– Ricos en fábula, faltos de historia -dijo Murad-. Esa es la crónica de los merovingios. Sin embargo, Napoleón sentía fascinación por ellos. Las abejas de oro de su manto de coronación se inspiraron en ellos. Los merovingios también eran partidarios de acumular tesoros. Robaban con placer en las tierras que conquistaban y su rey era responsable de repartir la riqueza entre sus seguidores. Como líder, se esperaba que viviera únicamente de los frutos de sus conquistas. Este concepto de autosuficiencia real duró del siglo v al xv. Napoleón lo resucitó en el siglo xix.
– Teniendo en cuenta el tesoro que anda buscando Ashby, ¿cree que este libro merovingio puede ser revelador?
– No lo sabremos hasta que lo veamos.
– ¿Todavía existe?
Caroline Dodd no le había contado a Ashby el paradero del botín mientras estaban en su estudio. En vez de eso, le había puesto la miel en los labios y le había hecho esperar hasta después de practicar sexo. Por desgracia, los investigadores de Thorvaldsen no habían conseguido instalar micrófonos en el dormitorio de Ashby.
Murad sonrió.
– El libro existe. Lo comprobé hace algún tiempo. Se encuentra expuesto en el Hotel des Invalides, donde yace enterrado Napoleón. Forma parte de lo que Saint-Denis legó a la ciudad de Sens en 1856. Al final, esos libros fueron donados por Sens al gobierno francés. La mayoría de los volúmenes ardieron en el incendio del Palacio de las Tullerías en 1871. Lo que quedó llegó a los Inválidos tras la Segunda Guerra Mundial. Por suerte, este libro sobrevivió.
– ¿Podemos echarle un vistazo?
– No sin responder a multitud de preguntas a las que estoy seguro que no quiere contestar. Los franceses son muy protectores con sus tesoros nacionales. Consulté a un colega, que me dijo que el libro está expuesto en el museo de los Inválidos. Pero esa ala está cerrada ahora mismo por reformas.
Thorvaldsen comprendía los obstáculos: cámaras, puertas y agentes de seguridad. Pero sabía que Graham Ashby quería el libro.
– Necesitaré que esté usted disponible -dijo a Murad.
El profesor bebió un trago de whisky.
– Esto se está convirtiendo en algo extraordinario. Napoleón deseaba que su hijo poseyera su tesoro privado. Adquirió cuidadosamente esa riqueza, igual que un rey merovingio. Pero entonces, a diferencia de un merovingio, y más como un déspota actual, lo ocultó en un lugar que solo él conocía.
Thorvaldsen entendía la atracción que podía ejercer semejante tesoro sobre la gente.
– Una vez que Napoleón estuvo atrapado en Santa Elena y no suponía peligro alguno, los periódicos ingleses aseguraron que había amasado una gran fortuna -Murad sonrió-. Él se vengó desde su exilio con una lista de lo que él denominaba el “verdadero tesoro” de su reinado. El Louvre, los greniers publics , el Banco de Francia, el suministro de agua de París, el alcantarillado de la ciudad y sus múltiples mejoras. Fue atrevido, eso debo reconocérselo.
Y lo era.
– ¿Se imagina lo que podría contener ese tesoro perdido? -preguntó Murad-. Napoleón saqueó miles de obras de arte que no han sido vistas desde entonces. Por no mencionar los tesoros de Estado y las fortunas privadas que expolió. Las cantidades de oro y plata podrían ser inmensas. Se llevó el secreto del paradero del tesoro a la tumba, pero confió cuatrocientos libros, incluido uno que nombró específicamente, a su sirviente más leal, Louis Etienne Saint-Denis, aunque dudo que este tuviera conocimiento de su importancia. Simplemente hizo lo que su emperador quería. Una vez fallecido el hijo de Napoleón en 1832, los libros carecían de sentido.
– No para Pozzo di Borgo -declaró Thorvaldsen.
Murad le había enseñado cuanto sabía del estimado ancestro de Eliza Larocque y su constante vendetta contra Napoleón.
