El laberinto de dispersos corredores, largos pasajes y salas vacías aparecía ahora iluminado sólo por aisladas fuentes de débil luz. Malone tan sólo podía imaginar cómo fueron antaño cuando estaban iluminados, sus paredes mostrando suntuosos frescos y tapices, todos llenos de personajes reunidos, bien para servir, o para pedir favores, al Sumo Pontífice. Enviados del Khan, el emperador de Constantinopla, incluso el propio Petrarca y santa Catalina de Siena, la mujer que finalmente convenció al último papa de Aviñón de que regresara a Roma, todos habían venido. La historia estaba profundamente arraigada allí, aunque solamente subsistían sus restos.
Fuera, la tormenta se había desatado finalmente y la lluvia empapaba el tejado con violencia, mientras los truenos hacían temblar los ventanales.
– Este palacio fue antaño tan grande como el Vaticano -susurró Claridon-. Todo ha desaparecido. Destruido por la ignorancia y la codicia.
Malone no estaba de acuerdo.
– Algunos dirían quizás que la ignorancia y la codicia fueron las causantes de su construcción.
– Ah, monsieur Malone, ¿es usted un estudioso de la historia?
– He leído un poco.
– Deje que le muestre algo.
Claridon los condujo a través de unos portales a otras salas más visitadas, cada una de ellas identificada con un cartel. Se detuvieron en un cavernoso rectángulo rotulado como el Grand Tinel, una cámara rematada por un techo de paneles de madera y en forma de bóveda de cañón.
– Ésta era la sala de banquetes del papa y podía albergar a centenares de personas -dijo Claridon, su voz resonando en las paredes-. Clemente VI colgaba tela azul, tachonada de estrellas doradas, en el techo para crear un arco celestial. En el pasado los frescos adornaron las paredes. Todo fue destruido por el fuego en 1413.
– ¿Y nunca fue reemplazado? -preguntó Stephanie.
– Los papas de Aviñón se habían ido para entonces, de manera que este palacio ya no tenía mayor importancia. -Claridon se movió hacia el otro lado-. El papa comía solo, allí, en un estrado sentado en un trono, bajo un dosel engalanado con terciopelo y armiño carmesí. Los invitados se sentaban en bancos de madera alineados contra las paredes… Los cardenales al este, los demás al oeste. Mesas de caballetes formaban una «U», y la comida era servida desde el centro. Todo bastante rígido y formal.
– Muy propio de este palacio -dijo Malone-. Es como pasear por una ciudad destruida, el alma del edificio arrasada por el bombardeo. Un mundo en sí mismo.
– Que era exactamente lo que buscaban. Los reyes franceses querían a sus papas lejos de todo el mundo. Sólo ellos controlaban lo que el papa pensaba y hacía, de modo que no era necesario que su residencia estuviera en un lugar abierto. Ninguno de aquellos papas visitó jamás Roma, pues los italianos los hubieran matado nada más verlos. De manera que los siete hombres que sirvieron aquí como papas construyeron su propia fortaleza y no cuestionaron el trono francés. Debían su existencia al rey, y estaban encantados en este retiro… su Cautiverio de Aviñón, como en la época del papado llamaban a este lugar.
En la siguiente sala, el espacio se volvió más limitado. La Cámara del Ornamento era el lugar donde el papa y los cardenales se reunían en consistorios secretos.
– Aquí es también donde se ofrecía la Rosa de Oro -dijo Claridon-. Un gesto particularmente arrogante de los papas de Aviñón. El cuarto domingo de Cuaresma, el papa honraba a una persona especial, generalmente un soberano, con la ceremonia de entrega de una rosa dorada.
– ¿No lo aprueba usted? -quiso saber Stephanie.
– Cristo no tenía necesidad de rosas doradas. ¿Por qué los papas sí? Tan sólo un ejemplo más del sacrilegio que todo este lugar reflejaba. Clemente VI compró la villa entera a la reina Juana de Nápoles. Formaba parte de un trato que ella hizo para obtener la absolución de su complicidad en el asesinato de su marido. Durante un centenar de años, criminales, aventureros, falsificadores y contrabandistas escapaban todos de la justicia refugiándose aquí, con tal de que rindieran adecuado homenaje al papa.
