Steve Berry - La búsqueda de Carlomagno

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Una civilización desconocida enterrada bajo el hielo de la Antártida esconde un misterio que Carlomagno dejó escrito. Un secreto revelador y de una gran importancia para la humanidad está a punto de ser descubierto…
Cotton Malone intenta descubrir la verdad sobre su padre, que murió en un submarino que se perdió en el Antártida en los años 70. Pronto aparecen otros involucrados en la búsqueda: dos gemelas alemanas y un aliado del presidente de los EE.UU. Pero cada uno de ellos tiene sus propios motivos. Después de investigar pistas en un par de iglesias antiguas en Alemania y Francia descubren pruebas de una civilización desconocida y muy avanzada que vivía en la Antártida antes de que desapareciera cubierta por el hielo.
Una novela trepidante, una búsqueda épica que llevará al lector desde Alemania, hasta Francia, EE.UU. y Antártida.

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Su abuelo también sentía un orgullo irracional por su herencia teutónica. Estaba embelesado con el nacionalismo alemán y llegó a la conclusión de que la civilización occidental se hallaba al borde del colapso y su única esperanza residía en recuperar verdades perdidas hacía tiempo. Como ella le había dicho a Malone, a finales de la década de 1930, Oberhauser reparó en los extraños símbolos que decoraban los hastiales de algunas granjas holandesas y terminó creyendo que, junto con el arte rupestre de Suecia y Noruega y las piedras de la Antártida, eran un tipo de jeroglífico ario. La madre de todos los alfabetos. La lengua del cielo.

Un auténtico disparate, pero a los nazis les encantaban esas ideas románticas. En 1931 ya había diez mil hombres en las SS, que Himmler transformó en una élite de jóvenes varones arios. Su Oficina Central para la Raza y el Asentamiento, la RUSHA, decidía con meticulosidad si un aspirante era genéticamente apto para formar parte de ella. Después, en 1935, Himmler dio un paso más y creó un grupo de expertos consagrado a reconstruir el glorioso pasado ario.

La misión de dicho grupo era doble: descubrir pruebas de los antepasados alemanes remontándose al Paleolítico y hacer llegar esos hallazgos al pueblo alemán.

Un largo nombre confería credibilidad a su supuesta importancia: Deutsches Ahnenerbe-Studiengesellschaft für Geistesurgeschichte, Sociedad para la Investigación y Enseñanza de la Herencia Ancestral Alemana o, sencillamente, Ahnenerbe. Algo heredado de los antepasados. 137 eruditos y científicos y 82 cineastas, fotógrafos, artistas, escultores, bibliotecarios, técnicos, contables y secretarias. A cuya cabeza se hallaba Hermann Oberhauser. Y mientras su abuelo se entregaba a la ficción, millones de alemanes morían. Al final, Hitler lo despidió de la Ahnenerbe y humilló públicamente tanto a él como a toda la familia Oberhauser. Fue entonces cuando se retiró allí, a la abadía, a salvo tras los muros protegidos por la religión, e intentó rehabilitarse. Pero no lo consiguió. Ella recordaba el día de su muerte.

– Abuelo.

Se arrodilló junto a la cama y agarró su frágil mano. Los ojos del anciano se abrieron, pero él no dijo nada; hacía tiempo que su nieta se había borrado de su memoria.

– No hay que rendirse nunca -añadió ella.

– Déjame desembarcar.

Las palabras salían con un hilo de voz, y ella tenía que hacer un gran esfuerzo para oírlo.

– Abuelo, ¿qué dices?

Sus ojos se vidriaron; el aceitoso brillo era inquietante. Sacudió la cabeza despacio.

– ¿Quieres morir? -preguntó ella.

– He de desembarcar. Díselo al comandante.

– ¿De qué estás hablando?

El sacudió la cabeza de nuevo.

– Su mundo. Ha desaparecido. Tengo que desembarcar.

Ella empezó a hablar para tranquilizarlo, pero la mano de su abuelo se relajó y su pecho se agitó. Luego el anciano abrió la boca lentamente y dijo:

– Heil… Hitler.

Un cosquilleo le recorría la espalda cada vez que recordaba esas últimas palabras. ¿Por qué se había sentido obligado su abuelo a proclamar lealtad al diablo cuando exhalaba el último suspiro?

Por desgracia, ella nunca lo sabría.

