– Construida en 1395 -dijo Meagan-. Reconstruida en 1660. En 1777 albergaba a un enjambre de abogados. Constituían un frente de blanqueo de dinero español y francés para los revolucionarios americanos. Esos mismos abogados vendían armas al ejército continental para la lucha contra los proyectos de ley que prohibirían el futuro suministro de tabaco y artículos provenientes de las colonias. Sin embargo, los victoriosos americanos no pagaron los suministros. ¿No somos un gran pueblo?
Sam no respondió al notar que Meagan estaba a punto de decir algo importante.
– Esos abogados denunciaron al nuevo país y finalmente recibieron el pago en 1835. Unos bastardos bastante listos, ¿no crees?
Sam permanecía en silencio.
– En el siglo xiii, se instalaron aquí unos prestamistas lombardos. Eran rapaces. Prestaban dinero con unos intereses escandalosos y exigían elevadas devoluciones.
Meagan señaló de nuevo la cuarta casa y miró a Sam.
– Ahí es donde se reúne el Club de París.
18.10 h
Malone llamó suavemente a la puerta de madera. Había abandonado el museo y tomado un taxi hasta el Ritz. Esperaba que Thorvaldsen hubiese regresado del valle del Loira y se sintió aliviado cuando su amigo respondió.
– ¿Tuviste algo que ver con lo ocurrido en el Cluny? -preguntó Thorvaldsen mientras Malone entraba en la suite -. Ha salido por televisión.
– Fui yo. Conseguí salir antes de que me cogieran.
– ¿Dónde está Sam?
Malone relató lo sucedido, incluido el secuestro de Sam, enlazando los hechos mientras explicaba que Jimmy Foddrell era en realidad Meagan Morrison y omitiendo cualquier referencia a la aparición de Stephanie. Había decidido no contárselo. Si quería pararle los pies a Thorvaldsen, o al menos demorarlo, no podía mencionar la intervención de Washington. Era interesante cómo habían cambiado las cosas. Normalmente era Thorvaldsen quien ocultaba información y arrastraba a Malone.
– ¿Sam se encuentra bien? -preguntó Thorvaldsen.
Malone decidió mentir.
– No lo sé. Pero ahora mismo no puedo hacer gran cosa al respecto.
Malone escuchó mientras Thorvaldsen pormenorizaba su visita a Eliza Larocque.
– Es una zorra despreciable. Tuve que sentarme allí, educadamente, pensando en Cai en todo momento -concluyó.
– Ella no lo mató.
– Yo no la exoneraría de su responsabilidad tan alegremente. Ashby trabaja con ella. Existe una estrecha relación entre ambos y eso es suficiente para mí.
Su amigo estaba cansado y la fatiga resultaba evidente en sus ojos.
– Cotton, Ashby está buscando un libro.
Malone escuchó la información sobre el testamento de Napoleón y Los reinos merovingios 450-751 d. C , supuestamente expuesto en los Inválidos.
– Primero necesito hacerme con ese libro -dijo Thorvaldsen.
Ideas vagas flotaban en su cerebro. Stephanie quería frenar a Thorvaldsen. Para hacerlo, Malone debía tomar las riendas de la situación, pero eso era complicado habida cuenta de quién las tenía en ese momento en sus manos.
– ¿Quieres que lo robe? -preguntó.
– No será fácil. En su día, los Inválidos fue un arsenal, una fortaleza.
– Eso no es una respuesta.
– Sí, quiero que lo robes.
– Conseguiré el libro. ¿Qué harás después? ¿Encontrar el tesoro perdido? ¿Humillar a Ashby? ¿Matarlo? ¿Sentirte mejor?
– Todo eso.
– Cuando raptaron a mi hijo el año pasado, tú estuviste allí para apoyarme. Te necesitaba y viniste. Ahora estoy aquí, pero tenemos que utilizar la cabeza. No puedes matar a un hombre así como así.
El rostro del anciano adoptó una expresión de profunda simpatía.
– Ayer por la noche lo hice.
– ¿Eso no te inquieta?
– En absoluto. Cabral mató a mi hijo, merecía morir. Ashby es tan responsable como Cabral. Y no es que importe, pero quizá no tenga que asesinarlo. Larocque puede hacerlo por mí.
