Jerónimo Tristante - El tesoro de los Nazareos

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Rodrigo Arriaga es un caballero huido de la corte que se esconde en los Pirineos aragoneses y nada quiere saber de la corte ni de su antigua, y secreta, profesión. El que fue el mejor espía de su tiempo se oculta en un recóndito pueblo y ha renegado de su pasado como favorito del Rey. Sin embargo, las cosas cambian cuando Silvio de Agrigento, al servicio del Papa, llega buscando a Arriaga a su escondite. La Santa Sede tiene una propuesta que hacerle y Rodrigo, llevado por la necesidad de dar paz a los restos de su amada -quien murió en desgracia y a quien se le concedería una bula para ser enterrada en Campo Santo-, no podrá por más que aceptar.
Su misión consistirá en infiltrarse entre las filas de la orden del Temple, convertirse en uno de ellos, ganarse la confianza de cada uno de esos soldados de Dios y descubrir qué ocultan bajo su fachada de bondad y caridad. Roma tiene fundadas sospechas sobre las actividades y objetivos de estos caballeros y Rodrigo será el encargado, en un viaje que le hará recorrer Europa, de destapar la verdad.

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Llegó la hora y acudieron al refectorio en la planta baja. El capellán inició un padrenuestro antes de partir el pan. Había un mantel blanco sobre la enorme mesa. Se sentaban por parejas para, como prescribía la regla, servirse mutuamente. A Rodrigo le tocó hacerlo con el joven Robert Saint Claire. Nadie habló durante la cena. En aquel castillo se comía en dos turnos, primero los caballeros y luego los sargentos y armigueros o fámulos. Arriaga observó que todos los caballeros arrancaban un trozo a su pedazo de pan, el diezmo, que había de ser entregado al limosnero para los pobres, al igual que las sobras que quedaran tras la comida de los sargentos. Un joven leía textos sagrados mientras los caballeros apuraban una comida espartana: sopa de verduras, pan y manzanas de postre. Al menos hubo vino, aunque aguado y consumido con moderación. Al acabar rezaron otro padrenuestro y, apresurados, acudieron al oficio de completas, pues acababa de oscurecer. Los caballeros hablaron poco o nada entre sí. Cuando Arriaga cayó en su cama, se quedó dormido al instante.

29 de junio del A ñ o

de Nuestro Se ñ or de 1140

A la atención de su Paternidad,

Silvio de Agrigento, de parte de Rodrigo de Arriaga

Estimado hermano en Cristo:

En primer lugar es mi obligación pedir disculpas por no haber podido escribir antes a su Paternidad, pero la disciplina que se vive en esta casa es férrea y ni yo ni mis ayudantes hemos podido ausentarnos de la encomienda sin llamar la atención. Ha sido gracias a los vicios de uno de mis confreres por lo que he podido quedar a solas unos momentos y hacer llegar esta carta a Beatrice, una moza que sirve las mesas en la posada del pueblo, quien se ha comprometido a hacerla llegar a vuestras manos a cambio de unos pocos dineros.

En segundo lugar os diré que este negocio se me antoja difícil. No creo que llegue nunca a acercarme a los grandes misterios que según vos y vuestro amo guarda la orden del Temple, y es que incluso el ser nombrado caballero del Temple me parece una tarea casi imposible. De momento, he de ganarme su confianza y para ello lograr el ingreso en esta milicia guerrera, por lo que me aplico sobremanera al afán de aprender sus usos y respetar la regla que nos rige. Mi buen amigo Jean es hombre ocupado y lleno de obligaciones, por lo que me ha asignado una suerte de tutor o compañero, pues es costumbre en la orden que los caballeros vayan por estos mundos de dos en dos.

Robert Saint Claire, a pesar de su juventud, se encarga de mi instrucción. Cada día tratamos uno o dos de los capítulos de la regla y debo decir que hacemos progresos. Aquí la vida es sencilla, como en un monasterio; se habla poco, cosa que me importuna aunque me escapo cuando puedo a las cuadras y charlo con Tomás, Giovanno o mi fiel Toribio. A éstos se les hace difícil la vida aquí, y a mí, otro tanto. Sobre todo acuso la falta de sueño, pues las oraciones nocturnas rompen el descanso del hombre y quebrantan su cuerpo -y, si se me apuráis, el espíritu-. El oficio de maitines me resulta especialmente duro; tras éste, volvemos a dormitar otro rato y después del rezo de laudes desayunamos. Entrenamos y luchamos hasta la hora prima; luego repasamos los pertrechos y reparamos el material de guerra hasta la hora tercia, tras la cual comemos; descansamos hasta la hora sexta y vuelta al entrenamiento. Después, vísperas y, tras el rezo, la cena, luego completas y al catre. A pesar de que nuestro régimen de vida es monástico, se nos permite comer carne tres veces a la semana y legumbres otras dos o tres, porque hemos de estar fuertes para el combate. Los viernes, por supuesto, vigilia.

