Un médico, al recibir la carta, la rompió diciendo, en tono desafiante, que no había que creer en aquellas supersticiones.
Pasados varios meses fue despedido de la clínica en la que trabajaba, fue abandonado por su mujer, enfermó y finalmente murió enloquecido.
¡No hay que interrumpir la cadena!
Leí la carta a mis amigos, que la encontraron hilarante. Cuando hubieron acabado con las risas me preguntaron si pensaba destrozarla y morir enloquecido. O ponerme pacientemente a hacer las diez copias con bella caligrafía, lo cual no habrían dejado de recordarme -con poca elegancia, pienso- al menos durante los siguientes diez años.
Esto me puso de los nervios, pensé que no habrían sido tan ocurrentes si la carta les hubiera llegado a ellos y dije que obviamente la rompería. Ellos pretendieron que lo hiciera delante suyo. Insinuaron que podía cambiar de idea y, alejado de ojos indiscretos, hacer las famosas diez copias, etcétera.
En definitiva, me vi obligado a romperla en pedazos y, cuando hube acabado, el más gracioso de los tres dijo que no tenía por qué preocuparme: en el momento oportuno ellos se ocuparían de que me ingresaran en un manicomio acogedor.
Más o menos dieciocho años después me había encontrado pensando -seriamente- que la profecía se estaba cumpliendo.
En cualquier caso, el miedo a sufrir un nuevo ataque de pánico y a enloquecer no eran mi único problema.
Empecé a padecer insomnio. Pasaba las noches casi completamente en blanco, conciliando el sueño sólo poco antes del alba.
Pocas veces me dormía en horarios más normales. En estas ocasiones, sin embargo, me despertaba inexorablemente dos horas después y no podía quedarme en la cama. Si lo intentaba, me asaltaban pensamientos muy tristes, insoportables. Sobre cómo había malgastado mi vida, sobre mi infancia. Y sobre Sara.
Entonces me veía obligado a levantarme y vagaba por mi apartamento. Fumaba, bebía, miraba la televisión, encendía el móvil con la esperanza absurda de que alguien me llamara a altas horas de la noche.
Empecé a preocuparme de que la gente se diera cuenta de mi situación.
Sobre todo empecé a preocuparme de poder perder el control y pasé todo el verano de esa guisa.
Cuando llegó agosto no encontré a nadie que quisiera viajar conmigo -en realidad no lo busqué- y no tuve el valor de irme solo. Así que vagabundeé, encontrando alojamiento en las casas y los trulli [1] de los amigos, en el mar o en el campo. ¡No creo haberme ganado muchas simpatías durante estos vagabundeos!
La gente me preguntaba si estaba un poco deprimido y yo contestaba que sí, un poco, y normalmente la conversación no se alargaba mucho. A los pocos días comprendía que era el momento de hacer las maletas y encontrar otro refugio, buscando con ahínco evitar el regreso a la ciudad.
En septiembre, viendo que las cosas no mejoraban y, en particular, que ya no soportaba pasar las noches en blanco, fui a ver a mi médico, que además era amigo mío. Necesitaba alguna cosa para dormir.
Él me visitó, me hizo hablar de mis síntomas, me tomó la presión, me miró los ojos con una lamparita, me hizo hacer unos ejercicios un poco dementes de equilibrio y al final dijo que sería mejor si me visitaba un especialista.
– ¿Qué quieres decir, perdona? ¿Qué especialista?
– Bueno, un especialista en estos problemas.
– ¿ Qu é problemas? Dame algo para dormir y acabemos de una vez.
– Guido, la situación es un poco más compleja. Tienes un aspecto muy cansado. No me gusta el modo en que miras a tu alrededor. No me gusta cómo te mueves, no me gusta cómo respiras. He de decírtelo: tú no estás bien. Has de ir a visitar a un especialista.
– Querrás decir un…
Tenía la boca seca. Pensamientos inconexos me pasaban por la cabeza. Tal vez quiere decir que he de ir a visitar a un internista. O a un homeópata. Un masoterapeuta. También a un ayurvédico.
