El miedo cuando ibas hacia el cuadrilátero, el miedo detrás de tus ojos inexpresivos, detrás de los ojos inexpresivos del otro. Saltar, golpear, intentar esquivar, encajar, pegar, brazos que no logras tener levantados en guardia por el cansancio, respirar por la boca, rogar para que se acabe porque ya no puedes más, querer golpear y no lograrlo -te lo parece-, pensar que no te importa nada ganar o perder pero que se acabe, pensar que tienes ganas de caerte en la lona y no lo haces y no sabes el porqué y qué es lo que todavía te mantiene de pie, y luego suena el gong y piensas que has perdido y no te importa nada, y luego el árbitro levanta tu brazo y comprendes que has ganado, y no existe nada más en aquel momento, nada más que aquel momento. Nadie te lo podrá quitar. Nunca más.
Busqué un gimnasio donde se practicara el boxeo. El viejo sótano de hacía veinticinco años ya no existía desde hacía tiempo. El maestro había fallecido. Consulté el listín telefónico y me di cuenta de que la ciudad estaba llena de gimnasios de artes marciales japoneses, tailandeses, coreanos, chinos, incluso vietnamitas. La elección era muy amplia: judo, jiu-jitsu, aikido, kárate, thai boxing, taekwondo, tai-chi, wing chun, kendo, viet vo dao.
El boxeo parecía desaparecido, pero no me resigné. Telefoneé al comité provincial del CONI y pregunté si había gimnasios en Barí donde se practicara el boxeo. El empleado fue amable y eficaz. Sí, había dos clubes de boxeo en Bari; uno estaba junto al nuevo estadio, huésped del municipio, el otro utilizaba el gimnasio de una escuela secundaria, precisamente a dos pasos de mi casa.
Fui a echar un vistazo y descubrí que ya conocía al profesor, era uno del viejo gimnasio, Pino. Acordarme del apellido, obviamente, ni loco. Había empezado a ir por el sótano un poco antes de que yo dejara de ir. Era un peso pesado, poca técnica, pero puños muy potentes. Incluso había disputado algún combate como profesional, pero sin grandes resultados. Ahora tenía varios trabajos. Profesor de boxeo, matón de discoteca, jefe del servicio de seguridad en los conciertos, grandes fiestas, espectáculos.
Se alegró de verme, seguro que podía inscribirme, era huésped suyo, y ni hablar de tener que pagar. Además un abogado siempre puede ser de utilidad.
Entonces, a partir de la semana siguiente, cada lunes y jueves salía del despacho a las seis y media y a las siete ya estaba en el gimnasio y durante casi dos horas practicaba el boxeo.
Esto me hizo sentir un poco mejor. No bien, pero un poco mejor. Saltaba a la cuerda, hacía flexiones, abdominales, el saco y combatía con chicos veinte años más jóvenes que yo.
Alguna noche lograba conciliar el sueño solo, sin píldoras; otras noches no.
Alguna vez lograba incluso dormir cinco o seis horas seguidas.
Alguna tarde salí con amigos y me encontré casi bien del todo.
Todavía me daban ataques de llanto, pero menos a menudo, y además conseguía controlarme.
Seguía sin subir en los ascensores, pero ni era un problema grave, ni nadie se preocupaba por ello.
Sobreviví casi indemne a las vacaciones de Navidad, si bien un día, tal vez el veintinueve o el treinta, vi a Sara por la calle, en el centro. Estaba con una amiga suya y un tipo a quien no había visto nunca. Él podía ser perfectamente el novio de la amiga, o el tío, o un gay, por lo que yo sabía. Sin embargo, me convencí enseguida de que se trataba del nuevo novio de Sara.
Nos saludamos con la mano desde las dos aceras. Yo anduve todavía alguna decena de metros y luego me di cuenta de que estaba conteniendo la respiración. El diafragma se había bloqueado. Sentí algo, una especie de calor, que venía de abajo y subía por toda la cara hasta la raíz del cabello. El cerebro no funcionó durante varios minutos.
