– Pero… -acertó a decir el aragonés- Robert, ¿qué has hecho?
El joven levantó la cabeza mirándolo como un loco, se incorporó y corrió hacia la ventana para lanzarse por ella. Rodrigo logró sujetarlo con fuerza, pero Robert comenzó a golpearse la cabeza contra las paredes. Entonces creyó escuchar el pesado trote de los caballos de guerra. ¡Los refuerzos!
Afortunadamente, Giovanno, Toribio y Luis, el posadero, entraron en la habitación y lo ayudaron a sujetar a aquel loco que quería quitarse la vida.
Era ya de madrugada cuando lograron sacar a Robert Saint Claire de la posada de Luis. Los campesinos se dispersaron a la llegada de los caballeros, aunque quedaron pequeños grupos aquí y allá que hacían peligroso sacar al joven templario de la posada. La gente del pueblo parecía molesta, harta; aquello no cuadraba con la idílica imagen que Jean había proporcionado de las relaciones de los templarios con sus siervos del pueblo de Chevreuse. Fue después de maitines, más cerca de vísperas quizá, cuando la ausencia de paisanos hizo prudente el traslado de Robert al Château. Jean dio la orden. Iba escoltado por el comendador, Rodrigo y otros tres caballeros. Tuvieron que atar al joven de pies y manos para evitar que se hiciera daño a sí mismo. No parecía soportar el rechazo de su amada, que lo había maldecido por matar a su padre. Éste, al parecer, había sido informado por algún desalmado de que un templario se veía con su hija en la posada, y el hombre acudió armado con un hacha para vengar su honra. Saint Claire había sido entrenado para matar. No es buen negocio atacar a un hombre de armas; Rodrigo lo sabía por propia experiencia: reaccionan primero y piensan después. El joven templario había reaccionado de manera instintiva, como le habían enseñado, y antes de que hubiera podido darse cuenta, el padre de su moza yacía despanzurrado en el tálamo donde momentos antes se amaba con la mujer que le había hecho perder la razón.
Ella reaccionó mal: salió a la calle presa del pánico y gritó a los cuatro vientos que un maldito templario había asesinado a su padre. Le echó a todo el pueblo encima. Robert no lo podía soportar. Quería morir. Lo dejaron atado al lecho en un cuarto de la sólida y redonda torre que quedaba al noreste. Aun así, Jean ordenó que dos sargentos vigilaran a aquel desgraciado, no fuera que lograra liberarse de las ataduras y saltar al vacío. El comendador eximió a Rodrigo de acudir a los oficios y le ordenó que durmiera todo lo que su cuerpo le pidiera; no en vano había estado sometido a una situación de extrema tensión. Según le dijo Jean, se había comportado como un auténtico héroe, un verdadero templario, al arriesgar su vida para salvar a Robert.
Cuando Arriaga despertó comprobó que la luz del sol entraba por una de las amplias ventanas del dormitorio. Era tarde. Se acercaba la hora tercia, así que tras colocarse la sobreveste y calzarse las botas acudió a la cocina, donde le dieron algo de queso y vino aguado para desayunar. Además, como ya había trascendido lo ocurrido en el pueblo, el cocinero le cortó un par de tajadas de buen tocino, que con el pan recién hecho le supieron a gloria. Aquello era gula, pero estaba cansado y se lo merecía. Cuando salió al patio de armas se encontró a Jean, que venía de ver al cautivo, y éste le hizo una seña para que le siguiera a la muralla norte. Allí, mirando sus dominios desde las alturas, el comendador le hizo situarse junto a él.
– Esto es precioso, ¿verdad?
Rodrigo asintió.
– ¿Cómo os encontráis después de los sucesos de ayer?
– No sé, cansado, confuso quizá.
– Deberíais haberme contado lo de Robert.
– No lo creí así. Soy un recién llegado. No quise meterme en asuntos que no fueran de mi incumbencia.
– Lo que hace un hermano es de la incumbencia de todo el capítulo y más si se trata de algo como esto -repuso el comendador con cara de pocos amigos-. Os pidió colaboración, ¿no?
– Sí.
