– Dime que has traído el portátil contigo.
Ella asintió.
– Me lo trajo mi madre de Reichshoffen. Eso y un escáner.
Por fin algo salía bien.
Stephanie no podía hacer gran cosa. Davis y Chinos rodaban por la piscina vacía, deslizándose por los impecables azulejos blancos hacia la parte profunda, de suelo recto, casi dos metros y medio por debajo ella.
Se toparon contra la parte inferior de una escalerilla de madera que subía hasta una plataforma que debía de quedar sumergida cuando la piscina estuviese llena. Otros tres peldaños unían la plataforma con el nivel en que ella se encontraba.
Davis se quitó a Chinos de encima, se puso de pie y giró para impedirle escapar. El otro, que pareció sufrir un instante de indecisión, movió la cabeza a derecha e izquierda y se dio cuenta de que se hallaban dentro de un insólito cuadrilátero.
Davis se quitó el abrigo.
Chinos aceptó el desafío e hizo lo propio.
Ella quería detenerlo, pero sabía que Davis no se lo perdonaría jamás. Chinos aparentaba unos cuarenta años, frente a los casi sesenta de Davis, pero la ira podía equilibrar el marcador.
Stephanie oyó cómo un puño se estrellaba contra un hueso: Davis le dio a Chinos en todo el mentón y este salió disparado contra los azulejos. No obstante, se recuperó en el acto y le estampó un pie en el estómago a su atacante.
Ella vio que Davis se quedaba sin resuello.
Chinos se movía adelante y atrás, propinando rápidos golpes certeros que remató con uno directo al esternón.
Davis perdió el equilibrio y giró sobre sus talones. Justo cuando lograba coordinar de nuevo sus movimientos e intentaba volverse, Chinos se abalanzó sobre él y le propinó un golpe en la nuez. Davis lanzó un puñetazo al aire con la derecha.
Chinos esbozó una sonrisa de orgullo.
Davis cayó de rodillas y se inclinó hacia adelante como si rezara, la cabeza gacha, los brazos contra los costados. Su contrincante permanecía en pie, listo para continuar. Al ver que Davis estaba sin aliento, a Stephanie se le secó la boca. Chinos se acercó más, con la intención de poner fin al combate, pero Davis hizo acopio de fuerzas, se levantó y cayó sobre su oponente, hundiéndole la cabeza en las costillas.
Se oyó un crujir de huesos.
Chinos dejó escapar un alarido de dolor y cayó desplomado sobre los azulejos.
Davis empezó entonces a propinarle una paliza.
A Chinos le manaba sangre de la nariz, que salpicaba las baldosas. Sus brazos y sus piernas cedieron mientras Davis no paraba de asestarle duros golpes con el puño cerrado.
– Edwin -medió Stephanie.
Pero él no pareció escuchar.
– ¡Edwin! -gritó.
El se detuvo, con la respiración sibilante, pero no se movió.
– Basta -pidió ella.
Davis le dirigió una mirada asesina, pero al cabo se apartó de su rival y se puso en pie, si bien las piernas le fallaron de inmediato y se tambaleó. Estiró un brazo y se apoyó, procurando permanecer erguido, pero no fue capaz.
Y se desplomó contra los azulejos.
Ossau 3.00 horas
Malone vio que Christl sacaba un portátil de su bolsa de viaje. Habían vuelto al hotel sin ver u oír a nadie. Fuera había empezado a nevar y el viento formaba esponjosos remolinos. Christl encendió el ordenador y a continuación sacó un escáner portátil, que conectó a uno de los puertos USB.
– Esto me llevará un rato -advirtió-. No es precisamente el escáner más rápido del mundo.
Malone sostenía el libro que habían rescatado en la iglesia. Habían ojeado todas las páginas, que parecían una traducción completa de cada una de las letras de la lengua del cielo a su equivalente en latín.
– Eres consciente de que esto no será exacto, ¿verdad? -dijo ella-. Alguno de los caracteres podría tener dos significados, es posible que no exista una letra o un sonido correspondiente en latín y cosas por el estilo.
