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Steve Berry: El Club de París

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Cuando Napoleón Bonaparte murió en 1821, se llevó a la tumba un impactante secreto. Como emperador, había saqueado incalculables riquezas de palacios y tesoros nacionales, e incluso de los Caballeros de Malta y el Vaticano. En sus últimos días, sus captores británicos esperaban averiguar dónde se ocultaba el botín. Pero él nos les desveló nada. ¿O tal vez sí? Cotton Malone está a punto de averiguarlo cuando los problemas llaman a la puerta de su librería: un agente del servicio secreto estadounidense que terminara convirtiéndose en su aliado. Sólo igualando el ingenio de un terrorista a sueldo, frustrando un atentado catastrófico, y emprendiendo una desesperada búsqueda del legendario tesoro perdido de Napoleón, podrá Malone evitar la anarquía económica internacional. Desde Dinamarca, pasando por Inglaterra y terminando en las calles de París, Malone participa en un intenso juego de duplicidad y muerte, todo para conseguir un tesoro de valor incalculable. Pero, ¿a qué precio?.

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Enroscó la cuerda en torno a la base de una de las columnas, situada a unos pocos metros de distancia, y comprobó su resistencia. Arrojó el resto de cuerda en el conducto, seguida de la almádena, que podía ser necesaria. Se amarró la linterna al cinturón. Utilizando sus suelas de goma y la cuerda, descendió por el conducto hacia la oscura tierra.

Cuando llegó abajo, enfocó la roca, de color marrón añejo. El gélido y polvoriento lugar se extendía hasta donde llegaba el haz de luz. Sabía que París estaba plagada de túneles, kilómetros y kilómetros de pasajes subterráneos tallados en la piedra caliza, bloque a bloque, hasta la superficie. La ciudad había sido construida literalmente desde el suelo.

Malone palpó los contornos, las grietas, las esquirlas que sobresalían, y siguió el retorcido pasadizo a lo largo de unos sesenta metros. Un olor como a melocotones calientes, que le recordaba a su infancia en Georgia, le provocó náuseas. La arenisca crujía bajo sus pies. Solo el frío parecía colmar aquel vacío; era fácil perderse en el silencio.

Supuso que había salido de la basílica y que se encontraba al este del edificio, quizá bajo la explanada de árboles y hierba de la parte posterior de la abadía, en dirección al Sena.

Malone vio un oscuro hueco a su derecha. Los escombros llenaban el pasadizo, en el que alguien se había abierto paso a través de la piedra caliza. Se detuvo y escudriñó el lugar con su linterna. En la tosca superficie de un tramo rocoso había un símbolo grabado, que reconoció por el escrito que Napoleón había dejado en el libro merovingio. Era parte de las catorce líneas garabateadas.

El Club de París - изображение 189

Alguien había colocado la piedra sobre el montículo a modo de indicador, una señal que había aguardado pacientemente bajo tierra durante más de dos siglos. En el hueco vio una puerta metálica entreabierta. Un cable eléctrico serpenteaba en el umbral, describía un giro de noventa grados y desaparecía en el túnel. Se alegró al comprobar que tenía razón. Las pistas de Napoleón lo guiaron hasta abajo. Una vez allí, el símbolo grabado mostraba exactamente el lugar en el que lo esperaba el tesoro.

Enfocó el interior con la linterna, encontró un cuadro eléctrico y accionó el interruptor. Unos dispositivos incandescentes de color amarillo repartidos por el suelo revelaron una cámara de unos quince metros por doce con un techo de tres metros de alto. Contó al menos tres docenas de cofres de madera y vio que algunos estaban abiertos.

En su interior descubrióuna variedad de lingotes de oro y plata. Todos ellos llevaban impresa una ene culminada con una corona imperial, el símbolo oficial del emperador Napoleón. En otro había monedas de oro. Otros dos contenían vajillas de plata. En tres de ellos rebosaban lo que parecían ser piedras preciosas. A todas luces, el emperador había elegido su tesoro con sumo cuidado y había optado por los metales nobles y las joyas.

Malone contempló la habitación y examinó las antiguas y abandonadas posesiones de un imperio derrocado. Era el tesoro de Napoleón.

– Usted debe de ser Cotton Malone -dijo una voz femenina.

Él se dio la vuelta.

– Y usted debe de ser Eliza Larocque.

La mujer, apoyada en el quicio de la puerta, era alta y majestuosa, y tenía un aire leonino que apenas intentaba ocultar. Llevaba un abrigo de lana que le llegaba a la altura de las rodillas, una prenda elegante. Junto a ella estaba un hombre delgado y nervudo con un vigor espartano. Ambos rostros eran inexpresivos.

