– Tenemos que alcanzar al grupo -dijo él.
Corrieron en su busca y llegaron al coro justo cuando la guía estaba a punto de colocar un cordón de terciopelo que impedía la entrada. Al otro lado, el grupo se había reunido en torno a un relicario dorado; el pedestal, similar a una mesa, medía más de un metro y era de cristal.
– El relicario de Carlomagno -musitó Christl-. Data del siglo XIII y contiene los huesos del emperador, noventa y dos. En el tesoro hay otros cuatro, y el resto ha desaparecido.
– ¿Los cuentan?
– En ese relicario hay un diario que recoge cada vez que se ha abierto la tapa desde 1215. Naturalmente que los cuentan, sí.
Christl lo cogió suavemente del brazo y lo llevó hasta un punto situado frente al relicario. El grupo se había situado tras él, la guía explicaba que el coro había sido consagrado en 1414. Christl señaló una placa conmemorativa incrustada en el suelo.
– Aquí debajo es donde enterraron a Otón m. Se supone que a nuestro alrededor hay sepultados otros quince emperadores.
La guía sorteaba preguntas relativas a Carlomagno mientras el grupo tomaba fotografías. Malone examinó el coro, un osado diseño gótico donde las paredes de piedra parecían desvanecerse en las monumentales ventanas. Se fijó en la unión del coro y el corazón carolingio, las partes superiores invadían el octógono, sin que ninguna de las dos construcciones perdiera su eficacia.
Escudriñó la parte alta del coro, centrándose en la galería del segundo piso, que rodeaba el octógono central. Después de estudiar los planos de las guías pensó que desde un punto estratégico allí, en el coro, vería lo que quería ver.
Y estaba en lo cierto.
Todo el segundo nivel parecía unido.
Por el momento, bien. El grupo volvía a la entrada principal de la capilla, donde subió lo que la guía denominó la «escalera del emperador», un camino circular que llevaba a la galería superior, cada uno de los escalones de piedra estaba levemente desgastado por el trasiego. La guía mantuvo abierta una cancela de hierro y explicó que arriba sólo podían subir los emperadores romanos.
La escalera conducía hasta una amplia galería superior que daba al octógono abierto. La mujer llamó la atención de los visitantes sobre un burdo batiburrillo de piedra que conformaba unos peldaños, unas andas, una silla y un altar que sobresalía de la parte trasera de la plataforma elevada. Una decorativa cadena de hierro forjado protegía el extraño conjunto de los visitantes.
– Éste es el trono de Carlomagno -contó la guía-. Se encuentra en el nivel superior y en una posición elevada para que se asemejara a los tronos de las cortes bizantinas. Y, al igual que éstos, se sitúa en el eje de la iglesia, frente al altar mayor y de cara al este.
Malone escuchó a la guía decir que componían la silla imperial cuatro bloques de mármol de Paros unidos mediante simples grapas de latón. Los seis peldaños de piedra que llevaban hasta ella habían sido tallados a partir de una antigua columna romana.
– Se escogieron seis para que casara con el trono de Salomón, tal y como se informa en el Antiguo Testamento -explicó la guía-. Salomón fue el primero en mandar construir un templo, el primero en instaurar un reinado de paz y el primero en ocupar un trono, todo ello similar a lo que logró Carlomagno en el norte de Europa.
Malone recordó parte de lo que había escrito Eginardo: «Pero sólo aquellos que sepan apreciar el trono de Salomón y la frivolidad romana hallarán el camino hacia el cielo.»
– Nadie sabe a ciencia cierta cuándo se colocó este trono -decía la mujer-. Hay quien afirma que data de la época de Carlomagno; otros arguyen que es posterior, del siglo X y Otón I.
– Qué soso -comentó uno de los turistas-. Es incluso feo.
– Por el grosor de las cuatro piezas de mármol que se utilizaron para realizar la silla, que, como pueden observar, es distinto, se sabe que eran losas del suelo. Romanas, sin lugar a dudas. Debieron de ser rescatadas de algún lugar especial. Al parecer, revestían tanta importancia que su aspecto era indiferente. En esta sencilla silla de mármol con el asiento de madera era coronado el emperador romano, y a continuación sus príncipes le rendían homenaje.
Después señaló debajo del trono un pequeño pasadizo que iba de un lado a otro.
– Los peregrinos pasaban por debajo del trono agachados, rindiendo su propio homenaje. Durante siglos éste fue un lugar venerado.
Condujo al grupo al otro lado.
– Ahora miren esto. -La mujer señaló algo-. Fíjense en el dibujo que aparece grabado.
Ésa era la razón de la presencia de Malone en ese sitio: las guías incluían fotografías y diversas explicaciones, pero él quería verlo con sus propios ojos.
En la tosca superficie de mármol se veían unas líneas poco marcadas: un cuadrado dentro de un segundo cuadrado que a su vez estaba contenido en un tercero. De la mitad de los lados del mayor salía una raya que atravesaba el segundo cuadrado y se detenía en la cara del central. No se conservaban todas las raras, pero sí las suficientes para que Malone pudiera reproducir mentalmente la imagen completa.
– Ésta es la prueba de que los bloques de mármol procedían de un piso romano -aclaró la guía-. Se trata del tablero que se utilizaba para jugar al juego del molino, una mezcla de damas, ajedrez y backgammon. Se trataba de un juego sencillo que les encantaba a los romanos. Para jugar, grababan los cuadrados en una piedra. El juego también gozaba de popularidad en la época de Carlomagno y se sigue jugando hoy en día.
– ¿Qué hace en el trono real? -preguntó alguien.
La guía negó con la cabeza.
– Nadie lo sabe. Pero es interesante, ¿no les parece?
Malone le indicó a Christl que lo siguiera. La guía continuó con su sonsonete sobre la galería superior y vieron más flashes de cámara. El trono parecía ser un imán fotográfico y, por suerte, todo el mundo exhibía su pulserita oficial.
Él y Christl dieron la vuelta a uno de los arcos superiores y perdieron de vista al resto.
Los ojos de Malone escrutaron la penumbra.
Abajo, desde el coro, había deducido que el trono se encontraba en la galería occidental. Allí arriba, en alguna parte, darían con un lugar para esconderse.
Llevó a Christl hasta un oscuro recoveco del muro exterior y se sumió en la sombra. A continuación le pidió por señas que no hiciera ruido. Oyeron que el grupo abandonaba la galería superior y se dirigía a la parte de abajo.
Malone consultó su reloj: las 19.00.
La hora del cierre.
Garmisch 2030 horas
Dorothea se encontraba en un dilema. Por lo visto, su marido lo sabía todo acerca de Sterling Wilkerson, lo que la sorprendía. Pero también estaba al tanto de la búsqueda con Christl, y eso, junto con el hecho de que al parecer Werner tenía retenido a Wilkerson, se le antojaba preocupante.
¿Qué demonios estaba pasando?
Subieron al tren de las 18.40 que salía de Munich con destino al sur, a Garmisch. Durante los ochenta minutos que duró el trayecto, Werner no dijo nada, se limitó a permanecer sentado leyendo tranquilamente un periódico muniqués. A ella siempre le había resultado irritante su forma de devorar cada palabra, leyendo incluso las esquelas y los anuncios, comentando aquí y allá todo aquello que le llamaba la atención. Le habría gustado saber a qué se refería con lo de «a ver a nuestro hijo», pero resolvió no preguntar. Por primera vez en veintitrés años ese hombre había demostrado que tenía agallas, de modo que Dorothea decidió no decir nada y esperar a ver cómo se desarrollaban las cosas.
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