.
Larocque lo miró. La ira que irradiaban sus ojos constataba lo que él ya sabía, así que dijo lo que probablemente estaba pensando:
– Deléitese contemplándolo, madame, porque es lo único que podrá hacer.
Sam le arrebató la pistola a Ambrosi, que no opuso resistencia.
– Mejor así -le dijo Malone a Ambrosi-. Sam resultó herido de bala. Le dolió mucho, pero está bien. Fue él quien disparó a Peter Lyon. Fue su primer asesinato. Le dije que el segundo sería mucho más fácil.
Ambrosi no dijo nada.
– También vio morir a Henrik Thorvaldsen. Todavía está deshecho. Stephanie y yo también. Los tres podríamos matarlos en cualquier momento. Por suerte para ustedes, no somos asesinos. Es una lástima que ustedes no puedan decir lo mismo.
– Yo no he matado a nadie -dijo Larocque.
– No, usted sólo anima a otros a hacerlo y se aprovecha de sus actos -Malone se levantó-. Ahora lárguense de aquí.
Larocque no se movió.
– ¿Qué pasará con esto?
Malone suprimió cualquier rastro de emoción en su voz.
– Eso no lo decidiremos ni usted ni yo.
– ¿Se da cuenta de que esto es un derecho legítimo de mi familia? El papel de mi antepasado fue esencial para destruir a Napoleón. Buscó este tesoro hasta el día de su muerte.
– Le he dicho que se largue.
Malone quería pensar que así es cómo Thorvaldsen habría afrontado la situación, y ese pensamiento le proporcionó cierto consuelo. Larocque pareció aceptar sus órdenes, sabedora de que poseía escaso poder de negociación, de modo que, con un gesto, indicó a Ambrosi que saliera de allí. Stephanie y Sam se hicieron a un lado y los dejaron marcharse.
En el umbral, Larocque titubeó y se dio la vuelta.
– Puede que nuestros caminos se crucen de nuevo.
– Sería divertido.
– Sepa que ese encuentro será bastante distinto al de hoy -afirmó antes de irse.
– Esa mujer no se rinde nunca -dijo Stephanie.
– Imagino que tienes gente ahí fuera.
Stephanie asintió.
– La policía francesa los acompañará fuera del túnel y lo cerrará.
Malone se dio cuenta de que por fin todo había terminado. Las últimas tres semanas habían sido unas de las más terribles de su vida. Necesitaba un descanso.
– Supongo que tienes una nueva carrera -dijo a Sam.
El joven asintió.
– Ahora trabajo oficialmente para el Magellan Billet como agente. Según tengo entendido, debo agradecérselo a usted.
– Tienes que agradecértelo a ti mismo. Henrik estaría orgulloso de ti.
– Eso espero -Sam señaló los cofres-. ¿Qué pasará con este tesoro?
– Los franceses se lo quedarán -respondió Stephanie-. No hay manera de conocer su procedencia. Está en su terreno, así que es suyo. Además, dicen que es una compensación por todos los daños que Cotton ha causado a sus propiedades.
Malone no estaba escuchando. Tenía la mirada clavada en la puerta. Eliza Larocque había pronunciado su última amenaza en un tono muy educado, una pausada declaración según la cual, si sus caminos volvían a cruzarse algún día, las cosas serían distintas. Pero no era la primera vez que recibía amenazas. Larocque era en parte responsable de la muerte de Henrik y del sentimiento de culpa que temía que se alojara para siempre en su interior. Tenía una deuda con ella y él siempre saldaba sus deudas.
– ¿Estás bien por lo de Lyon? -le preguntó a Sam.
El joven asintió.
– Todavía veo su cabeza estallando, pero podré vivir con ello.
– Nunca dejes que te resulte fácil. Matar es algo serio, aunque se lo merezcan.
– Me recuerda a alguien que conocí en una ocasión.
– ¿Él también era un tipo inteligente?
– Más de lo que imaginaba hasta hace poco.
– Tenías razón, Sam -dijo Malone-. El Club de París, todas esas conspiraciones. Al menos algunas cosas eran ciertas.
– Por lo que recuerdo, me tenía usted por un loco.
Malone soltó una carcajada.
– La mitad de la gente a la que conozco también me considera un chiflado.
– Meagan Morrison no dudó en hacerme saber que ella tenía razón -dijo Stephanie-. Es un verdadero problema.
– ¿La volverás a ver? -le preguntó Malone a Sam.
– ¿Quién ha dicho que me interesa?
– Lo noté en su voz cuando me dejó el mensaje en el contestador. Volvió allí por ti. Vi cómo la mirabas después del funeral de Henrik. Te interesa.
– No lo sé, tal vez sí. ¿Tiene algún consejo que darme al respecto?
Malone levantó las manos en un gesto de rendición.
– Las mujeres no son mi fuerte.
– Y que lo digas -apostilló Stephanie-. Arrojas a tus ex mujeres de los aviones.
Malone sonrió.
– Debemos irnos -dijo Stephanie-. Los franceses quieren tener esto controlado.
Los tres se dirigieron hacia la salida.
– Tengo una curiosidad -le dijo Malone a Sam-. Stephanie me dijo que te criaste en Nueva Zelanda, pero no hablas como ellos. ¿Por qué?
Sam sonrió.
– Es una larga historia.
Eso fue exactamente lo que él contestó el día anterior cuando Sam le preguntó por qué se llamaba Cotton. Era la misma respuesta que le había dado a Henrik varias veces, prometiéndole siempre que se lo explicaría más tarde. Pero, por desgracia, ya no podría hacerlo.
Le caía bien Sam Collins. Le recordaba mucho a él hacía quince años, cuando empezaba en el Magellan Billet. Ahora Sam era un agente hecho y derecho a punto de afrontar los incalculables riesgos asociados a ese peligroso trabajo. Cualquier día podía ser el último.
– Le propongo un trato -dijo Sam-. Yo se lo cuento si usted me lo cuenta.
– Trato hecho.
Esta novela me llevó primero a Francia y después a Londres. Durante varios días, Elizabeth y yo recorrimos París en busca de todas las localizaciones que aparecen en el libro. No me agradó especialmente encontrarme bajo tierra, y a Elizabeth le disgustaba la altura de la Torre Eiffel. Al margen de nuestras neurosis, encontramos todo lo que íbamos a buscar. Como en mis siete novelas anteriores, la elaboración del argumento supuso preparar, combinar, corregir y condensar diversos elementos aparentemente dispares. Ahora ha llegado el momento de trazar la línea entre realidad y ficción.
El general Napoleón Bonaparte conquistó Egipto en 1799 y gobernó esa tierra mientras esperaba el momento adecuado para regresar a Francia y reclamar un poder absoluto. En efecto, vio las pirámides, pero no existen pruebas de que llegara a entrar en ellas. Según cuenta una historia, entró en la Gran Pirámide de Giza y al salir se mostró agitado, pero ningún historiador reputado ha verificado dicho relato. Sin embargo, la idea me pareció interesante, así que no pude resistirme a incluir mi propia versión en el prólogo. En cuanto a lo sucedido con un misterioso vidente (capítulo xxxvii), fue invención mía. Sin embargo, los sabios de Napoleón existieron de verdad y juntos desenterraron una antigua civilización desconocida hasta el momento, creando así la ciencia de la egiptología.
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