Jerónimo Tristante - El tesoro de los Nazareos

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Rodrigo Arriaga es un caballero huido de la corte que se esconde en los Pirineos aragoneses y nada quiere saber de la corte ni de su antigua, y secreta, profesión. El que fue el mejor espía de su tiempo se oculta en un recóndito pueblo y ha renegado de su pasado como favorito del Rey. Sin embargo, las cosas cambian cuando Silvio de Agrigento, al servicio del Papa, llega buscando a Arriaga a su escondite. La Santa Sede tiene una propuesta que hacerle y Rodrigo, llevado por la necesidad de dar paz a los restos de su amada -quien murió en desgracia y a quien se le concedería una bula para ser enterrada en Campo Santo-, no podrá por más que aceptar.
Su misión consistirá en infiltrarse entre las filas de la orden del Temple, convertirse en uno de ellos, ganarse la confianza de cada uno de esos soldados de Dios y descubrir qué ocultan bajo su fachada de bondad y caridad. Roma tiene fundadas sospechas sobre las actividades y objetivos de estos caballeros y Rodrigo será el encargado, en un viaje que le hará recorrer Europa, de destapar la verdad.

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¿Serían ciertas las sospechas de Silvio de Agrigento? ¿Se hallarían ante unos vulgares chantajistas? Era evidente que al Papa y a la Iglesia les interesaba que existieran las órdenes militares. Mantener Tierra Santa en manos de los creyentes suponía un esfuerzo económico y militar insostenible para los Estados cristianos de Occidente. Era lógico que el Papa les beneficiara, aunque, ¿por qué a los templarios y no a la orden de San Juan? Era obvio que existía malestar entre los obispos porque el diezmo había pasado a manos de la orden del Temple allí donde se fundaban encomiendas y eso suponía que los ricos prelados habían visto mermados sus enormes beneficios. ¿Acaso no sería todo cuestión de celos? Arriaga volvió al presente desde sus profundas ensoñaciones.

El gentío se iba disolviendo tras el paso del desfile. Unos volvían a sus quehaceres y otros seguían al cortejo hacia el Palatium. Arriaga supuso que Giovanno y Tomás se encontrarían deambulando por ahí, maravillados ante aquel espectáculo y ante la ciudad misma. Rodrigo y Toribio llegaron en unos minutos a su destino: una amplia casona en una calle estrecha, junto a la muralla, de la que pendía una bandera con los colores del Temple. Rodrigo llamó a la puerta, que estaba cerrada pese a la algarabía que reinaba fuera. Se abrió un ventanuco a la altura de su cara y aparecieron unos ojos grises y escrutadores.

– ¿Quién va? -Se oyó decir a una voz desde detrás del portón.

– Rodrigo Arriaga. Vengo a ver a un amigo, Jean de Rossal. Creo que se hospeda aquí.

El ventanuco se cerró de golpe. Pasó un rato.

De pronto el chirrido del inmenso portón les hizo girarse y contemplar a un tipo alto, espigado y de pelo rojo, cortado al rape, que miraba a Rodrigo.

– ¡A mis brazos! -dijo el recién llegado, que asemejaba una aparición.

Jean de Rossal vestía una suerte de sobreveste blanca ceñida únicamente por un amplio cinturón. Llevaba botas de cuero y se le adivinaba una fina camisola del mismo material tachonada de piezas metálicas. «Siempre listo para el combate», pensó Rodrigo al verle, a la vez que se lanzaba en brazos de su amigo de juventud.

– ¡Qué bien se os ve! -exclamó abrazando al templario, que llevaba una pequeña cruz escarlata junto a uno de sus hombros. Aunque oficialmente debían vestir de blanco, la mayoría de los caballeros se iban sumando a la costumbre de tomar la cruz y llevarla con orgullo sobre la capa y los ropajes, a la manera de los cruzados.

– ¡Cuánto tiempo! -dijo De Rossal-. Pero… ¿qué clase de anfitrión soy? Acompañadme dentro…

Rodrigo hizo un gesto a Toribio y dijo:

– Jean, éste es mi fiel sirviente, Toribio, que nos dejará solos para hablar de nuestras correrías y hará unos recados.

Toribio captó la indirecta y se despidió entre parabienes.

Los dos hombres se adentraron en la casona agarrados del hombro.

– ¡Estáis más gordo, bribón! -dijo el templario amagando un puñetazo al estómago de Arriaga, que lo frenó sujetándole el antebrazo. A Rodrigo le llamó la atención el cambio experimentado por su amigo. Sus viejos bucles habían dejado paso a un pelo cortado a cuchillo casi al rape, al estilo de la gente de armas, y lucía una hirsuta barba que en algunas zonas mostraba alguna cana que otra-. ¡Vino! -ordenó De Rossal dando una palmada como el que está acostumbrado a mandar y ser obedecido.

