– ¿Qué haces aquí? -preguntó ella.
– He venido por ti.
Dorothea no estaba de humor para sus payasadas. De vez en cuando él intentaba comportarse como un hombre, lo que respondía más a un capricho pasajero que a un cambio fundamental.
– ¿Cómo has sabido que estaría aquí? -quiso saber ella.
– Me lo dijo el capitán Sterling Wilkerson.
La sorpresa de Dorothea se tornó terror.
– Un hombre interesante -afirmó él-. Le pones una arma en la cabeza y se le suelta la lengua.
– ¿Qué has hecho? -inquirió ella sin ocultar su asombro.
Él la miró con fijeza.
– Mucho, Dorothea. Hemos de coger un tren.
– Yo no voy a ninguna parte contigo.
Werner pareció reprimir su fastidio. Tal vez no hubiese previsto esa reacción, sin embargo, sus labios dibujaron una sonrisa tranquilizadora que en realidad asustó a Dorothea.
– En tal caso perderás el reto al que te ha enfrentado tu madre con tu querida hermana. ¿Acaso no te importa?
Dorothea no sabía que él tuviera conocimiento de lo que estaba pasando. Ella no le había dicho nada, pero era obvio que su marido estaba bien informado.
Al cabo, preguntó:
– ¿Adonde vamos?
– A ver a nuestro hijo.
Stephanie observó cómo Edwin Davis se alejaba y a continuación puso el móvil en silencio, se abrochó el abrigo y se adentró en el bosque. Sobre su cabeza se alzaban pinos adultos y árboles de hoja caduca pelados, muchos de ellos cubiertos de muérdago. El invierno sólo había mermado mínimamente la maleza. Recorrió despacio el centenar de metros que la separaban de la casa, una densa capa de agujas de pino amortiguaba sus pasos.
Había visto moverse la percha, no le cabía la menor duda, pero ¿había sido un error suyo o de la persona a la que intuía dentro?
Siempre les decía a sus agentes que confiaran en su instinto. Nada funcionaba mejor que el sentido común. Cotton Malone era un maestro al respecto. Stephanie se preguntó qué estaría haciendo en ese instante. No la había llamado por lo de la información acerca de Zachary Alexander o del resto de los oficiales del Holden. ¿Se habría visto también en apuros?
Divisó la casa, su silueta interrumpida por los numerosos árboles que crecían entre medio. Stephanie se agachó tras uno de ellos.
Todo el mundo, por bueno que fuera, acababa fastidiándola. El truco residía en estar presente cuando eso sucediera. De creer a Davis, Zachary Alexander y David Sylvian habían sido asesinados por alguien experto en enmascarar esas muertes. Y aunque él no había expresado en voz alta sus reservas, ella las había adivinado cuando le contó cómo había muerto Millicent.
«Paro cardíaco.»
Davis también se estaba dejando llevar por su intuición.
La percha.
Se había movido.
Y ella había tenido la precaución de no revelar lo que había visto en el dormitorio, decidida a ver si Herbert Rowland de verdad era el siguiente.
La puerta de la casa se abrió y un hombre delgado de baja estatura que vestía unos vaqueros y botas salió.
Vaciló y acto seguido su oscurecido bulto se alejó y desapareció en el bosque. Stephanie sentía el corazón desbocado. Hijo de puta.
¿Qué había hecho allí dentro?
Stephanie sacó el móvil y marcó el número de Davis, que respondió a la segunda.
– Tenías razón -admitió.
– ¿Acerca de qué?
– De lo que dijiste de Langford Ramsey. Acerca de todo. Absolutamente de todo.
Aquisgrán 18.15 horas
Malone siguió al grupo de turistas hasta el octógono central de la capilla de Carlomagno. Dentro había diez grados más que fuera, y dio gracias por dejar atrás el frío. La guía hablaba en inglés. Habían sacado tiques unas veinte personas, entre las cuales no estaba Cara Chupada. Por algún motivo, su perseguidor había decidido esperar fuera. Quizá el reducido espacio aconsejara ser prudente. Y era probable que el hecho de que no hubiera mucha gente también hubiese influido en su decisión. Las sillas que había bajo la cúpula estaban desocupadas, tan sólo el grupo de turistas y aproximadamente una docena de visitantes deambulaban por el lugar.
