Jerónimo Tristante - El tesoro de los Nazareos

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Rodrigo Arriaga es un caballero huido de la corte que se esconde en los Pirineos aragoneses y nada quiere saber de la corte ni de su antigua, y secreta, profesión. El que fue el mejor espía de su tiempo se oculta en un recóndito pueblo y ha renegado de su pasado como favorito del Rey. Sin embargo, las cosas cambian cuando Silvio de Agrigento, al servicio del Papa, llega buscando a Arriaga a su escondite. La Santa Sede tiene una propuesta que hacerle y Rodrigo, llevado por la necesidad de dar paz a los restos de su amada -quien murió en desgracia y a quien se le concedería una bula para ser enterrada en Campo Santo-, no podrá por más que aceptar.
Su misión consistirá en infiltrarse entre las filas de la orden del Temple, convertirse en uno de ellos, ganarse la confianza de cada uno de esos soldados de Dios y descubrir qué ocultan bajo su fachada de bondad y caridad. Roma tiene fundadas sospechas sobre las actividades y objetivos de estos caballeros y Rodrigo será el encargado, en un viaje que le hará recorrer Europa, de destapar la verdad.

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– Alguien desea veros.

Rodrigo miró a Giovanno de Trieste, extrañado.

– Está arriba -repuso la joven.

Arriaga se levantó y siguió a la moza de formas redondeadas. Subió las escaleras tras ella, sin poder evitar reparar en el bamboleo de su oscilante trasero. Olía a lavanda y su sedoso cabello le llegaba casi a la cintura. Las maderas del suelo del primer piso crujían. Le pareció escuchar unos gemidos al pasar junto a una puerta: debían de ser Robert Saint Claire y su amada. Entonces, Beatrice se volvió y mostrándole su mejor sonrisa le abrió la puerta del cuarto de enfrente. Sus ojos eran bellos, verdes, y su sonrisa cálida. No pudo evitar sorprenderse al ver a Silvio de Agrigento sentado a una mesa y enfrascado en la lectura de un sinfín de papeles y memorandos.

– Loado sea Dios -dijo el diácono, que vestía una sencilla túnica de cura de pueblo.

– ¿Vos aquí?

– Vaya, esperaba un recibimiento más caluroso. Sentaos y servíos un poco de vino.

La puerta se había cerrado tras la salida de la joven y los dos hombres se quedaron a solas.

Rodrigo se encaminó hacia la mesa y, tomando la jarra de arcilla, llenó los dos cuencos de madera.

– Recuerdo nuestro primer encuentro, Arriaga.

– Sí, fue algo violento.

– ¿Violento? ¿Acaso no recordáis que a pocas me matáis?

Arriaga sonrió.

– Sí, dómine, sí. ¿Qué os trae por aquí?

– Mi señor Lucca Garesi está preocupado. ¿Cuánto tiempo lleváis en la encomienda?

– Creo que dos meses. Algo más.

– Y en dos meses sólo hemos recibido una carta.

– Señor, haceos cargo de que no es fácil enviar misiva alguna. La Regla nos prohíbe hablar, besar o incluso escribir a la familia sin permiso de nuestros superiores.

– Ya, ya.

– Además, no podemos salir así como así de la enco…

– Ahora estabais solos.

– Excepcionalmente.

– Bien que habéis aprovechado para hacer de alcahueta y permitir a Saint Claire folgar con la moza. -Rodrigo hizo un gesto de desagrado-. No, no. No penséis que me parece mal; al contrario, tendréis algo con qué chantajearle en el futuro. Seguro que sabe cosas.

– No puedo creerlo.

– ¿No erais espía? Así funcionan las cosas en vuestro mundo, ¿no?

– Sí, dómine, en efecto. Así funcionaban las cosas en mi mundo.

– ¿Y? Habláis en pasado.

– Es que no creo estar seguro de volver a él. Los engaños, los venenos, chantajear a los demás…

– Vaya, mi señor, el Ilustrísimo cardenal Garesi tenía razón. Os han convencido. Sois uno de ellos.

– No. O sí. No lo sé. Sólo digo que los templarios no hacen mal a nadie. Gestionan bien sus tierras y con los beneficios mantienen tropas en Tierra Santa. Si no fuera por ellos, años ha que estaría en manos de los infieles.

Silvio de Agrigento lo miró con detenimiento, paladeando su vino. Entonces, calculadamente, dijo:

– ¿Y vuestra Aurora? Si no cumplís vuestra parte del trato morará eternamente…

Rodrigo dio un puñetazo en la mesa.

– ¡Basta! -gritó-. Hicimos un trato y Rodrigo Arriaga siempre cumple lo que promete. Haré el trabajo para vos e investigaré hasta donde pueda, pero…

– ¿Sí? -contestó el cura con cierto aire cínico.

– Si no hay nada que averiguar cumpliréis igualmente vuestra parte del trato.