– Loco insensato -dijo Jean refiriéndose al joven Saint Claire-. Lo ha estropeado todo. Tenía un futuro brillante en la orden. Viene de una familia de mucho peso. Su padre y Hugues de Payns eran…
– Íntimos. Lo sé.
– Lo ha echado todo a perder, ya veis, por un simple revolcón.
– Está enamorado.
– ¡No puedo creer lo que oigo! Será idiota. ¿No podía haberse limitado a folgar con la moza como hace vuestro Toribio y tantos otros?
– El otro día dijisteis que esa conducta era muy grave.
– ¡El otro día no había un muerto por medio! Los votos son sólo eso: ¡votos! ¡Obediencia! ¡Castidad! ¡Pobreza! Todos los votos se pueden romper; no se debe, pero a veces ocurre. Somos humanos. La Iglesia está llena de curas, frailes y monjas que incumplen a veces sus votos. No está bien, Rodrigo, pero es un pecado como otro cualquiera. Si uno se arrepiente, si hay propósito de enmienda y se acude de inmediato a confesar la falta, Nuestro Señor nos perdona. El pecado queda lavado y ¡hala, a vivir! ¡Pero, no! ¡Este idiota se ha enamorado! ¡Un futuro preboste de la orden, quizás un Gran Maestre, enamorado de una plebeya! ¿Qué le digo yo ahora a su padre?
Rodrigo quedó algo impresionado por la flexibilidad que mostraba De Rossal con respecto a las faltas de la carne. ¿Sabría lo del caballero Beltrán y el armiguero? Seguro que sí. Jean leyó el pensamiento a su amigo.
– No os asustéis. Está en la naturaleza del ser humano. Somos pecadores. Podemos controlarnos unos a otros; podemos estar sometidos a la más dura de las autodisciplinas, pero, a veces, los hermanos pecan. No es condescendencia, Rodrigo. Si no existiera la confesión y el perdón de los pecados no habría caballeros templarios, ni frailes, ni curas, ni cardenales. Esto es así. Siempre ha sido así y siempre lo será. Debemos perdonar como hizo Nuestro Señor con sus propios enemigos.
– Pero…
– ¿Sí?
– He visto a la gente del pueblo algo soliviantada, como si nos odiaran… Ayer se sublevaron.
– Sí, Rodrigo, ahora lo sabéis. La gente, en el fondo, nos odia.
– ¿Cómo?
– Como lo oís. Y si vais a ser uno de nosotros debéis acostumbraros. La obra de Dios no es un camino fácil. Ese hombre, el campesino al que Robert abrió en canal…
– ¿Sí?
– Alguien le contó que nuestro amigo jodía con su hija.
– ¿Y?
– Fue el cura del pueblo.
– ¿Cómo lo sabéis?
– Yo sé todo lo que ocurre en el valle de Chevreuse, Rodrigo -dijo el comendador mirando a Arriaga con dureza. El espía sintió un escalofrío-. Ese cura nos odia.
– Pero ¿por qué? ¿Acaso no defendemos más que nadie los derechos de la Iglesia?
– No seáis ingenuo, Rodrigo. ¿Conoces la bula Omni Datura Optimi?
– Por supuesto.
– El Papa nos otorgó privilegios, digamos que… sin precedentes. Sólo respondemos ante el capítulo general de nuestra orden y, si acaso, ante el mismísimo Pontífice, quien nos permitió cobrar el diezmo en nuestras encomiendas. ¿Me seguís?
– No sé…
– Sí, Rodrigo, el diezmo que antes cobraban muchos obispos glotones, lujuriosos e inoperantes ha pasado a nuestras manos en muchas comarcas, regiones y encomiendas. Han dejado de percibir unos buenos dineros por nuestra culpa. Encima, nosotros nos administramos bien. Allí donde ponemos el pie, la tierra florece y la riqueza surge. Es una cuestión de buena organización, de falta de despilfarro, de administración seria, justa y eficaz. Eso es lo que le ocurre a ese maldito cura, al que el diablo confunda. Desde que llegamos aquí nos ha intentado perjudicar con las más asquerosas calumnias. Tuvimos una gran polémica con el icono de Nuestra Señora que donamos a la Iglesia del pueblo.
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