A través de otra cámara entraron en lo que estaba rotulado como la Sala del Venado. Claridon encendió una serie de tenues luces. Malone se entretuvo en la puerta el tiempo suficiente para mirar atrás, a través de la anterior cámara, al Grand Tinel. Una sombra parpadeó en la pared, suficiente para saber que no estaban solos. Sabía quién era. Una alta, atractiva, atlética mujer… de color, como Claridon había dicho antes en el coche. La mujer que los había seguido dentro del palacio.
– … aquí es donde los palacios nuevo y viejo se unen -estaba diciendo Claridon-. El viejo, detrás de nosotros; el nuevo, después de ese portal. Éste era el estudio de Clemente VI.
Malone había leído algo en el folleto turístico sobre Clemente, un hombre que disfrutaba de cuadros y poemas, sonidos agradables, animales raros y amor cortés. Al parecer había dicho: «Mis predecesores no sabían ser papas», de manera que transformó la vieja fortaleza de Benedicto en un lujoso palacio. Un perfecto ejemplo de las necesidades materiales de Clemente que ahora lo rodeaban en forma de imágenes pintadas en las paredes carentes de ventanas. Campos, bosquecillos y arroyos, todo ello bajo un cielo azul. Hombres con redes junto a un estanque atestado de lucios. Perros de aguas británicos. Un joven noble y su halcón. Un niño subido a un árbol. Céspedes, aves, bañistas. Predominaban los verdes y castaños, pero un vestido anaranjado, un pez azul y la fruta de los árboles añadía pinceladas de vivos colores.
– Clemente hizo pintar estos frescos en 1344. Fueron encontrados bajo la cal que los soldados aplicaron cuando el palacio se convirtió en un cuartel en el siglo xix. Esta habitación explica a los papas de Aviñón, especialmente a Clemente VI. Algunos lo llamaban Clemente el Magnífico. No tenía ninguna vocación para la vida religiosa. Suspensión de penitencias, revocación de excomuniones, remisión de los pecados, incluso reducción de los años de Purgatorio, tanto para los muertos como para los vivos… Todo estaba en venta. ¿Observa usted si falta algo?
Malone miró nuevamente los frescos. Las escenas de caza constituían un evidente escapismo -gente haciendo cosas divertidas-, con una perspectiva que se elevaba y planeaba, pero nada en particular le llamó la atención.
Entonces lo descubrió de golpe.
– ¿Dónde está Dios?
– Buen ojo, monsieur. -Los brazos de Claridon barrieron la estancia-. En ninguna parte de este hogar de Clemente VI aparece un símbolo religioso. La omisión es patente. Éste es el dormitorio de un rey, no de un papa, y eso era lo que los prelados de Aviñón se consideraban. Éstos fueron los hombres que destruyeron a los templarios. Empezando en 1307 con Clemente V, que fue, junto con Felipe el Hermoso, el conspirador, y terminando con Gregorio XI en 1378, estos corruptos individuos aplastaron a esa orden. Lars siempre pensó, y yo estoy de acuerdo con él, que esta sala demuestra lo que esos hombres valían realmente.
– ¿Cree usted que los templarios sobrevivieron? -preguntó Stephanie.
– Oui. Están ahí. Los he visto. Lo que exactamente son, lo ignoro. Pero están ahí.
Malone no podía decidir si la declaración era un hecho o sólo la suposición de un hombre que veía conspiraciones donde no las había. Todo lo que sabía era que les estaba acechando una mujer que era lo bastante diestra para plantar una bala sobre una cabeza en el tronco de un árbol, desde cuarenta y cinco metros de distancia, de noche, con un viento de casi setenta kilómetros por hora. Podría incluso haber sido la persona que le salvó el pellejo en Copenhague. Y ella era real.
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