Tuve dificultad para respirar todo el día y por la noche no dormí.
Luego también aquello pasó.
Después de las vacaciones de Navidad empecé a trabajar, un poco. Me cercioré del desastre que rondaba por mi despacho y especialmente entre mis ignorantes clientes y, renqueando, intenté recuperar mínimamente el control de la situación.
Empecé de nuevo a preparar los procesos, comencé a escuchar -un poco- lo que decían los clientes, empecé de nuevo a escuchar lo que decía mi secretaria.
Lentamente, a saltos como una máquina estropeada, mi tiempo empezaba a moverse de nuevo.
Era una tarde de febrero, pero no hacía frío. Aquel invierno no había hecho frío ningún día.
Pasé por delante del bar de debajo del despacho y no entré. Me avergonzaba pedir el café descafeinado y por ello iba a un bar cutre a cinco manzanas de distancia.
Desde que había empezado a padecer insomnio no bebía café normal por la tarde. Alguna vez había probado el café de cebada, pero da asco. El café descafeinado, en cambio, parece de verdad. Lo importante es ser discreto cuando se pide uno.
Yo siempre había mirado con cierta lástima a quienes pedían un descafeinado. No quería ser contemplado, ahora, de la misma manera. No por gente que me conociera, como mínimo. Por eso eludía ir a mi bar habitual por la tarde.
Tomé el café, encendí un Marlboro y me lo fumé sentado en una vieja mesita con la superficie de formica. Luego desanduve las cinco manzanas y regresé al despacho.
Por lo que recordaba, debía tratarse de una tarde bastante tranquila: una sola cita. Con la señora Cassano, que al día siguiente sería procesada por malos tratos al marido.
Durante años, este señor, según la acusación, regresaba a casa de su trabajo y se oía llamar, en el mejor de los casos, miserable fracasado de mierda. Durante años había estado obligado a entregar el sueldo a su mujer, pudiendo disponer sólo de alguna calderilla para los cigarrillos y otros pequeños gastos personales. Durante años había sido humillado en las reuniones de familia y frente a sus pocos amigos. En bastantes ocasiones había sido golpeado y también se había llevado escupitajos en la cara.
Un día él ya no pudo aguantar más. Había encontrado la fuerza para marcharse de casa y había denunciado a su mujer, pidiendo la separación con adeudo.
Ella me había elegido a mí como abogado y aquella tarde la esperaba para definir los detalles de la defensa.
Cuando llegué, María Teresa me dijo que la bruja aún no había llegado. En cambio, desde hacía media hora me esperaba una mujer de color. No tenía cita, pero -decía- se trataba de una cosa muy importante. Como siempre.
Esperaba en la salita. Eché un vistazo por la puerta entreabierta y vi a una muchacha imponente, con un rostro hermoso pero severo. No debía de tener más de treinta años.
Le dije a María Teresa que la hiciera entrar a mi despacho al cabo de dos minutos. Me quité la americana, me acerqué a la mesa, encendí un cigarrillo y la mujer entró.
Esperó a que le dijera que se sentara y con voz casi sin acento alguno dijo: «Gracias, abogado». Siempre tenía dudas, con los clientes extranjeros, sobre si utilizar el t ú o el usted. Muchos no comprenden el usted y la conversación se transforma en algo absurdo.
Por la manera en que la mujer pronunció «gracias, abogado» supe enseguida que podía hablarle de usted sin ninguna dificultad de cara a ser comprendido.
Cuando le pregunté cuál era su problema me entregó unos papeles grapados, con el encabezamiento «Oficina del juez para las investigaciones preliminares, orden de prisión preventiva».
Droga, pensé inmediatamente. Su hombre es un traficante. Luego, sin embargo, casi con la misma rapidez, me pareció imposible.
Todos nosotros actuamos en base a estereotipos. Quien dice que no es verdad es un mentiroso. El primer estereotipo me había sugerido la siguiente secuencia: africano, prisión preventiva, droga. Los africanos son arrestados sobre todo por este motivo.
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