Los hermanos que se hallaban fuera llegaron y somos un total de catorce caballeros en la encomienda. Todos, excepto un servidor, visten la túnica blanca del Temple. Son ascéticos y resignados y cumplen la regla a rajatabla. Sólo en un aspecto he hallado cierta relajación y es en lo referente a los cabellos. Dice la regla que el buen milites templi no debe lucir melenas ni adornos en el pelo como las damas, así que estos deben llevar el pelo rasurado y portar barba. Sólo unos siete caballeros van de esta guisa, que, debo decir, se me antoja temible. Algunos llevan el pelo no largo, pero sí hasta por debajo de las orejas. Yo mismo me lo he cortado un poco. Hay dos o tres que exhiben inmensos bigotes a la costumbre de los francos. Todos tenemos una sola montura, y aunque la regla dice que se nos permiten hasta tres, tan sólo Jean tiene dos. Debo decir que en realidad nada es nuestro, nada tenemos, todo es de la orden y es el hermano procurador, Gustavo, de origen eslavo, quien nos da y nos quita.

Yo visto una túnica marrón, aunque me han proporcionado el resto del ajuar que corresponde a un caballero, esto es: dos camisas, dos pares de calzas de burel, dos calzones, un sayón, una pelliza, una capa, dos mantos -uno de invierno y otro de verano-, una túnica que en mi caso es marrón, un cinturón de cuero, un bonete de fieltro y otro de algodón. También me han dado un trapo para las comidas, una toalla, un jergón, dos sábanas, una manta de verano y otra de invierno y, por supuesto, las armas y el utillaje de caballero, que incluyen cota de malla, calzas de hierro, casco, yelmo, zapatos, espada, lanza, escudo, tres cuchillos, gualdrapa para el caballo con los colores del Temple, un caldero, un cuenco y tres pares de alforjas. Ellos visten túnicas blancas bajo la capa, con mangas estrechas y faldón algo corto para que no moleste en el combate. Casi todos llevan la cruz roja en el pecho. Dormimos todos juntos en el dormitorio comunal, en el primer piso del donjon. Según la regla las velas deben estar prendidas -para evitar contactos contra natura- y hemos de dormir con la camisa y el calzoncillo puestos por si el combate se hiciera necesario. No se permiten los adornos en monturas, riendas ni gualdrapas que no sean los de la orden, y tampoco los lujos en espuelas, escudos o armas.

Estos caballeros son un ejemplo de voluntaria renuncia. No veo, de momento, nada raro en ellos. Lo único impuro que he detectado hasta el momento es la relación, que según me cuentan Toribio y Tomás, existe entre el hermano cirellero, un caballero llamado Beltrán procedente de la Gascuña, y uno de los armigueros de la encomienda. Además, claro, debo relatar el asunto de mi compañero o «tutor», Robert Saint Claire. Como ya sabéis, el joven inglés ocupa un lugar preeminente y, según me dijo mi buen amigo Jean, tiene un brillante futuro en la orden. El padre de Robert no fue templario como el de Jean, pero está, si cabe, mejor relacionado que aquél. Según me contó mi comendador Henry Saint Claire, el padre de Robert, acompañó al fundador de la orden, Hugues de Payns, en la cruzada, o sea, en su primer viaje a Palestina. Al parecer surgió una gran simpatía entre ambos hombres, una amistad tal que Hugues de Payns desposó a la sobrina de Henry Saint Claire, o sea, a la prima de mi compañero Robert. En la dote se incluían tierras en Escocia, de manera que el primer Gran Maestre del Temple pasó mucho tiempo con los Saint Claire, con los que estrechó aún más los lazos. Los Saint Claire son una familia de origen normando que pasó a Inglaterra desde Francia con las huestes de Guillermo el Conquistador, y poseen un feudo en un lugar llamado Rosslyn. Como veis, me hallo rodeado de hombres que descienden de personajes importantes en la creación del Temple, y aunque no comparto vuestra teoría de la conspiración contra la Iglesia, debo reconocer que éste parece un negocio dominado de inicio por unas pocas familias. Como os decía, Robert Saint Claire tiene un problema: fue inducido por su padre a profesar, y hasta hace un tiempo se hallaba contento con su futuro destino de gerifalte del Temple, pero un obstáculo se cruzó en su camino, la joven hija de un burgués afincado en Chevreuse con la que lleva viéndose cerca de un año. Está enamorado hasta los tuétanos, según me confesó después de pasar un mes sin poder ver a su amada, ya que no tenía permiso para separarse de mí, mientras charlábamos en una de nuestras rondas por estos dominios. El joven me lo confesó todo y debo decir que depositó en mí una confianza digna de encomio, porque si yo hubiera sido de otra manera el castigo hubiera sido durísimo. Quiere dejar la orden pero no sabe cómo planteárselo a su padre, que se lo tomaría como una auténtica deshonra familiar. Gracias a que él se está viendo con su amada en este mismo momento y en esta posada, os he podido escribir estas letras. De momento, poco más os puedo contar; no sé cuándo podré volver a enviaros una misiva. Espero que sea pronto.

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