Un fogonazo iluminó los muros cuando alguien sacó una fotografía. Uno de los guardas fue hacia la responsable.
– Hay que pagar por hacer fotos -susurró Christl.
Malone vio que la mujer sacaba unos euros y el hombre le proporcionaba una pulserita.
– ¿Ahora es legal? -inquirió él.
Christl sonrió.
– Mantener esto cuesta dinero.
Él escuchó las explicaciones que daba la guía acerca de la capilla, la mayoría de las cuales eran una repetición mecánica de lo que él había leído en los libros. Había insistido en unirse a la visita sólo porque los grupos que pagaban podían entrar en determinadas partes, sobre todo arriba, donde se hallaba el trono imperial.
Entraron con el resto en una de las siete capillas laterales que sobresalían del núcleo carolingio. Ésa era la de San Miguel, que había sido restaurada recientemente, según explicó la guía. Frente a un altar de mármol había unos bancos de madera. Varias personas del grupo se detuvieron a encender velas. Malone reparó en una puerta que se abría en lo que determinó era el muro occidental y recordó que debía de tratarse de la otra salida que había descubierto al leer las guías. El pesado bloque de madera estaba cerrado. Malone se paseó como si tal cosa por la capilla, débilmente iluminada, mientras la guía seguía con la cantinela de la historia, y al llegar a la puerta se detuvo y comprobó el cerrojo de prisa. Nada.
– ¿Qué hace? -quiso saber Christl.
– Resolver su problema.
Siguieron al grupo, que pasó por delante del altar mayor en dirección al coro gótico, otra zona abierta únicamente a las visitas guiadas. Malone se detuvo dentro del octógono a estudiar una inscripción en mosaico que rodeaba los arcos inferiores, palabras en latín negras sobre un fondo dorado. Christl llevaba la bolsa de plástico con las guías. Él no tardó en dar con la que recordaba, un fino folleto titulado adecuadamente «Miniguía de la catedral de Aquisgrán», y observó que el latín del texto impreso coincidía con el mosaico:
CUM LAPIDES VIVI PACIS CONPAGE LIGANTUR INQUE PARES NUMEROS OMNIA CONVENIUNT CLARET OPUS DOMINI TOTAM
QUI CONSTRUIT AULAM EFFECTUSQUE PIIS DAT STUDIIS
HOMINUM QUORUM PERPETUI DECORIS STRUCTURA MANEBIT SI PERFECTA AUCTOR PROTEGAT ATQUE REGAT SIC DEUS HOC TUTUM STABILI
FUNDAMINE TEMPLUM QUOD
KAROLUS PRINCEPS CONDIDIT ESSE VELIT.
Christl se percató de su interés.
– Es la consagración de la catedral -explicó-. Originalmente estaba pintada en la piedra, los mosaicos son un añadido reciente.
– Pero las palabras, ¿son las mismas que en tiempos de Carlomagno? -preguntó él-. ¿Están en el mismo sitio?
Ella asintió.
– Que se sepa, sí.
Malone sonrió.
– La historia de este lugar es como mi matrimonio: nadie parece saber nada.
– Y ¿qué fue de Frau Malone?
Él captó la curiosidad en su tono.
– Decidió que Herr Malone era un coñazo.
– Puede que tuviera razón.
– Créame, Pam siempre tenía razón en todo.
Sin embargo, añadió en silencio una salvedad que no había logrado comprender hasta años después de que se hubieron divorciado: «Casi.» En lo tocante a su hijo ella se había equivocado, pero no estaba dispuesto a hablar de Gary con aquella desconocida.
Estudió la inscripción de nuevo. Los mosaicos, el piso y los muros recubiertos de mármol tenían menos de doscientos años de antigüedad. En la época de Carlomagno, que era la misma que la de Eginardo, la piedra que lo rodeaba habría sido basta y estaría pintada. Hacer en la actualidad lo que pedía Eginardo -«comienza en la nueva Jerusalén»- podía resultar desalentador, ya que allí no había prácticamente nada de hacía mil doscientos años. Sin embargo, Hermann Oberhauser había resuelto el enigma, pues ¿cómo si no habría encontrado nada? De modo que allí, en aquella estructura, se hallaba la respuesta.
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