– Pero nunca resolvió el acertijo -dijo Murad.
No, di Borgo no lo había hecho, pero un heredero lejano se afanaba por subsanar aquel error. Y Ashby viajaría a París, así que Thorvaldsen sabía lo que debía hacer.
– Conseguiré el libro.
Sam acompañó a Meagan hasta una salida lateral del Cluny, que daba a un paseo de grava jalonado de árboles altos. Una puerta en la tapia que rodeaba el museo, coronada por una valla de hierro forjado, los llevó a la acera por la que él y Malone habían llegado al lugar. Cruzaron la calle, encontraron una estación de metro y tomaron varios trenes hasta la Place de la Republique.
– Esto es Le Marais -le dijo Meagan mientras salían de nuevo a las frías calles. Ella se había quitado la bata azul y llevaba una chaqueta de lona, pantalón tejano y botas-. En su día esto fue una marisma, pero se convirtió en una zona de viviendas de lujo entre los siglos xv y xviii. Luego cayó en la ruina, pero está volviendo a renacer.
Sam la siguió por un paisaje de casas altas y elegantes, más profundas que anchas. Dominaban el ladrillo rosa, la piedra blanca, la pizarra gris y las balaustradas de hierro negro. Boutiques de moda, perfumerías, teterías y deslumbrantes galerías de arte latían con la vitalidad que inspiraba el período vacacional.
– Se están restaurando muchas mansiones -continuó Meagan-. Esto se está convirtiendo otra vez en el lugar donde hay que vivir.
Sam intentaba entender a aquella mujer. Parte de ella parecía dispuesta a arriesgarlo todo por transmitir su mensaje, pero en el museo había demostrado tener la cabeza más fría que él, lo cual le molestaba.
– El cuartel general de los Templarios se encontraba aquí. El propio Rousseau halló un santuario en estas casas. Victor Hugo vivía cerca. Aquí es donde Luis XVI y María Antonieta fueron encarcelados.
Sam se detuvo.
– ¿Qué hacemos aquí?
Ella también dejó de andar. Le llegaba a Sam a la altura de la nuez.
– Eres un tipo listo, Sam. Lo sé por tu página web y por tus correos electrónicos. Me comunico con mucha gente que piensa como nosotros y en su mayoría son dementes. Tú no lo eres.
– ¿Y tú?
Meagan sonrió.
– Eso tienes que decidirlo tú.
Sam sabía que Meagan todavía llevaba la pistola debajo de la chaqueta, donde la había guardado antes de abandonar el museo. Se preguntaba qué ocurriría si se marchaba en aquel mismo instante. Había disparado a aquellos dos hombres con gran habilidad.
– Sigamos -dijo Sam.
Doblaron otra esquina y bordearon más edificios con entradas situadas al nivel de la calle. Ahora no había tanta gente y todo estaba mucho más tranquilo. El tráfico quedaba lejos de la colmena de edificios arracimados.
– Nosotros diríamos: “Tan viejo como las montañas” -observó Meagan-. Los parisinos dicen: “Tan viejo como las calles”.
Sam ya había advertido que los nombres de las calles se anunciaban en carteles esmaltados de color azul que colgaban de los edificios que hacían esquina.
– Todos los nombres tienen un significado -apostilló Meagan-. Honran a alguien o algo concreto, indican adonde conduce la calle, identifican a su inquilino más ilustre o lo que sucede allí. Siempre significan algo.
Se detuvieron en una esquina. Un cartel blanco y azul decía: “Rue l’Araignée”.
– Calle de la araña -tradujo Sam.
– Así que hablas francés…
– Me defiendo.
Una expresión de triunfo inundó el rostro de la joven.
– Estoy segura de ello. Pero te enfrentas a algo de lo que sabes bien poco -Meagan señaló la estrecha calle-. Mira la cuarta casa.
Sam se volvió. Era una fachada de ladrillo con ventanas negras barnizadas, parteluces de piedra y balaustradas de hierro. Una puerta dorada impedía el acceso a un amplio corredor abovedado, coronado por un frontón esculpido.
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