Un armiguero salió corriendo a cumplir la comanda, mientras los dos amigos entraban en una especie de amplio comedor presidido por una inmensa mesa de nogal rodeada de una amplia bancada. Tomaron asiento.

– ¡Vaya, vaya! ¡Dichosos los ojos! -dijo el templario sonriendo-. ¿Qué ocurre? -añadió comprobando que su amigo lo miraba con aire divertido.

– Nada -repuso Arriaga-. Es sólo que no os imaginaba como… no sé, como un monje guerrero. Os recuerdo más mundano, estáis flaco.

– Todos cambiamos, Rodrigo -contestó Jean sirviendo el vino que había traído el joven criado-. Todos cambiamos. Oí que teníais problemas.

– Sí, con mi rey Alfonso.

– Se decía que os tenía en muy alta estima.

– Demasiada.

– Sí, eso precisamente escuché. Pero yo sabía que gustabais de las buenas mozas, aunque el rey Alfonso, pese a buen guerrero, no fuera tenido por demasiado galante… ya sabéis, con las damas. Salud.

Ambos brindaron.

– ¿Podéis beber vino? ¿Está permitido?

– Rodrigo, estamos celebrando un reencuentro, ¿no? Además, esta no es una encomienda, es una casa de paso, una suerte de albergue para los caballeros y miembros de la orden que viajan de un lugar a otro. Por cierto, no os veo proscrito precisamente…

– No, compré unas tierras en los Pirineos y me oculté. Siempre he contado con buenos amigos en la corte que hicieron que el rey Ramiro retirara los cargos contra mí -mintió.

– ¿Y la excomunión?

– Mi obispo hizo otro tanto.

– Vaya, se puede decir que os volvió la suerte. Algo oí de una moza…

– Murió. Mi Rey la hizo matar.

– No era un buen tipo, la verdad, aunque con nosotros se portó bien. Al morir soltero nos tendría que haber dejado un tercio del reino, pero…

– Entonces apareció el Monje, el hermano, que aceptó el trono e invalidó ese testamento.

– Así es. No nos quiere bien, no. Pero en fin, el caso es que aquí estáis, con la honra restituida y con vuestro viejo amigo.

– Ahora templario.

– Ahora templario, en efecto. Decidí tomar los votos y dejarlo todo. ¿Y qué os trae por Carcasona? Se os ve bien. ¿Algún negocio de la herencia de vuestra madre?

– Quiero unirme al Temple -soltó de pronto Arriaga.

– ¡No! -exclamó Jean de Rossal sin ocultar su cara de satisfacción.

El templario no pudo evitar levantarse y abrazar a su amigo. Un sargento que permanecía de guardia en el pasillo los miró con cara de pocos amigos.

– Dejadnos a solas -dijo De Rossal-. Estas efusiones no nos están permitidas -aclaró a su amigo-. Pero ¿queréis entrar en la orden del Temple? ¡Me tomáis el pelo! ¡No puede ser!

– Sí, sí, de veras. Cuando tuve noticias de que mi caso se reabría y que el rey Ramiro me exculpaba supe que podía salir de mi escondite. Nada me sujeta ya a este mundo, quiero consagrar mi vida a un noble ideal, la defensa de Tierra Santa, y nada tengo que me retenga. Quiero ir a pelear a Jerusalén.

– Un momento, un momento, hermano. Eso no es tan fácil.

– He visto a unos caballeros que partían…

Jean alzó la mano.

– No es tan sencillo -dijo-. Primero debéis pasar un período de prueba. No es problema, yo os avalo, pero como mínimo un año no os lo quita nadie. Luego, ya se verá. Nuestra regla dice que si uno desea ir a Tierra Santa, se le envía a las islas Británicas; que si uno quiere pelear, se le manda a la cocina; que si uno quiere ser escribiente, se le envía a la guerra. Los deseos personales no se cumplen en el Temple, creedme. Lo digo por experiencia.

– Pero yo, yo sólo sé pelear…

– Y espiar. Sois un hombre valioso, Rodrigo. Mis superiores se alegrarán cuando sepan de vuestra solicitud. ¿Tenéis bienes?

– Las tierras de mi padre. He traído los papeles, las donaré a la orden. Yo nada quiero ya de este mundo. Tengo dos caballos de guerra y traigo a dos hombres de armas y un crío que es mi mozo de cuadra.

– ¡Fantástico, fantástico! -exclamó el templario frotándose las manos-. Sois el candidato perfecto, dejadlo todo de mi cuenta. Pero debo advertiros de que el Temple no es un camino fácil, es una forma de vida dura, de entrega.

– Si vos lo habéis podido soportar…

– He cambiado, Rodrigo. Sé que de joven era un crápula y bien es cierto que no aproveché como vos las buenas lecciones de nuestros profesores en París, pero el tiempo hace cambiar a las personas. Como sabéis, mi padre fue uno de los fundadores de la orden.

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