– Me parece bien, pero yo diré cuándo acaba este trabajo.

– ¡¿Cómo?!

– No seáis ingenuo, Rodrigo. Se hace evidente que habéis hallado consuelo en la oración y en la vida monacal; os reconforta y me alegro. Pero no podéis olvidar que vuestros nuevos hermanos sufrirían una gran decepción si supieran que ingresasteis en la orden como espía. Pensad en vuestro buen amigo Jean, ahora tan pío, tan responsable, tan feliz de veros progresar.

– Sois un hijo de puta. Si al final de este negocio Aurora no sale del infierno, moriréis como una rata. ¡Lo juro!

Silvio de Agrigento volvió a sonreír. Entonces su rostro se tornó serio y dijo:

– Resultados, Arriaga, quiero resultados. Permaneceré por aquí, cerca.

– ¿Y cómo os podré localizar si averiguo algo?

– Tranquilo, hijo, yo me pondré en contacto con vos -contestó el sacerdote, haciendo la señal de la cruz sobre Arriaga para dar por terminada la conversación.

Rodrigo pasó los dos días siguientes de mal humor, taciturno y reflexivo en exceso. No le agradaba Silvio de Agrigento. El enviado del cardenal Garesi parecía muy seguro de que los templarios ocultaban algo con lo que habían chantajeado a Su Santidad, pero, aunque así fuera, ¿cómo iba a averiguarlo él, un recién llegado, un aspirante a milites? De momento lo único que podía hacer era aplicarse a la tarea que le habían encomendado: ser un buen novicio para terminar convirtiéndose en caballero lo antes posible. Tuvo pesadillas durante varias noches, en las que se agitaba confuso entre sueños y no recordaba nada al despertar.

Una noche, tras el oficio de completas, Jean le pidió que lo siguiera, quería hablar con él.

– Pero, debo ir a dormir… -dijo Rodrigo.

– Soy vuestro comendador, ¿no? Estáis dispensado de ir a la cama, tenemos que hablar.

Aquello sonó mal de veras a los oídos del aspirante. Subieron al segundo piso del inmenso donjon, donde, junto a la sala capitular, el comendador tenía su despacho.

– Pasad, Rodrigo, sentaos -dijo Jean sacando una botella de cristal tallado y dos vasos de un arcón.

Sirvió un poco de un líquido opalescente para ambos y se dejó caer en su silla, agotado, con los pies en la inmensa mesa de nogal.

– Bebed, amigo -ordenó.

– Pero… ¿se nos permite?

– Desde luego que no. Es moscatel. Bebed. Por los viejos tiempos.

Ambos entrechocaron los rústicos recipientes de madera y, tras beber, se miraron.

«Está dulce», pensó Arriaga.

– Rodrigo, os tengo que decir una cosa.

– ¿Cómo? ¿Ocurre algo? -preguntó el confundido espía.

– No, no, no temáis. No es nada sobre vos. Es más, estamos muy contentos con vuestros progresos -¿había dicho «estamos»?- y desde arriba me han ordenado que acelere vuestro ingreso en la orden. A nadie se le escapa que sois hombre de armas, pero sobre todo les interesa vuestra otra faceta.

– ¿La de espía?

– Sí, más o menos, pero recuerdo que hablabais bien el hebreo, la lengua de oc, francés normando, el aragonés y creo que el árabe también, ¿no?

– Sí, pero de eso hace tiempo.

– Al menos vos aprovechasteis bien las lecciones que nos dieron en París.

– Eso creo, sí. ¿Qué ocurre entonces, Jean?

– Bueno, Rodrigo, es sólo que me preocupa uno de vuestros hombres, ese…

– Toribio.

– Sí, ese Toribio. Creo que su comportamiento es algo inadecuado. No somos tan severos con los sargentos como con los caballeros, pero los votos… visita a una puta junto a la carnicería y el otro día unos mozos lo sorprendieron folgando con una zagala junto al pajar de su casa.

– ¡¿Cómo?! -exclamó Rodrigo haciéndose el sorprendido.

– Lo que oís. Sale de noche de la encomienda.

– ¿De noche? ¿Por dónde?

– Ésa no es la cuestión, amigo. No queremos libertinos en esta casa. Me resulta difícil manejar a tantos hombres de combate encerrados como bestias, pues cualquier pequeño privilegio puede dar al traste con la disciplina necesaria. Ese Toribio no parece a gusto aquí. Hablad con él. No quiero que puedan pensar que por ser sirviente vuestro tiene un trato de favor. Ya me cuesta bastante trabajo mantener a raya al hermano Roger como para buscar más complicaciones.

– No tengáis cuidado, hablaré con él. Siempre ha sido un hombre de sangre caliente y poco a poco se acostumbrará a esto. Roma no se hizo en un día -repuso Arriaga reflejando la preocupación en el rostro.

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