Las puertas de la habitación subterránea se abrieron para dar paso a la mujer del funicular. Dorothea la vio pasearse con confianza entre las piezas. ¿Cómo habían llegado las cosas a ese punto? Su abuelo había muerto siendo nazi; su padre, un soñador.

Ahora ella estaba a punto de repetir todo el proceso.

– Malone se ha ido -informó la mujer-. Se ha marchado en su coche. Quiero mi dinero.

– ¿Qué ha pasado hoy en la montaña? Tu colega no tenía que morir.

– El asunto se nos ha ido de las manos.

– Has llamado la atención sobre algo que debía pasar inadvertido.

– Ha funcionado: Malone ha venido y usted ha podido mantener con él la charla que quería.

– Has podido ponerlo todo en peligro.

– He hecho lo que me pidió y quiero mi dinero. Y la parte de Erik. Se la ha ganado, con creces.

– ¿Es que su muerte no significa nada para ti? -quiso saber Dorothea.

– Se ha extralimitado y eso le ha costado la vida.

Dorothea había dejado de fumar hacía diez años, pero había vuelto a contraer el vicio recientemente. La nicotina parecía calmarle los siempre crispados nervios. Se acercó a uno de los armarios pintados, sacó una cajetilla y le ofreció un cigarrillo a su invitada.

– Danke -dijo ésta al aceptarlo.

Ella sabía que la mujer fumaba por la primera vez que se vieron. Cogió uno a su vez, encontró unas cerillas y encendió ambos pitillos. La mujer dio dos caladas profundas.

– Mi dinero, por favor.

– Claro.

En primer lugar, Dorothea Lindauer vio cómo le cambiaban los ojos: la mirada pensativa fue reemplazada por miedo galopante, dolor, desesperación. Los músculos del rostro de la mujer se tensaron, reflejo de su agonía; los dedos y los labios soltaron el cigarrillo y las manos agarraron el cuello. La lengua se le salió de la boca y se atragantó, necesitaba aire, pero no lo encontró.

De la boca le salieron espumarajos.

La mujer respiró por última vez, tosió e intentó hablar. Luego su cuello se relajó y su cuerpo cayó pesadamente.

En su último aliento se percibía un olor a almendras amargas: cianuro, mezclado hábilmente con el tabaco.

Qué interesante que la mujer que acababa de morir hubiese trabajado para alguien de quien no sabía nada; no había hecho una sola pregunta. Dorothea, por su parte, no había cometido ese mismo error, había investigado a conciencia a sus aliados: la muerta era simple, su motivación era el dinero, pero ella no podía arriesgarse a que se fuera de la lengua.

¿Cotton Malone? Ése podía ser otro cantar.

Porque algo le decía que no había terminado con él.

QUINCE

Washington, D. C. 13.20 horas

Ramsey volvió al Centro de Inteligencia Marítima Nacional, que albergaba los servicios de inteligencia de la Marina. En su despacho lo recibió su mano derecha, un ambicioso capitán llamado Hovey.

– ¿Qué ha pasado en Alemania? -quiso saber de inmediato Ramsey.

– El expediente del NR-1A ha llegado a manos de Malone en el Zugspitze, como estaba previsto, pero cuando el funicular bajaba se ha armado la de San Quintín.

Ramsey escuchó la explicación de Hovey acerca de lo sucedido y luego preguntó:

– ¿Dónde está Malone?

– Según el GPS del coche que alquiló, anda de acá para allá: primero ha pasado un rato en su hotel, luego ha ido hasta un lugar llamado monasterio de Ettal, a unos quince kilómetros al norte de Garmisch. El último informe lo situaba en la carretera, de vuelta a Garmisch.

Habían tomado la precaución de colocar un dispositivo de seguimiento en el coche de Malone, con lo que podían permitirse controlarlo vía satélite. Se sentó ante su mesa.

– ¿Qué hay de Wilkerson?

– Ese hijo de puta se cree muy listo -contestó Hovey-. Ha seguido a Malone de lejos, ha esperado un tiempo en Garmisch y después ha ido a Füssen a reunirse con el dueño de una librería. Tenía a dos hombres esperando fuera. Se han llevado unas cajas.

– Te saca de quicio, ¿eh?

– Causa muchos más problemas de lo que vale. Tenemos que deshacernos de él.

Ramsey ya había captado cierta aversión.

– ¿Dónde se cruzaron vuestros caminos?

– En la sede de la OTAN. Por su culpa casi pierdo los galones de capitán. Menos mal que mi comandante también odiaba a ese capullo lameculos.

El no tenía tiempo para celos estúpidos.

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