Gianrico Carofiglio - Testigo involuntario

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El pequeño Francesco, de nueve años, es hallado muerto en el fondo de un pozo de la ciudad de Bari. Inmediatamente las investigaciones culpan a un senegalés indocumentado que vende baratijas en la playa. Las pruebas son categóricas. Parece evidente que es el autor del crimen. El juicio será un simple trámite. El acusado, condenado a cadena perpetua. Y caso cerrado. Sin embargo hay alguien dispuesto a demostrar su inocencia. Guido Guerreri, un abogado de mediocre y monótona existencia, asume la defensa del acusado más como un desafío para encauzar su vida y su profesión que como una búsqueda de justicia. Una justicia que podría llegar desde el testigo menos esperado… O que quizá no llegue jamás. Este sorprendente legal thriller a la italiana se atreve a deshacer de un plumazo los convencionalismos del género y consigue mantener en vilo al lector hasta la última página.

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Abagiage Deheba abrió su bolso, sacó un fajo de billetes atado con una goma, lo apoyó en el escritorio, lo acercó hacia mí. No se podía ni pensar que pudiera rehusar o discutir. Dije a mi secretaria que preparara un recibo por aquel anticipo. No, gracias, no quería el recibo, no sabía de qué le iba a servir. Quería que fuera inmediatamente a ver a Abdou a la cárcel.

Dije que no podía, que era necesario que el señor Thiam me designara su abogado, incluso sólo haciendo una declaración en el registro de la cárcel. Respondió que de acuerdo, se lo diría en la próxima visita. Se levantó, me dio la mano -no lo había hecho al entrar- y me miró a los ojos.

– Abdou no ha hecho lo que dicen.

Su apretón era fuerte como esperaba que fuera.

Al abrir la puerta oí a mi secretaria, que intentaba explicarle a una señora Cassano, muy alterada por la espera, que el abogado había tenido un imprevisto, pero que la recibiría inmediatamente.

Imaginé vagamente los pensamientos de mi cliente cuando -al ver a Abagiage Deheba pasar- se dio cuenta de que había tenido que esperar por una negra.

Entró en mi despacho mirándome con repugnancia. Estoy seguro de que, si hubiera podido, me habría escupido a la cara.

Al día siguiente fue condenada y para la apelación cambió de abogado. Obviamente no liquidó mis honorarios, pero tal vez tuviera razón: no me había empleado a fondo para que la absolvieran.

2

Aparqué el coche en zona prohibida, como acostumbraba los viernes. Cerca de la cárcel es imposible encontrar aparcamiento cuando se trata del día de visita de los detenidos.

El viernes es día de visita.

Pero no hay problema, porque raramente te ponen una multa. Ningún agente municipal tiene muchas ganas de discutir con los parientes de los detenidos visitados; en general, ningún agente municipal tiene ganas de estar de servicio cerca de la cárcel.

Finalmente aparqué en zona prohibida encima de la acera, bajé del coche, me arreglé la corbata, saqué un cigarrillo de la cajetilla, me lo puse en la boca y, sin encenderlo, me dirigí hacia la puerta principal.

El agente de la entrada me conocía y no tuve que mostrarle el carnet de abogado.

Atravesé los habituales portones metálicos, luego las rejas, luego todavía más portones. Finalmente entré en la habitación reservada a los abogados.

Estoy convencido de que en todas las cárceles se esfuerzan en escoger adrede la más fría para el invierno y la más calurosa para el verano.

Era invierno y, si bien en el exterior el aire era apacible, en aquella habitación amueblada con una mesa, dos sillas y un sillón hundido, hacía un frío humillante.

Los abogados no son muy queridos en las cárceles.

Los abogados no son muy queridos en general.

Mientras iban a buscar a Abdou Thiam encendí el cigarrillo y saqué de la cartera, para entretenerme con algo, la orden de prisión preventiva.

Leí de nuevo que …el imponente material probatorio imputado a Abdou Thiam constituye un cuadro tranquilizador id ó neo, no s ó lo para justificar la restricci ó n de la libertad personal en la presente fase sumarial sino que tambi é n, en perspectiva, permite razonablemente prever un resultado de condena para el proceso establecido.

Dicho en italiano: Abdou estaba sepultado por las pruebas, tenía que permanecer arrestado, encerrado y, cuando llegara el juicio, con toda seguridad sería condenado.

Mientras examinaba de nuevo la orden se abrió la puerta y un funcionario hizo entrar a mi cliente.