– Tu abuelo lo consiguió.
Ella lo miró con una extraña mezcla de enfado y gratitud.
– También puedo pasar en el acto el latín al alemán o al inglés. La verdad es que no sabía qué esperar. Nunca estuve del todo segura de si había que creer al abuelo. Hace unos meses mi madre me permitió ver algunos de sus cuadernos, y también los de mi padre, pero no me dijeron gran cosa. Es evidente que ella se quedó con lo que consideraba importante. Los mapas, por ejemplo, o los libros de las tumbas de Eginardo y Carlomagno. Así que siempre me asaltó la duda de si mi abuelo no sería más que un loco.
A Malone le sorprendió su franqueza: era reconfortante, pero también sospechosa.
– Ya viste toda esa parafernalia nazi que coleccionaba; estaba obsesionado. Lo curioso del caso es que se libró de los desastres del Tercer Reich, pero parecía lamentar no haber caído con él. Al final sólo era un hombre amargado. Casi fue una bendición que perdiera la cabeza.
– Pero ahora tiene otra oportunidad para demostrar que estaba en lo cierto.
La máquina pitó, indicando que estaba lista. Christl cogió el libro.
– Y pretendo concederle todas las oportunidades. ¿Qué vas a hacer mientras trabajo?
Malone se tumbó en la cama.
– Intentar dormir. Despiértame cuando hayas terminado.
Ramsey se aseguró de que Diane McCoy abandonaba Fort Lee y regresó a Washington. No volvió a entrar en el almacén para no llamar más la atención, y al comandante de la base le explicó que había sido testigo de una disputa territorial sin importancia entre la Casa Blanca y la Marina. La explicación pareció satisfacer las preguntas que pudieran haber suscitado las repetidas visitas de alto nivel durante los últimos días.
Consultó el reloj: las 20.50.
Se sentó a una mesa de una pequeña trattoria situada a las afueras de Washington. Buena comida italiana, marco sencillo y una bodega excelente, aunque nada de eso le importaba esa noche.
Bebió un sorbo de vino.
Una mujer entró en el restaurante. Vestían su alta y delgada figura un abrigo de terciopelo pespunteado y unos vaqueros oscuros vintage; llevaba al cuello una bufanda de cachemir color beis. Rodeó las apretadas mesas y tomó asiento con él.
La mujer de la tienda de mapas.
– Hiciste un buen trabajo con el senador -aprobó él-. Diste en el clavo.
Ella aceptó el cumplido asintiendo con la cabeza.
– ¿Dónde está? -quiso saber Ramsey, que había ordenado que vigilaran a Diane McCoy.
– Esto no le va a gustar.
Un nuevo escalofrío le recorrió la espalda.
– Se ha citado con Kane. Hace nada.
– ¿Dónde?
– Dieron un paseo por el Monumento a Lincoln y después fueron caminando hasta el Monumento a Washington.
– Hace una noche fría para pasear.
– A mí me lo va a decir. Tengo a un hombre con ella. McCoy se ha ido a su casa.
Inquietante. El único nexo entre McCoy y Kane era él. Ramsey creía que la había apaciguado, pero tal vez hubiese subestimado su determinación.
El móvil vibró en su bolsillo. Comprobó la pantalla: Hovey.
– Tengo que cogerlo -se excusó-. ¿Te importaría esperar cerca de la puerta?
Ella lo comprendió y se alejó.
– ¿Qué hay? -contestó Ramsey.
– La Casa Blanca está al teléfono. Quieren hablar contigo. Nada fuera de lo común.
– ¿Y bien?
– Es el presidente.
Eso sí era fuera de lo común.
– Pásamelo.
Al cabo de pocos segundos oyó la atronadora voz conocida en el mundo entero.
– Almirante, espero que esté pasando usted una buena noche.
– Hace frío, señor presidente.
– Ya lo creo. Y más que va a hacer. Lo llamo porque Aatos Kane lo quiere en la Junta de Jefes. Dice que es usted el hombre adecuado para el puesto.
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