– ¿Y eso facilita las cosas?
Stephanie ya le había dicho que Ashby vendría a París y le había asegurado que al día siguiente le ofrecería todos los detalles de lo que estaba a punto de acontecer. Malone despreciaba a Ashby por lo que le había hecho a Thorvaldsen, pero comprendía el valor de la información confidencial que Ashby podía proporcionar y la importancia de aniquilar a un hombre como Peter Lyon.
– Henrik, tienes que dejar que yo me encargue de esto. Puedo hacerlo, pero tiene que ser a mi manera.
– Puedo obtener el libro yo mismo.
– Entonces, ¿qué diablos hago yo aquí?
Los labios del anciano dibujaron una sonrisa obstinada.
– Espero que estés aquí para ayudar.
Malone miró fijamente a Thorvaldsen.
– A mi manera.
– Quiero a Ashby, Cotton. ¿Lo entiendes?
– Lo entiendo. Pero averigüemos qué se trae entre manos antes de que lo mates. Eso es lo que dijiste ayer. ¿Podemos ceñirnos a eso?
– Empieza a traerme sin cuidado lo que esté ocurriendo, Cotton.
– Entonces, ¿por qué posponer las cosas con Larocque y el Club de París? Mata a Ashby y acaba con esto.
Su amigo calló.
– ¿Qué hay de Sam? -preguntó Thorvaldsen al final-. Me preocupa.
– También me encargaré de eso -Malone recordó lo que había dicho Stephanie-. Pero ya es mayorcito, así que tendrá que cuidarse a sí mismo, al menos por un tiempo.
Sam entró en el piso, situado en un barrio de la ciudad que Morrison denominó Montparnasse, cerca del Museo Cluny y del Palacio de Luxemburgo, en un edificio que irradiaba el encanto de tiempos pasados. La oscuridad los había devorado en el trayecto desde la estación de metro.
– Lenin vivió a unas pocas manzanas de aquí -dijo ella-. Ahora es un museo, aunque imagino que nadie querrá visitarlo.
– ¿No eres seguidora del comunismo? -preguntó Sam.
– Ni mucho menos. Es peor que el capitalismo en muchos sentidos.
La vivienda era un espacioso estudio ubicado en una sexta planta. Contaba con una pequeña cocina y cuarto de baño y parecía un piso de estudiante. Grabados sin enmarcar y carteles de viajes adornaban las paredes. Improvisadas estanterías de aglomerado se doblegaban bajo el peso de los libros de texto y las ediciones en rústica. Sam vio un par de botas de hombre junto a una silla y unos pantalones téjanos, demasiado grandes para ser de Morrison, tirados de cualquier manera en el suelo.
– Esta no es mi casa -dijo ella al percatarse de su interés-. Es de un amigo.
Morrison se quitó el abrigo, sacó la pistola y la dejó sobre una mesa como si nada.
Sam vio tres computadores y un servidor ultrafino en un rincón.
– Eso es GreedWatch. Dirijo la página desde aquí, pero hago creer a todo el mundo que es obra de Jimmy Foddrell -explicó Morrison.
– En el museo ha habido heridos -insistió Sam-. Esto no es un juego.
– Desde luego que lo es, Sam. Un juego peligroso. Pero yo no soy su artífice, sino ellos. Y el hecho de que haya gente herida no es culpa mía.
– Tú lo empezaste cuando les gritaste a aquellos dos hombres.
– Tenías que ver la realidad.
Sam decidió que, en lugar de discutir otra vez por obviedades, haría lo que el Servicio Secreto le había enseñado: conseguir que Morrison no cesara de hablar.
– Cuéntame más cosas sobre el Club de París.
– ¿Te pica la curiosidad?
– Sabes que sí.
– Lo imaginaba. Como te dije, tú y yo pensamos igual.
Sam no estaba tan seguro de eso, pero mantuvo la boca cerrada.
– Por lo que sé, el club está integrado por seis personas. Todas son obscenamente ricas. Los típicos cabrones avariciosos. Cinco mil millones en propiedades no es suficiente, quieren seis o siete. Conozco a alguien que trabaja para uno de los miembros…
Читать дальше