El psiquiatra era alto, macizo, imponente, con la barba y las manos como palas. Me lo imaginé mientras inmovilizaba a tortazos a un loco furioso y le ponía la camisa de fuerza.
Fue bastante amable, teniendo en cuenta la barba y la mole. Me lo hizo contar todo y asentía. Esto me pareció tranquilizador. Después pensé que también yo asentía cuando hablaban los clientes y me sentí menos tranquilo.
Y dijo que sufría de una forma especial de trastorno de adaptación. La separación había funcionado en mi psique como una bomba de relojería y llegado a un determinado punto se había producido un efecto de ruptura. O mejor, una serie de rupturas en cadena. No había obrado bien descuidando el problema durante tantos meses. Se había producido una degeneración del trastorno de adaptación, que corría el riesgo de transformarse en una depresión de gravedad media. Estas situaciones no debían ser subestimadas. No tenía que preocuparme, sin embargo, porque el hecho de haber acudido al psiquiatra constituía un signo positivo de autoconciencia y una premisa para la curación. Ciertamente era necesario un tratamiento farmacológico, pero en definitiva, en el plazo de algunos meses, decididamente la situación habría mejorado.
Pausa y mirada intensa. Debía de formar parte de la terapia.
Luego se puso a escribir, rellenando una página del recetario con nombres de ansiolíticos y antidepresivos.
Tenía que tomar aquellos potingues durante dos meses. Tenía que intentar distraerme. Tenía que evitar estar reflexionando sobre mí mismo. Tenía que intentar captar los aspectos positivos de las cosas evitando pensar que mi situación no tenía salida alguna.
Tenía que darle trescientas mil liras, de recibo ni hablar y nos vemos dentro de dos meses para el control.
Al saludarme, en la puerta, me desaconsejó que leyera los folletos explicativos de los medicamentos. Era un verdadero conocedor de la psique humana.
Busqué una farmacia alejada del centro, para no encontrarme con nadie. Quería evitar que delante de cualquiera de mis clientes, o de cualquier colega mío, el farmacéutico le gritara al dependiente en la trastienda frases del tipo: «Mira en el armario de los psicofármacos si tenemos el valium psiquiátrico extrafuerte para este señor».
Tras haber dado algunas vueltas en coche escogí una farmacia del barrio Japigia, en la periferia de la ciudad. La farmacéutica era una chica huesuda, de aspecto poco sociable, y le di la receta sin mirarla a la cara. Me sentía tan a gusto como un seminarista en un sex-shop.
La farmacéutica huesuda estaba preparando la cuenta cuando interpreté el papel que había preparado: «Como ya estoy aquí, cogeré una cosa para mí. ¿Tiene vitamina C efervescente?»
Me miró un segundo, sin decir nada. Conocía el guión. Luego me dio la vitamina C, junto con todo lo otro. Pagué y me largué como un ladrón.
Al llegar a casa, desempaqueté, abrí las cajas y leí los folletos explicativos de los medicamentos. Todos eran interesantes, pero mi atención fue atraída de manera hipnótica por los efectos colaterales del antidepresivo: el compuesto a base de Trankimazin.
La descripción empezaba con simples vértigos para pasar rápidamente a sequedad bucal, visión confusa, estipticidad, retención urinaria, temblores y alteración de la libido.
Pensé que de la alteración de la libido ya me había ocupado yo solo y seguí leyendo. Así descubrí que un número reducido de hombres que toman Trankimazin desarrolla erecciones prolongadas y dolorosas, es decir, lo que se llama priapismo.
Este problema podía incluso requerir una intervención quirúrgica de emergencia, la cual podía, a su vez, determinar una discapacidad sexual permanente.
El final, sin embargo, era tranquilizador: el riesgo de sobredosis mortales por consumo de Trankimazin era afortunadamente más bajo respecto al relacionado con el consumo de antidepresivos tricíclicos.
Acabada la lectura, empecé a meditar.