Abdou Thiam era un hombre muy guapo, con un rostro de cine y mirada profunda. Triste y distante.

Permanecí de pie delante de la puerta y luego me acerqué, le di la mano y le dije que era su abogado.

El apretón de manos de una persona dice un montón de cosas, si uno tiene el deseo de fijarse bien. El apretón de Abdou decía que no se fiaba de mí y, tal vez, que ya no se fiaba de nadie.

Nos sentamos en las dos sillas y me di cuenta casi enseguida de que no iba a ser una conversación fácil.

Abdou hablaba bien italiano, aunque no de la manera casi perfecta, sin acento, de Abagiage. Me salió, pues, natural, hablarle de tú, y él hizo lo mismo.

Despachamos en seguida la cuestión de cómo lo trataban y si necesitaba alguna cosa. Luego intenté que me diera su versión de toda la historia, para empezar a orientarme, puesto que todavía no había examinado el expediente.

No colaboraba. Hablaba con aire ausente, sin mirarme, y contestaba a mis preguntas de manera vaga» Casi parecía que el asunto no fuera de su incumbencia.

Me puse nervioso muy pronto, también porque detrás de aquella absurda imprecisión se percibía claramente una actitud de hostilidad. Hacia mí.

Hice un esfuerzo para ocultar mi irritación.

– Venga, Abdou, intentemos entendernos. Yo soy tu abogado. Eres tú quien me ha escogido -saqué el telegrama que me había llegado desde la cárcel el día anterior y lo agité algunos instantes- y yo estoy aquí para ayudarte, o para intentar hacerlo. Por eso necesito que me ayudes. De otra manera no podré hacer nada. ¿Me comprendes?

Hasta aquel momento había estado doblado, con la cabeza ligeramente inclinada sobre la mesa. Antes de contestar se enderezó y me miró a la cara.

– He mandado el telegrama únicamente porque me lo ha dicho Abagiage. Tal vez intentarás hacer algo como el otro abogado, o quizá no. Pero mientras tanto yo estoy aquí dentro. Cuando se celebre el proceso yo seré condenado. Todos lo sabemos. Abagiage cree que tú eres distinto del otro abogado y puedes hacer algo. Yo no lo creo.

– Escúchame, Abdou -dije esforzándome aún por mantener un tono calmado-, si te cortas y tu herida es profunda y sangra, ¿qué haces?

No esperé la respuesta.

– Vas al médico para que te cosa unos puntos. ¿No? Tú no sabes cómo coser los puntos, porque no eres médico.

Me parecía una metáfora bien escogida para intentar explicarle que hay casos en los que es indispensable recurrir a un profesional y que, en aquella ocasión, el profesional era yo.

– Yo sé cómo coser puntos porque he sido enfermero en el ejército, cuando hice el servicio militar.

En aquel instante no me esforcé por aparentar tranquilidad. No hacía falta, evidentemente.

– Escúchame bien. Escúchame muy bien, porque si me das otra respuesta de mierda salgo de aquí, llamo a tu mujer, le devuelvo el dinero -poco- que me ha dado y tú te buscas otro abogado. De lo contrario te nombrarán un defensor de oficio que no hará nada si no le pagas. Y probablemente no hará nada aunque le pagues, teniendo en cuenta lo que tú puedes pagar. Obviamente, si te comportas de esta manera idiota porque es cierto que has matado a aquel niño y quieres cumplir la pena, bueno, ése es otro motivo más para que yo me quite de en medio…

Silencio.

Entonces, por primera vez desde que estábamos en aquella habitación, Abdou Thiam me miró como si realmente existiera. Habló en voz baja.

– No maté a Ciccio. Él era amigo mío.

Aguardé un instante para serenarme.

Era como si me hubiera lanzado sobre una puerta cerrada para intentar derribarla y quien estaba detrás la hubiera abierto, con calma. Respiré a fondo y me apeteció un cigarrillo. Saqué la suave cajetilla de la americana y se la pasé a Abdou. Él no dijo nada, cogió uno y esperó a que se lo encendiera. Yo también encendí el mío.

– De acuerdo, Abdou. Tendré que leer los papeles del fiscal, pero antes necesito saber todo lo que recuerdas de aquellos días. ¿Quieres que empecemos a hablar de ello?

Dejó transcurrir algún segundo y luego asintió.

– ¿Cuándo te enteraste de la desaparición del niño?

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