Steve Berry - La búsqueda de Carlomagno

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Una civilización desconocida enterrada bajo el hielo de la Antártida esconde un misterio que Carlomagno dejó escrito. Un secreto revelador y de una gran importancia para la humanidad está a punto de ser descubierto…
Cotton Malone intenta descubrir la verdad sobre su padre, que murió en un submarino que se perdió en el Antártida en los años 70. Pronto aparecen otros involucrados en la búsqueda: dos gemelas alemanas y un aliado del presidente de los EE.UU. Pero cada uno de ellos tiene sus propios motivos. Después de investigar pistas en un par de iglesias antiguas en Alemania y Francia descubren pruebas de una civilización desconocida y muy avanzada que vivía en la Antártida antes de que desapareciera cubierta por el hielo.
Una novela trepidante, una búsqueda épica que llevará al lector desde Alemania, hasta Francia, EE.UU. y Antártida.

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»Después, esos mismos pueblos aprendieron que un astro tardaba 3,93 minutos en pasar de una marca a la siguiente.

»Ellos tampoco utilizaban los minutos, pero así y todo observaron y anotaron una unidad de tiempo constante. -Scofield hizo una pausa-. Aquí viene lo interesante.

»Para que un péndulo oscile 366 veces a lo largo de 3,93 minutos, la distancia entre ambos extremos del péndulo ha de ser de 83 centímetros. Increíble, ¿no creen? Y no se trata de una coincidencia. Por eso los antiguos constructores determinaron que la yarda megalítica medía 83 centímetros. -Scofield pareció captar su incredulidad-. No es tan extraordinario -añadió-. En su momento se propuso un método similar como alternativa para calcular la longitud del metro estándar. En último término, los franceses decidieron que sería mejor emplear una división del cuadrante del meridiano, ya que no se fiaban de sus relojes.

– ¿Cómo podían saber estas cosas los pueblos primitivos? -inquirió Davis-. Requeriría un elevado grado de conocimiento de matemáticas y mecánica orbital.

– De nuevo, la arrogancia moderna. Esas gentes no eran cavernícolas ignorantes, sino que poseían una inteligencia intuitiva. Tenían conciencia de su mundo. Nosotros estrechamos nuestros sentidos y estudiamos pequeñeces, mientras que ellos ampliaban sus percepciones y se interesaban por el cosmos.

– ¿Hay pruebas científicas que lo demuestren? -terció Stephanie.

– Acabo de darles datos de física y matemáticas, ciencias estas que, dicho sea de paso, ese pueblo de navegantes comprendían. Alexander Thom postulaba que podrían haberse utilizado varas de medición de madera de una yarda megalítica de largo con fines topográficos, y que éstas debían de salir de un lugar central para mantener la coherencia que él observó en los monumentos. Ese pueblo supo transmitir sus enseñanzas a estudiantes voluntariosos.

Stephanie se dio cuenta de que Scofield creía todo cuanto decía.

– Existen algunas coincidencias numéricas con otros sistemas de medición utilizados a lo largo de la historia que respaldan la yarda megalítica. Cuando estudiaba la civilización minoica, el arqueólogo J. Walter Graham postuló que los cretenses empleaban una medida estándar, que él denominó pie minoico. Existe una correlación: trescientas sesenta y seis yardas megalíticas equivalen exactamente a mil pies minoicos. Otra coincidencia asombrosa, ¿no creen?

»También existe una relación entre la antigua medida egipcia del codo real y la yarda megalítica. Un círculo con un diámetro de medio codo real tendrá una circunferencia equivalente a una yarda megalítica. ¿Cómo podría ser posible esa correlación directa sin un denominador común? Es como si los minoicos y los egipcios conocieran la yarda megalítica y la hubieran adaptado a su propia situación.

– ¿Por qué nunca he leído nada al respecto ni he oído hablar de ello? -preguntó Davis.

– Los científicos convencionales no pueden ni confirmar ni desmentir la yarda megalítica. Arguyen que no hay pruebas de que se utilizaran péndulos, e incluso que el principio del péndulo no se conocía con anterioridad a Galileo. Pero, una vez más, eso no es más que arrogancia. De alguna manera siempre somos los primeros en saberlo todo. También aseguran que los pueblos neolíticos no tenían un sistema de comunicación escrita capaz de recoger información sobre órbitas y movimientos planetarios pero…

– Las piedras -interrumpió Stephanie-. Contenían escritura.

Scofield sonrió.

– Exactamente. Una escritura antigua en un idioma desconocido. Y, sin embargo, hasta que puedan ser descifradas o se encuentre una vara de medición neolítica, esa teoría seguirá sin poder demostrarse. -Scofield guardó silencio, y Stephanie esperaba ese algo más-. Sólo me permitieron trabajar con las piedras -aclaró él-. Todo acabó en un almacén de Fort Lee, pero dicho almacén contaba con una zona refrigerada, cerrada a cal y canto, donde sólo entraba el almirante. El contenido ya estaba allí cuando yo llegué, y Dyals me dijo que si resolvía el enigma del lenguaje me dejaría echar un vistazo.