– Y su amigo es Paolo Ambrosi -dijo Malone-. Un personaje interesante. Un sacerdote que durante un corto espacio de tiempo fue secretario de Pedro II, pero que desapareció cuando ese papado terminó de forma abrupta. Circularon muchos rumores al respecto de su moralidad -Malone hizo una pausa-. Ahora lo tenemos aquí.

Larocque se mostró impresionada.

– No parece sorprenderle nuestra presencia.

– Los estaba esperando.

– ¿Ah, sí? Me han dicho que es un magnífico agente.

– He tenido mis momentos.

– Y sí, Paolo realiza ciertas tareas que le encargo de vez en cuando -dijo Larocque-. Me pareció que lo más oportuno sería que estuviese conmigo después de todo lo ocurrido la semana pasada.

– Henrik Thorvaldsen ha muerto por su culpa -afirmó Malone.

– ¿De qué me está hablando? No conocía a ese hombre hasta que se interpuso en mis negocios. Me dejó en la Torre Eiffel y no volví a verlo nunca más -Larocque hizo una pausa-. No me ha dicho cómo ha averiguado que hoy estaría aquí.

– Hay gente más inteligente que usted en este mundo.

Malone vio que no le había gustado el insulto.

– He estado atento -añadió-. Encontró a Caroline Dodd más rápido de lo que imaginaba. ¿Cuánto tardó en descubrir este lugar?

– La señora Dodd fue bastante amable. Nos facilitó las pistas, pero decidí encontrar otro camino debajo de la basílica. Imaginé que habría otros accesos y salidas y estaba en lo cierto. Dimos con el túnel correcto hace unos días, abrimos la cámara y aprovechamos una línea eléctrica situada cerca de aquí.

¿Y Dodd?

Larocque negó con la cabeza.

– Me recordaba demasiado a la traición de lord Ashby, así que Paolo se ocupó de ella.

Ambrosi empuñaba un arma en la mano derecha.

– Aún no ha respondido a mi pregunta -dijo Larocque.

– Cuando abandonó su residencia hace un rato -respondió Malone- supuse que venía hacia aquí. Había llegado el momento de reclamar su premio, ¿no es así? Ha contratado ayuda para sacar esta fortuna de aquí.

– Lo cual no ha resultado fácil -dijo ella-. Por suerte, hay gente en este mundo dispuesta a hacer cualquier cosa por dinero. Tendremos que repartir esto en cofres más pequeños y cerrados y luego sacarlos a mano.

– ¿No le preocupa que puedan hablar?

– Los cofres estarán cerrados antes de que lleguen.

Asintiendo levemente, Malone reconoció la inteligencia de su previsión.

– ¿Cómo ha llegado hasta aquí? -preguntó Larocque.

Malone señaló hacia arriba.

– Por la puerta principal.

– ¿Todavía trabaja para los estadounidenses? -preguntó-. Thorvaldsen me habló de usted.

– Trabajo para mí -Malone señaló a su alrededor-. He venido por esto.

– No parece usted un cazatesoros.

Malone se sentó encima de un cofre y relajó unos nervios entumecidos por el insomnio y por su inseparable compañero, el desaliento.

– En eso se equivoca. Me encantan los tesoros. ¿Y a quién no? Disfruto sobre todo negándoselos a personas tan despreciables como usted.

Larocque se rió de aquel toque dramático.

– Diría que es usted el que se va a quedar sin él.

– Su juego ha terminado. Se acabó el Club de París. Se acabó la manipulación económica. Se acabó el tesoro.

– Lo dudo mucho.

Malone la ignoró.

– Por desgracia, no quedan testigos con vida y hay muy pocas pruebas para juzgarla por algún delito. Así que tómese esta conversación como su única manera de eludir la cárcel.

Larocque se rió de aquella ridiculez.

– ¿Es siempre tan sociable cuando lo acecha la muerte?

Malone se encogió de hombros.

– Soy una persona despreocupada.

– ¿Cree en el destino, señor Malone? -preguntó ella.

– La verdad es que no.

– Yo sí. De hecho, mi vida se rige por el destino. Mi familia ha hecho lo mismo durante siglos. Cuando supe que Ashby había muerto, consulté un oráculo que poseo y formulé una sencilla pregunta: “¿Se verá inmortalizado mi nombre y lo aplaudirá la posteridad?”. ¿Le gustaría saber la respuesta?

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