¿Qué se hace en el caso de una erección prolongada y dolorosa? ¿Se va al hospital aguantándosela con la mano? ¿Se usan calzoncillos muy cómodos? ¿Qué se le dice al doctor? ¿Cuál es la discapacidad sexual permanente?
Es más: ¿qué hace falta para una sobredosis mortal de Trankimazin? ¿Bastan dos píldoras? ¿Hay que tomarse la caja entera?
No hallé respuestas para aquellas preguntas, pero el compuesto acabó en el retrete junto con todos los demás medicamentos que me había recetado mi psiquiatra. Mi ex psiquiatra.
Vacié a conciencia todos los envases y tiré de la cadena. Luego tiré a la basura las cajas, los frascos, las ampollas y los folletos explicativos.
Cuando hube acabado me serví medio vaso abundante de whisky - evite el alcohol - y puse en el vídeo la cinta de Momentos de gloria. Una de las pocas que había traído conmigo.
Mientras empezaban a pasar las primeras imágenes, encendí un Marlboro - evite la nicotina, como m í nimo por la noche - y, por primera vez después de mucho tiempo, me sentí casi de buen humor.
De joven había practicado el boxeo.
Me había llevado mi abuelo después de haberme visto llegar a casa con la cara hinchada por las bofetadas. Me las había dado un tipo más grande -y más malo- que yo.
Tenía catorce años, estaba delgadísimo, con la nariz roja y brillante por el acné, estudiaba cuarto en el ginnasio [2] y estaba convencido de que la felicidad no existía. Al menos, para mí.
El gimnasio estaba en un sótano húmedo, el maestro era un señor delgado de unos setenta años, los brazos todavía secos y musculosos, el rostro de Buster Keaton. Era amigo de mi abuelo.
Recuerdo perfectamente cuando entramos, después de haber bajado por una escalera estrecha y mal iluminada. Nadie hablaba y sólo se oían los pequeños ruidos sordos de los puñetazos contra el saco, los chasquidos de las cuerdas, el ritmo del punching ball. Había un olor que no soy capaz de describir, pero lo siento en la nariz, ahora que escribo, y me provoca escalofríos.
Que yo me ejercitara en el boxeo fue mucho tiempo un secreto para mi madre. Sólo lo supo cuando, con diecisiete años y medio, gané la medalla de plata en los campeonatos regionales juveniles, categoría welter.
El abuelo, sin embargo, no consiguió verme en aquel podio de conglomerado.
Tres meses antes estaba paseando por un pinar con su pastor alemán, cuando se detuvo y se sentó tranquilamente en un banco.
Un joven que estaba allí cerca dijo que poco después había apoyado la cabeza en el respaldo, de manera extraña, tras haber acariciado al perro.
Al perro tuvieron que matarlo los carabineros antes de poder acercarse al cuerpo de aquel señor e identificarlo como Guido Guerrieri, catedrático jubilado de historia de la filosofía medieval.
Mi abuelo.
Gané más medallas después de aquellos campeonatos regionales. También una de bronce en los campeonatos universitarios italianos, en la categoría de peso medio.
Nunca he tenido el puño pesado, pero había aprendido bien la técnica, era delgado y alto, con los brazos más largos que los de mi mismo peso.
Poco antes de licenciarme lo dejé, porque el boxeo sólo lo puedes practicar mucho tiempo si eres un campeón o si tienes alguna cosa que demostrar.
Yo no era un campeón y me parecía que ya había demostrado lo que tenía que demostrar.
Después de haber decidido prescindir de la psiquiatría moderna me preocupé de buscar algo, como alternativa. Pensé que tenía ganas de liarme a puñetazos.
Al pensarlo me di cuenta de que se había tratado de una de las pocas cosas reales de mi vida. El olor del cuero de los guantes, los golpes -darlos y recibirlos-, la ducha caliente después, cuando te dabas cuenta de que durante dos horas no había pasado por tu cabeza ni un solo pensamiento.
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