Ah, de acuerdo, si tengo que ir a un internista, masoterapeuta, ayurvédico, homeópata y a tomar por el culo, no hay problema, voy. Yo no me privo de mis tratamientos.
Yo no tengo miedo, porque… ¿UN PSIQUIATRA? ¿Has dicho un psiquiatra?
Tenía ganas de llorar. Me había vuelto loco, ahora hasta lo decía un médico. La profecía se estaba cumpliendo.
Le dije que de acuerdo, que por ahora podía darme un maldito somnífero, y luego ya pensaría qué hacer. Que sí, de acuerdo, no tenía intención alguna de infravalorar el problema, nos vemos, no, no, no es necesario que me recomiendes a uno -boca muy seca- a uno de ésos. Te llamo y me lo dices.
Me alejé de allí, evitando tomar el ascensor.
Mi médico había aceptado recetarme algo para dormir y con aquellas píldoras pareció que la situación mejoraba un poco.
El humor era siempre gris ratón, pero como mínimo no me arrastraba destruido por el insomnio, como un espectro.
En cualquier caso, mi productividad en el trabajo y mi fiabilidad profesional estaban peligrosamente por debajo del nivel de alerta. Había varias personas cuya libertad dependía de mi trabajo y de mi concentración. Supongo que habrían encontrado interesante descubrir que pasaba las tardes hojeando distraídamente sus expedientes, que no me importaban un pito ni ellos ni el contenido de aquellos expedientes, que el resultado de los procesos dependía básicamente del azar y que, en definitiva, su destino estaba en manos de un irresponsable psíquicamente perturbado.
Cuando estaba obligado a despachar con alguien, la situación era surrealista.
Los clientes hablaban, yo no oía ni una sola palabra, pero asentía. Ellos seguían hablando, tranquilizados. Al final les estrechaba la mano con una sonrisa de comprensión.
Parecían apreciar que el abogado les hubiera dejado desahogarse así, sin interrumpirles, y que, evidentemente, hubiera comprendido sus problemas y sus exigencias.
Era una buena persona, fue el comentario que le hizo a mi secretaria una jubilada que quería querellarse contra el vecino porque le ponía notas obscenas en el buzón. No parecía ni siquiera un abogado, dijo. Era verdad.
Ellos estaban contentos y yo, en el mejor de los casos, sólo tenía una vaga idea del problema. Juntos nos dirigíamos hacia la catástrofe.
Fue en esta fase -después de haber conseguido dormir durante alguna noche- cuando ocurrió algo nuevo. Me empezaron a dar ataques de llanto. Al principio me ocurría en casa, por la noche, recién llegado, o por la mañana cuando me despertaba. Luego, fuera de casa. Caminaba por la calle, mis pensamientos se alejaban sin control y rompía a llorar. Conseguía controlar la situación, a pesar de todo, tanto en casa como en especial por la calle, pero cada vez me resultaba un poco más difícil. Me concentraba en mis zapatos o en las matrículas de los coches y principalmente evitaba mirar a la cara a los transeúntes, quienes -estaba convencido del todo- se habrían dado cuenta de lo que me estaba ocurriendo.
Al final me pasó en mi despacho. Era una tarde y hablaba de algo con mi secretaria cuando noté cómo llegaban las lágrimas y una sensación dolorosa en la garganta.
Empecé a contemplar obtusamente una pequeña mancha de humedad de la pared y al mismo tiempo respondía con movimientos de cabeza, atemorizado por si María Teresa descubría lo que estaba ocurriendo.
Efectivamente, lo comprendió muy bien, de repente se acordó de que tenía que hacer unas fotocopias y con mucho garbo salió de la habitación.
Pasaron apenas unos segundos y empecé a llorar y no me detuve tan fácilmente.
Pensé que no valía la pena esperar a que el fenómeno se repitiera, por ejemplo, durante un juicio.
Al día siguiente llamé a mi médico y le pedí el nombre de aquel especialista.
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