– ¿No tiene idea de lo que había? -inquirió Davis.

Scofield cabeceó.

– Al almirante le volvía loco el secretismo. Yo siempre tenía a esos tenientes pegados al culo, nunca estuve a solas en el edificio. Pero presentía que lo importante se hallaba en ese congelador.

– ¿Llegó a conocer a Ramsey? -quiso saber Davis.

– Ah, sí. El preferido de Dyals. Era evidente que estaba al mando.

– Ramsey anda detrás de esto.

La pesadumbre y el enfado de Scofield parecían ir en aumento.

– ¿Acaso sabe lo que yo podría haber escrito sobre esas piedras? Deberían haber sido mostradas al mundo, confirmarían todo cuanto he investigado. Una cultura desconocida con anterioridad, de navegantes, que existió mucho antes que nuestra civilización, con un idioma propio. Es algo revolucionario.

– A Ramsey le importa un comino -aseguró Davis-. A él sólo le interesa su persona.

Stephanie sentía curiosidad.

– ¿Cómo supo que se trataba de un pueblo de navegantes?

– Por los relieves de las piedras: barcas largas, modernas embarcaciones, ballenas, icebergs, focas, pingüinos, y no de los pequeños, sino de los grandes, del tamaño de un hombre. Ahora sabemos que en la Antártida habitaba una especie así, pero lleva extinguida decenas de miles de años. Sin embargo, yo los vi tallados.

– Entonces, ¿qué fue de esa cultura perdida? -preguntó ella.

El profesor se encogió de hombros.

– Probablemente lo mismo que les ocurre a todas las sociedades creadas por el hombre: nos borramos a nosotros mismos de la faz de la Tierra, ya sea a propósito o por descuido. En cualquier caso, desaparecemos.

Davis miró a Stephanie.

– Tenemos que ir a Fort Lee para ver si eso aún sigue allí.

– Todo es clasificado, ni siquiera podrán acercarse -advirtió Scofield.

Tema razón, pero ella vio que no habría manera de detener a Davis.

– No esté tan seguro.

– ¿Puedo irme ya a la cama? -preguntó Scofield-. Tengo que levantarme dentro de unas horas para la cacería anual: jabalís, con arcos y flechas. Todos los años llevo al bosque a un grupo de la conferencia.

Davis se puso de pie.

– Claro. Nosotros también tenemos que marcharnos por la mañana.

Stephanie lo imitó.

– Escuchen -dijo el profesor con voz resignada-, lamento haber adoptado esa actitud. Agradezco lo que han hecho.

– Debería plantearse no salir de caza -recomendó ella.

Él negó con la cabeza.

– No puedo defraudar a los participantes, año tras año están deseando hacerlo.

– Usted verá -dijo Davis-, pero creo que estará a salvo. Ramsey sería un idiota si fuera por usted otra vez, y es de todo menos eso.

SETENTA Y DOS

Baco me dice que se han comunicado con muchos pueblos y respetan todas las formas de lenguaje, las consideran hermosas todas ellas, cada una a su manera. La de esta tierra gris es una lengua fluida que cuenta con un alfabeto perfeccionado hace tiempo. En cuanto a la escritura, se hallan enfrentados; es necesaria, pero advierten que la escritura favorece el olvido y no estimula la memoria, y están en lo cierto. Deambulo libremente entre ellos sin temor alguno. La delincuencia no es frecuente y se castiga con el aislamiento. Un día me pidieron que ayudara a colocar la piedra angular de un muro. Baco estaba encantado con mi participación y me instó a que irritara los vasos de la tierra, ya que destilan un extraño vino que crece bajo mi mano y cubre el firmamento entero. Baco dice que deberíamos adorar esta maravilla, pues es fuente de vida. Aquí el mundo es azotado por poderosos vientos y voces que gritan en una lengua que los mortales desconocen. Con los sonidos de esta dicha primigenia entro en la casa de Hator y ofrezco cinco gemas que deposito en un altar. El viento silba con fuerza, tanto que todos los presentes parecen extasiados y yo creo con toda justicia que estamos en el cielo. Ante una estatua nos arrodillamos y cantamos nuestras alabanzas. En el aire flota el sonido de una flauta. Las nieves son perpetuas y humea un extraño perfume. Una noche, Baco comenzó a pronunciar un discurso monstruoso que no fui capaz de apreciar. Le pedí que me enseñara la manera de entenderlo, y él accedió y yo abracé de buena gana la lengua del cielo. Me alegro de que mi rey me haya permitido venir a este agreste país del sol menguante. Estas gentes desvarían y chillan, destilan locura. Durante un tiempo tuve miedo de estar solo. Soñaba con cálidas puestas de sol, flores de vivos colores y densas parras, pero ya no. Aquí el alma está ebria, la vida es plena. Mata y satisface, pero nunca decepciona.

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